domingo, 28 de julio de 2019

Contra el “separatismo” de la laicidad (enseñanzas de D. Gabino Tejado acerca de la separación de la Iglesia y el Estado)

«Unión, pues, sin confusión; distinción sin separación»: tal es, en efecto, la fórmula compendiosa de la tesis que los católicos profesamos acerca de mutuas relaciones entre la Iglesia y el Estado; porque tal es, en efecto, la teoría que , junto con el principio de subordinación del Estado a la Iglesia en todo lo relativo a fe, costumbres y disciplina, nos enseñan la doctrina y la historia de nuestra santa madre y maestra infalible.

Nota y condición del orden, en esta materia como en todas, es que, guardada la debida relación y proporción entre los medios y los fines, ni se confunda lo que por naturaleza es distinto, ni se separe lo que está unido por naturaleza. Por error algunas veces, por malicia las más, desde el principio mismo de la Iglesia, están surgiendo contra ella en el orbe dos especies de adversarios, respectivamente dados a negar, de palabra y de obra, una de aquellas dos condiciones indispensables al libre ejercicio de su divina autoridad; y constantemente el procedimiento de esta deplorable tarea se ha fundado en una miserable tergiversación de palabras, que ha servido de pasaporte a una correspondiente perversión de ideas y conculcación de derechos.

Una España llena de mezquitas,
sueño de los liberales españoles desde el
siglo XIX, que exigía la previa separación
de la Iglesia y el Estado.
En efecto, del principio de unión entre las dos potestades, el cesarismo ha sacado la teoría y la práctica de confundirlas adjudicando al soberano civil los incomunicables derechos y las privativas atribuciones de la Iglesia; mientras, por opuesto lado, el Liberalismo ha sacado del principio de la distinción entre las mismas potestades la conclusión absurdísima de que deben coexistir totalmente separadas. A la teoría, y al sistema político-religioso que tiene por base esta conclusión, llamo yo Separatismo.

Los principios de este sistema son tan falsos como contradictoria es su última consecuencia, pues inevitablemente, más pronto o más tarde, según lo induce la razón y lo demuestra la historia, toda separación entre las dos potestades se termina en confusión, por el mismo procedimiento lógico que el liberalismo se termina inevitablemente, más pronto o más tarde, en cesarismo.

Mirado, efectivamente, en razón a sus principios, el separatismo no es menos opuesto á la naturaleza de la Iglesia que a la naturaleza del Estado, como lo es, y porque lo es a la naturaleza del hombre, y por consiguiente a la naturaleza de la sociedad. A la naturaleza del hombre es, en efecto, contrario que de cualquier modo se rompa la armonía entre la ley moral y los actos humanos, internos y externos, individuales o colectivos. Pero la ley moral es una palabra vacía de sentido en cuanto se deje de considerar al hombre como criatura, y por tanto dependiente de su Creador, que es el principio y el término de aquella ley; suponerle, pues, separado de la religion, equivale a romper ese su vínculo de dependencia, y por consiguiente a ponerle fuera de las condiciones naturales de su ser moral.—En cuanto criatura, el hombre es ser esencialmente limitado, y además, por el reato de la culpa original, es adventiciamente ser imperfecto: en cuanto ser limitado como criatura, y criatura inteligente y libre, debe por naturaleza sumisión explícita y constante a la voluntad de su creador, y por consiguiente, a todas las leyes que le ha dictado, o sea a todos los límites que le ha impuesto: truncar, pues, el vínculo de esa sumisión, es contradecir a las leyes de su naturaleza limitada. En cuanto ser adventiciamente imperfecto por el reato de la culpa original, ha menester el sobrenatural auxilio que tiene cabalmente por objeto reintegrar su naturaleza; y como quiera que sólo en la Iglesia y por la Iglesia católica pueda recibir ese auxilio, separarle de la Iglesia, equivale a impedirle que su naturaleza sea reintegrada.

