Los posteriores tintes de cruzada anticomunista que adquirió la Segunda Guerra Mundial no deben hacernos perder de vista el anticatolicismo de Hitler y sus secuaces, ni los innumerables crímenes nazis perpetrados contra tantos sacerdotes y religiosos, con una manera de actuar que recuerda mucho a la de los rojos en España, ya que, a la postre, tanto el nazismo como el comunismo compartían su enemistad a la Civilización cristiana. No en vano, liberales, marxistas, nazis y la actual "extrema derecha" de las descristianizadas Alemania y Austria, admiraban y siguen admirando la Revolución de Marzo de 1848, en la que todos ellos se reconocen (aun cuando unos le den un sentido más nacionalista y otros más democrático) pues son de la misma progenie y comparten el mismo odio a la antigua Cristiandad.
Uno de los primeros de tantos miles de crímenes nazis fue el asesinato de Engelbert Dollfuss, el canciller de oro. Así reseñaba Fabio su vida y su muerte en el órgano de prensa de la Comunión Tradicionalista durante la Segunda República, El Siglo Futuro:
Engelbert Dollfuss (1892-1934) |
ENGELBERT DOLLFUSS
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EL CANCILLER DE ORO
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Metternich... Bismarck
Muy de veras sentimos la muerte de Dollfuss, como dignísimo canciller de la noble nación austríaca. Doblemente la sentimos por haberla empapado en sangre la garra de la tragedia. Pero aún la sentimos más porque, perteneciendo a la gran familia católica, era nuestro, era de todos los católicos del mundo, y en muchos órdenes estímulo y dechado para todos.
Entre los políticos más célebres que ha visto desfilar Europa por los gobiernos de sus naciones, desde más de una centuria para acá, Dollíuss es el más sano de espíritu, de corazón y de cabeza.
No sin razón lo comparan con Metternich... Metternich, simpático en Inglaterra, en Francia y en Italia por sus talentos diplomáticos, tuvo especial atención para la política de Francia, porque así convenía entonces a la seguridad del pueblo austríaco. Dollfuss, simpático por sus diplomáticos talentos en Londres, en París y en Roma, tenía especial atención para la política italiana, porque así convenía a la independencia de su nación. Metternich va al Congreso de Viena, a la Santa Alianza y a la Cuádruple, no exento de aquel espíritu con que las grandes potencias de entonces colaboraban, a sabiendas o sin saberlo, a la preparación de las catástrofes presentes. Dollfuss va a la Sociedad de Naciones y a Otros acuerdos internacionales con su espíritu siempre independíente y exento de la general corrupción. La empresa de Metternich era menos ardua que la de Dollfuss; aquélla se limitaba a la seguridad, y ésta se extendía a la independencia de Austria; pero una independencia que requiere el rompimiento de las cadenas internacionales y nacionales que echó sobre Austria la catástrofe de la guerra del 14. Esta independencia, esta libertad, en que heroicamente trabajaba Dollfuss de día y de noche, fuera y dentro de las fronteras, él la informaba con el espíritu tradicional católico, replegándose hábilmente a la tradición. Finalmente Metternich, al cabo de sus esfuerzos por servir a su patria, fue blanco de las iras del populacho liberal —los terroristas de su tiempo—, de cuyas garras escapó milagrosamente. Dollfuss sucumbe... No sin razón, pues, se compara con Metternich; pero en muchas cosas Dollfuss supera a Metternich.
Como supera a Bismarck en muchas cosas. Porque Bismarck, promoviendo la guerra al Pontificado absurdamente, y buscando, más absurdamente, la unidad religiosa en el protestantismo, y por ello desencadenando el Kulturcampf, mientras incurría en errores políticos tales que se reputan como causa principalísima de infinitos horrores, por no darse cuenta de que ya en su tiempo la política se transformaba de europea en universal, es el canciller de hierro; pero es también canciller de barro en orden a la civilización general, al lado de Dollfuss, que sabe lo que es el Pontificado, y sabe que no hay unidad religiosa sino en el catolicismo, y busca en el catolicismo el espíritu de la personalidad perdida del pueblo austríaco para restablecerla. Canciller de oro.
Y esa cuadrilla de asesinos que rufianescamente lo asesinan ¿son nazis? ¿Qué garantías de orden ofrecen esos nazis?... Véase cómo, replegándose al racismo, para dar en la pura raza, en lo que se da es en la barbarie de la pura raza. ¿Qué dictadura no está justificada contra estos bandoleros y contra los otros también?
Nuevamente suplicamos a nuestros lectores algún sufragio por el alma de Dollfuss, que pasó de este mundo (creemos que confortada con los auxilios espirituales, aunque dicen que sus asesinos impidieron los auxilios del médico y los del sacerdote) aureolada de martirio; porque no será ajeno a la trama de su asesinato su patriotismo católico, su tradicionalismo austríaco.
FABIO
El Siglo Futuro, 27 de julio de 1934