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miércoles, 26 de febrero de 2014

LXXXVI aniversario de Juan Vázquez de Mella

Reproducimos hoy el siguiente artículo de Azorín, aparecido en ABC en 1952, con motivo del aniversario del Verbo de la Tradición:

MELLA

Fui amigo de don Juan Vázquez de Mella y Fanjul. Se le llamaba, corrientemente, Mella; alguna vez, Vázquez Mella. Era un hombre más bien bajo que alto, recio, fornido, de ancha caja torácica, fuertes las manos; la barba, roja, en punta; claros y reidores los ojos.

Era naturalmente jovial; gustaba de las chanzas –de las malicias– bondadosas. El cuello corto en la base ancha le daba cierto aspecto imponente; el respeto se matizaba –ante él, en su interlocutor– con una sonrisa.

Los ciervistas, en el Congreso, nos sentábamos en el centro, debajo del reloj; cerca estaba don Ramón Nocedal, representante del “integrismo”, diputado por Pamplona; un poco más allá, la minoría carlista, con Barrio y Mier, con Mella, Don Juan de La Cierva –querido e inolvidable mentor político– y don Juan Vázquez de Mella se profesaban sincero afecto, mutua admiración.


Por incumbencias del periodismo, por amistad, visité varias veces a Mella; le vi primero –que yo recuerde– en la calle de la Cruz, número 42; extrañaba yo que un hombre como Mella, que trabajaba reciamente, pudiera vivir en callejita penumbrosa por lo angosta y atronada siempre por el paso de los coches.

Vi luego a Mella en el paseo del Prado, 18, donde murió. Tenía Mella su tertulia en el salón de conferencias del Congreso, en su casa, en algún café; en el Congreso, de cuando en cuando, se acercaba a otra tertulia que teníamos varios amigos y que se titulaba de las Cornejas: malagorábamos siempre, como siniestras cornejas, descalabros y perturbaciones políticos.

Descollaba en la tertulia de Mella Rafael Comenge, alto, hercúleo, jovial en todo momento. Había nacido en Alberique, Valencia; recordaba a menudo a su pueblo con cariñosas palabras; desempeñó, con valor cívico en tiempos de revuelta, un alto cargo en Filipinas; fue diputado y notable periodista: buen amigo.   

En la noche, acabada la tertulia, acompañaban todos a Mella hasta su casa, paseando, disertando Mella; el cual no quería despedirse de sus acompañantes; volvía con ellos a desandar lo andado; todos, en fin –siempre escuchando, embelesados, a Mella–, tornaban, como en un rito, como en una ceremonia solemne, a emprender el mismo camino y dejar, al cabo, en su casa a Mella.

Cuando Mella vivía en el Prado, solía subir hacia la Cibeles, lentamente, con su bastón; el bastón lo usaban todos los políticos; todo el mundo usaba bastón. Ahora veo que lo usan oficiales y jefes en el Ejército norteamericano, en el Ejército inglés.

Solía Mella detenerse en un puestecito de libros que había en el Prado, frente a la calle de Los Madrazo; allí le encontraba yo muchas veces. Mella, al verme, daba unos golpecitos en el suelo con el bastón y preguntaba: “¿Qué dice el señor Azorín?” Ya es sabido que Mella definía así mi estilo: “Donde otros ponen coma, Azorín pone punto.” Tenía Mella el gusto por la Historia; le apasionaba la Historia. En la conversación familiar, su palabra se deslizaba fácil, irreprochable; al hablar con él, surgía en seguida la Historia; comenzaba y no se detenía. Presenciábamos sus amigos un desfile mágico, sorprendente, de personajes antiguos, de episodios pretéritos, de escenas remotas, todo con sus fechas exactas, con pormenores pintorescos.

Su oratoria era como su conversación: tan fácil, tan correcta. En su oratoria, naturalmente, subía, iba subiendo poco a poco el tono; llegaba, en fin, a lo inspirado, a lo profético, a lo apocalíptico. Levantaba los brazos; miraba fulminador; rugía su voz. Cuando acababa, era el león que se desploma, jadeante. Vi muchas veces que el cuello duro de la camisa lo tenía blando, arrugado, empapado en sudor. He dicho antes “profético”: las profecías políticas de Mella se han solido confirmar de un modo increíble.

Elegido académico, demoraba su entrada en la Academia; siendo director don Antonio Maura, se hizo una intimación afectuosa a ciertos recalcitrantes; Mella contestó que iba a redactar inmediatamente su discurso de entrada.
“Verán ustedes –nos decía a los amigos–: voy a decir esto.”
Y se estaba media hora hablando. Como se repitiese la escena, Comenge le dijo sonriendo:
“¡Pero, don Juan, que venga un taquígrafo que recoja esto que está usted diciendo, y el discurso está hecho!”
Era Mella desprendido: pudo ser mucho y no fue nada. Vivía independiente. Lo circunstancial se convertía en él en lo definitivo; en cierta ocasión, nos anunció que se marchaba a Galicia por unos días y se estancó allí meses. Había en Mella un fondo de nostalgia por algo que no se ha visto; este hombre tan jovial, tan campechano, tenía en lo hondo una perspectiva lejana de melancolía: era la melancolía dulce seductora, insinuante, de los paisajes de su tierra nativa.

AZORÍN

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