Entre las leyes puestas por Dios al hombre, está la ineludible que le constituye en sociedad. Pero la sociedad no es otra cosa sino el hombre mismo, en cuanto se le considera como parte integrante de una muchedumbre ligada con vínculo de recíprocos derechos y deberes. Este vínculo cabalmente es el que hace de la sociedad un ser moral, sujeto por consiguiente a leyes morales, y en este concepto, unido naturalmente a Dios por el necesario vinculo de dependencia que con el legislador liga al sujeto y al objeto de la ley. Separar, pues, de la sociedad a Dios, equivale a romper ese vínculo, y por consiguiente a poner al compuesto social fuera de sus condiciones naturales.

Lo que el separatismo tiene de contrario a la naturaleza de la sociedad, eso mismo tiene a la naturaleza del Estado, que no es otra cosa sino la sociedad misma en cuanto se la considera constituida políticamente, o sea según el modo, indefinidamente vario, con que en cada tiempo y lugar estén determinadas las relaciones absolutamente necesarias entre la muchedumbre, materia ordenable, y la autoridad, principio ordenante del compuesto social. Sin duda en el establecimiento y proceso de esas relaciones hay algo contingente, y por tanto variable, que pertenece a la jurisdicción propia de la libertad humana, como en general le pertenece la elección de los medios varios y contingentes adecuados a los fines necesarios de la humana vida; pero hay también algo invariable, y lo son cabalmente estos fines, cuya necesidad misma constituye los limites naturales de aquella libertad. La suma de estos limites constituye el código absolutamente fundamental y eternamente invariable de todo Estado, como de toda sociedad, como de todo acto humano; y aun por esto la Política no es sino una de las partes de la ley moral, que abraza al hombre todo entero, es decir, en todas sus condiciones y relaciones. Separar, pues, al Estado de esta ley moral, es contradecir á su naturaleza propia; y evidentemente se le separa de esa ley cuando se le separa de Dios, que es principio y término de ella; y evidentemente se le separa de Dios cuando se le separa de la Religión, que es el vinculo del orden humano con el orden divino. Es así que en punto a religión, ni hay ni puede haber sino una sola verdadera, que no es otra sino la Iglesia de Jesucristo: luego el separatismo tiene de repugnante a la naturaleza del Estado, lo que a la naturaleza del hombre tiene de repugnante el separarle de la ley moral, y lo que a la ley moral tiene de repugnante el separarla de Dios, principio absolutamente primero, y término absolutamente final de ella.

¿Necesitaré decir ahora lo que el separatismo tiene de repugnante a la naturaleza de la Iglesia? ¿de la Iglesia, erigida por Dios, no ya sólo en custodio e intérprete de la ley moral, sino en tribunal perpetuo encargado de aplicarla a los hombres, y judicatura tan excelsamente suprema que lo que ella atare y desatare en la tierra, ha de ser atado o desatado en el cielo? La potestad, no sólo de enseñar, sino de obrar todo lo necesario para la salvación de los hombres, fue conferida por Jesucristo Dios á la Iglesia para que la ejerciese sobre el hombre todo entero, es decir, no sólo sobre el individuo, sino sobre todas las relaciones y condiciones de la vida humana. En efecto, el Dios fundador de la Iglesia, no impera únicamente sobre el hombre considerado como elemento constitutivo de toda sociedad, sino también sobre toda sociedad constituida por ese elemento. Dios es Dios, no sólo del individuo, sino de la familia, y del Estado, y de las naciones, y de las razas, porque es el supremo autor, conservador, redentor, salvador y juez de todo el humano linaje: por consiguiente, la Iglesia, investida por Jesucristo Dios de toda la potestad que al mismo Jesucristo fue dada así en la tierra como en el cielo (a); la Iglesia, enviada a los hombres por Jesucristo como Jesucristo lo fue por Dios Padre (b), posee divina potestad, no sólo sobre el individuo, sino también sobre la familia, sobre los Estados, sobre las naciones y sobre las razas, porque la posee sobre todo el género humano. La universalidad de esta misión tan augusta constituye la naturaleza de la Iglesia, que por eso cabalmente se llama y es CATÓLICA, es decir, UNIVERSAL: por virtud de esa misión, el Estado es tan súbdito de la Iglesia como lo es toda especie y todo grado de sociedad, como lo es la familia, como lo es el individuo. Por consiguiente, separar de la Iglesia el Estado, es tan repugnante a la naturaleza de la Iglesia como repugnante es a la naturaleza de toda autoridad separar de ella la muchedumbre respecto de la cual es principio ordenante; como lo es a la naturaleza de todo derecho, separar de él la materia sobre que se ejerce.

Como quiera, pues, que el Estado se separe de la Iglesia, queda por ende violado el fundamental principio del orden moral, consistente en el necesario vinculo que liga con Dios al hombre.

(a) Data est mihi omnis potestas in coelo et in terra. (Matth., XXVIII, 18.)
(b) Sicut misit me Pater, et ego mitto vos. (Joan. XX, 21.)


Gabino Tejado: El catolicismo liberal (1875), pp. 315-319

jueves, 11 de julio de 2019

Los conceptos de nación y de Estado en el pensamiento de Juan Vázquez de Mella

Discurso de Juan Vázquez de Mella en Santander (16/9/1916)

«El Carlismo no quiere destruir el Estado, sino reconstruir la sociedad, que es cosa distinta». Eso afirmó en 1971 el Centro de Estudios Históricos y Políticos General Zumalacárregui, dirigido por el profesor Francisco Elías de Tejada, en su obra más señera, ¿Qué es el Carlismo?. (1)

Con esta conclusión, la citada obra —que vio la luz en un momento de confusión en el campo de la Tradición a causa del Vaticano II y las innovaciones/traiciones doctrinales de la camarilla de Carlos Hugo— no hacía sino recoger el principio regionalista de autarquía de Juan Vázquez de Mella. Sin embargo, en el terreno económico Mella era favorable a un Estado intervencionista. Eso manifestó la Junta del Homenaje a Mella en 1928, con las siguientes palabras:

Cuando todos los partidos estaban sumergidos en la charca del individualismo económico, él, con recia voz, defendía el intervencionalismo del Estado, que ya no hay quien se atreva a rechazar, e insertaba en el programa de su partido las normas directrices de la Encíclica Rerum Novarum, faro para no estrellarse en los rompientes del intervencionalismo socialista. (2)

En relación al concepto de nación, tan ligado al de Estado, Vázquez de Mella decía que lo que constituye una nación es la unidad de creencias, y que solo existe una nación cuando se revela por una historia común y a la vez independiente de otras historias. (3) Por eso, el tribuno asturiano concluía que España es una nación y que, por ejemplo, Cataluña, a pesar de su acentuada personalidad, no lo es. (4) Para Mella, el Estado es cosa diferente, pues donde quiera que haya una soberanía política independiente, existe un Estado, pero no necesariamente ha de constituir una nación. (5) Desde los Reyes Católicos se afirmaría en nuestra patria el principio de la unidad del Estado, bien distinto, según Mella, del de la llamada «unidad constitucional». Principio éste que, por implicar una concentración de poder uniforme para todas las regiones, es opuesto al verdadero regionalismo, el cual, afirmando la unidad política, no admite la uniformidad legislativa. (6)

Acerca de los conceptos de nación y Estado, tan susceptibles a discusión y debate, el Verbo de la Tradición nos legó las siguientes líneas, que consideramos de gran interés:

El concepto de nación
Una nación no es una raza; las grandes razas abarcan continentes enteros, y las subrazas no están puras en ninguna parte, porque se ha mezclado la sangre de todas. No coinciden la lengua y la raza, según todos los filólogos modernos, y por los labios de una raza pueden pasar varias lenguas. No la constituyen los límites naturales, porque los ríos y las cordilleras pueden ser el marco, pero no son el cuadro. ¿Qué es lo que constituye una nación? Yo podría sobre esto disertar largamente, porque, aunque no terminado, tengo sobre ello escrito un libro; mas no quiero abrumaros con todas las doctrinas que hay sobre este punto; como aparte de las representaciones abstractas están siempre los hechos concretos, yo, acerca de esos hechos, he de reclamar vuestra atención y he de formular brevemente el concepto de la nación tal como yo lo entiendo, porque es base de este debate y de él nacen las diferencias que separan de los regionalistas de la Liga a los que afirmamos el principio de la unidad nacional. Este es el punto culminante.

¿Qué es la nación? ¿Cuáles son las relaciones de la región, del Estado y de la nación? ¿Cuáles son las tres nociones fundamentales? Hay dos maneras de tratar el concepto de nación: una abstracta, prescindiendo de los hechos, aunque descienda después a ellos; y otra la que se basa en los hechos concretos y visibles que son objeto de observación; y a ésa sí he de referirme, pues a esos hechos habrá que darles un nombre, y yo no discuto sobre los nombres, pero es fácil ponerse de acuerdo sobre ellos cuando los entendimientos, por la observación y la comparación, están de acuerdo acerca de los hechos. Yo entiendo, señores, que la nación, que no es ni la raza ni la lengua, ni la combinación de estos factores, aunque puede ser resultado de ellos, implica dos cosas: un principio que pudiéramos llamar psicológico, interno, y una nota externa, visible a todos, y que aparece de tal manera ante los ojos del observador no cegado por la pasión, que pronto puede ver por esa nota externa cuál es una nación y cuál no lo es. Hay un principio psicológico interno. La nación tiene, como los individuos, aunque en sentido diferente, un alma, un espíritu nacional. Donde no hay ese espíritu, no hay nación. ¿Cómo se forma? Es largo de explicar. Hay un fondo de ideas, de sentimientos, de aspiraciones fundamentales y de tradiciones que constituyen una nación y que se manifiestan en la nota de un carácter común que no excluye, antes bien los supone, variedad de caracteres subordinados. Cuando eso no existe, podrá haber la apariencia o el nombre de tal, pero no existe en realidad la nación. Aun aquellos que neguéis el principio religioso, aun aquellos que aborrezcáis la síntesis cristiana que ha cambiado la faz del mundo y dividido la Historia en dos hemisferios, no podréis negar esto: que allá, al otro lado del Calvario y de la Cruz, ha habido Estados, y congregaciones y federaciones de Estados; pero fuera del pueblo hebreo no ha habido ninguna nación, como no estuviese reducida a los límites, bien constreñidos, de la ciudad antigua.

Es necesario que en los comienzos, en el origen, por lo menos, haya una creencia común que funda los espíritus en un cierto decálogo y en un cierto símbolo, que impere sobre los entendimientos y sobre las voluntades y establezca una comunión espiritual que los congregue para que marchen unidos por la Historia. Pudiera suceder que esa unidad de creencias primitivas se hubiese mermado o se hubiese extinguido; pero no importa, que ella seguiría obrando por sus efectos trocados en causas, a semejanza de las estrellas de que hablan los astrónomos, que están moribundas o han muerto, y la luz que emitieron todavía llega a nuestras pupilas. Esa unidad de creencias aparece en los comienzos, en los orígenes, fundiendo las almas. Después, las combinaciones de las razas y las lenguas, el territorio y el tiempo llegan a constituir la nación cuando hay un carácter común general, que, por ser común y general, supone una variedad de caracteres, por encima de los cuales está el sello espiritual que a todos los distingue. Cuando además se revela por una historia general, por una historia común y a la vez independiente de otras historias, que es su nota externa, entonces la nación existe; cuando no hay esos caracteres, no existe la nación. 
Definición del Estado
El Estado es una cosa diferente. Una colección de emigrantes de diferentes creencias, de razas distintas, puede llegar un día en un buque náufrago a estrellarse en la costa de una isla desierta e inhospitalaria y erigir un Poder público e independiente, constituir un Estado; dondequiera que haya una soberanía política independiente existe un Estado, pero no constituirá una nación. Un Estado se puede constituir en una batalla, sobre una espada vencedora, cuando una provincia se destaca, o una colonia se emancipa; pero una nación, no; una nación no se improvisa. 
Es necesario en el cauce de la Historia que gentes, que pueden proceder de fuentes diversas, marchen juntas, y sólo después de haber filtrado su vida común al través de los siglos pueden adquirir las notas de un todo sucesivo e independiente. Fijaos bien en una nación cualquiera de las que así se llaman en la Europa moderna, y observaréis que su historia tiene trazos de conjunto general que constituyen una unidad, y que esa unidad puede subsistir, aun cuando se rompan los lazos que las unen, con influencias recibidas de otras naciones. 
España, por ejemplo, ha tenido influencias evidentes de Francia sobre nuestro territorio; de Inglaterra, de Italia, de todos los que han estado más próximos a ella. Francia influyó sobre nosotros en la Edad Media, hasta con la importancia que tuviera aquí el elemento cluniacense que alteró nuestra disciplina; con la ayuda, aunque momentánea, fugaz, que prestó a nuestra Reconquista, y por la que tuvo, ya en la plenitud de su poderío, en el siglo XVII; pero nosotros también hemos influído sobre Francia en las horas de nuestra grandeza, no sólo cuando Francisco I venía a Madrid y Farnesio iba a París, sino cuando nuestros oradores sagrados y nuestros místicos influían en los suyos, como lo revelan las famosas discusiones de Fenelón y Bossuet. Nosotros hemos influido sobre Inglaterra, tanto acaso, en los siglos de nuestra grandeza, como ella influyó sobre nuestros destinos; nosotros hemos recibido la influencia de Italia, que llegó a ejercer la soberanía sobre nuestro arte, que recibe a través de ella la influencia clásica, que después se asimila nuestro espíritu hasta señalarla con caracteres de originalidad nativa española; pero nosotros hemos ejercido durante más de tres siglos el dominio sobre el mediodía de Italia, y un siglo entero sobre el Milanesado; y nuestra influencia fué tal que durante algún tiempo parecía feudo nuestro; y si ella nos comunicó algo del espíritu del Renacimiento, nosotros le hemos comunicado el nuestro que moderaba la reacción pagana con la fuerza que desplegamos en el siglo XVI. 
Y suprimid la influencia que ejerció Alemania, como hoy está demostrado contra lo que se creía recientemente, en los orígenes de nuestras gestas y de nuestra épica, y veréis que nosotros, con nuestro teatro, que influyó en el suyo, y con la acción de nuestra política y de nuestros Tercios, hemos compensado la influencia que ella ejerció. De modo que Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, han ejercido influencia sobre nosotros; pero, cercenada esa influencia y puesta en la balanza la que nosotros ejercimos sobre ellas, no se puede por menos de afirmar la existencia de ese todo que se llama España. 
Pero ¿sucede eso con las regiones de España, aun aquellas que tienen más acentuada su personalidad? No. Pocas tienen tanta como Cataluña; pero Cataluña, aunque os asombre y esto contradiga vuestros principios, no es nación. No es nación, porque no tiene todos aquellos caracteres de historia común, general e independiente y externa que se necesitan para serlo. 
La unidad de la Patria 
Yo no concibo la historia de Cataluña, sin la historia de Aragón; no concibo la historia de Aragón, sin la historia de Navarra; no concibo las dos, sin la historia de Castilla. Todas las naciones están separadas y aisladas, pero en el conjunto compensan la influencia recíproca de todas las demás naciones. No sucede esto con ninguna región de España; todas ellas juntas forman una personalidad histórica con caracteres admirables, profundamente vigorosa. (7)


Notas:

(1) Centro de Estudios Históricos y Políticos General Zumalacárregui, ¿Qué es el Carlismo?, Madrid, 1971 (edición digital), p. 81
(2) Obras completas de Juan Vázquez de Mella, tomo I, Madrid, 1928. Prólogo, p. XIII
(3) Obras completas de Juan Vázquez de Mella, tomo X, Madrid, 1932, p. 299.
(4) Ibid.: p. 303.
(5) Ibid.: p. 300.
(6) Obras completas de Juan Vázquez de Mella, tomo VII, Madrid, 1932, pp. 210-211.
(7) Obras completas de Juan Vázquez de Mella, tomo X, Madrid, 1932, pp. 296-303.

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