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jueves, 26 de noviembre de 2015

El ideal caballeresco medieval y la Reina Isabel la Católica

EL IDEAL CABALLERESCO MEDIEVAL Y LA REINA ISABEL LA CATÓLICA
POR
RAFAEL JOSÉ R. DE ESPONA (*)

Presentación

Se trata en este texto sobre uno de los aspectos que he considerado no suficientemente estudiado en el conjunto de las numerosas publicaciones y conferencias que han tenido lugar sobre la figura de la Reina Católica (Madrigal de las Altas Torres 22-4-1451, Medina del Campo 26-11-1504), a propósito de la causa de canonización y del advenimiento de la conmemoración del 5.° centenario de su muerte, que se cumplirá en el próximo año 2004. Dicho proceso comenzó el 26-11-1971 (tras 14 años de investigación histórica) aprobándose por la Sagrada Congregación de las Causas de los Santos el 6-12-1990, y encontrándose actualmente el proceso de la ya declarada Sierva de Dios (1974) en Roma.

Isabel la Católica, reina de Castilla y de León

Introducción

El objeto de esta exposición versa sobre la relación existente entre el ideal caballeresco de la Edad Media y la personalidad de la Reina Católica, aspecto que creo fundamental para percibir en toda su dimensión la figura de la Reina como personaje del siglo XV: el ideal caballeresco va a influir en el carisma santificante propio de la Reina. Las fuentes principales para documentarnos sobre la Reina se encuentran recogidas en la positio histórica de la causa, donde se han aclarado definitivamente los interrogantes planteados sobre la biografía de la Reina: el derecho sucesorio -verificado en la Concordia de Guisando de 1468 y las confirmaciones pontificias-, la legitimidad matrimonial -gracias a la dispensa secreta del nuncio Veneris y a la Bula subsanatoria del 1-12-1471 del Papa Sixto IV (V. Rodríguez Valencia y L. Suárez Fernández)- y la expulsión de 1492, además de la estrictamente canónica cuestión de la fama de santidad. Estudioso especialista de la Reina Católica y figura clave en la Causa es el Dr. D. Vidal González Sánchez, a cuya erudición y generosidad científica manifiesto mi gratitud; tanto en su tesis doctoral sobre la Política Integradora de los Reyes Católicos en la reconquista de Málaga, como en su obra analítica sobre la fama de santidad de la Reina y en su estudio sobre el Testamento de Doña Isabel, el Dr. V. González demuestra un profundo conocimiento histórico, sobre el cual puedo cimentar mi exposición.

Para adentrarnos en la tesis que voy a presentar, anticipadamente quiero hacer una interpelación para despojar todo análisis de dos errores metodológicos frecuentes en la doctrina actual: anacronismo e historicismo analíticos. En virtud del anacronismo, es imposible comprender sin desvirtuarlas las motivaciones y conductas de individuos que vivieron en otro tiempo, con una mentalidad radicalmente diferente a la actual; desde el historicismo, no cabe conciliar ciertos carismas santificantes que han brotado en distintas épocas, lo cual no se ajusta a la inmutabilidad de la doctrina eclesiástica.

El Ideal caballeresco medieval en la España del siglo XV

En la sociedad española de finales del siglo XV la caballería sigue siendo el arma fundamental de la guerra, así como la emblemática ocupación de la Nobleza y el principal cauce de ennoblecimiento de quienes, siendo plebeyos, por sus rentas han podido adquirir armas y caballo al servicio de los monarcas (como los caballeros «pardos» y «cuantiosos»). Hablamos del bajomedievo, en el cual -fruto del proceso cristianizador altomedieval de la doctrina de la guerra- nos encontramos una caballería plenamente cristianizada, con instituciones como «tregua de Dios» sólidamente asentadas. En la España del siglo XV, son frecuentes torneos y justas, vistosos espectáculos aristocráticos que contribuyen a mantener vivos toda la iconografía y el código de honor que inspiran el universo caballeresco. La realidad política -ultimándose en proceso reconquistador multisecular y afianzándose la expansión internacional del Reino, tanto por el mar Mediterráneo como por el océano Atlántico- y social -con un estamento nobiliario sólido y realmente dirigente, capaz de asimilar las nuevas élites ciudadanas (como el caso de los Ciudadanos Honrados Catalanes, equiparados hasta la identificación con los Caballeros del Principado) y rurales (como el caso de los labradores hacendados andaluces, accediendo a la caballería por vía de «cuantía»)- propicia la permanente exaltación del ideal caballeresco, como garante del orden y del bien común en la sociedad temporal del siglo: a la «potestas» bélica del caballero se le une la «auctorítas» que emana del honor que rige sus actos, el cual se legitima plenamente al someterse a la doctrina de la Fe, siendo cauce de realización de la Justicia. Todo el pueblo siente participar de la gloria caballeresca al consumarse la Reconquista con la toma de Granada (1492), haciendo a su vez frente al temible sarraceno que acababa de posesionarse del Imperio de Bizancio (1453). El descubrimiento de las Indias (1492) añade nuevas ansias de acometer gestas y alcanzar el honor. Estas grandes campañas, dirigidas desde la Nobleza, implican a toda la sociedad y promocionan colectivamente a capas mesocráticas, e incluso a humildes aguerridos: la osmosis caballeresca es total, actuando como referente social y motor de la conciencia nacional desde la aristocracia al estado llano. Cuando estos procesos geopolíticos se subordinan a la Fe del Reino identificándose como empresas apostólicas, surge entonces un acusado clima de providencialismo y un ambiente general de llamada las gestas, y a través de ellas el ascenso hacia la gloria. La beligerancia frente al turco renueva el compromiso de Cruzada, y las noticias que llegan de América evocan tierras exóticas por descubrir, cuyos pueblos indígenas deben ser atraídos a la Iglesia para la salvación de sus almas. Si Huizinga habló de un otoño del medioevo en el siglo XV, por entonces llegaba a España una nueva primavera el ideal caballeresco, proclamando Hernando del Pulgar (secretario de los Reyes Católicos) que España daba entonces el mayor número de caballeros andantes de Europa, Como ha señalado Jean Flori, la subordinación de la caballería a la Fe revela el proceso de tránsito del caballero mundano al caballero cruzado; las genuinas órdenes religiosas de caballería españolas -cuyo maestrazgo asumirá el Rey Católico- Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa se encuentran plenamente activas, mientras que los sepulcristas, teuotónicos y hospitalarios se mantenían en errante desarraigo desde hacía dos siglos. El espíritu caballeresco español del siglo xv tiene presente el «Elogio a la nueva caballería» de San Bernardo de Claraval en un renacer del entusiasmo cruzado altomedieval, el cual había pervivido en los reinos peninsulares durante los siglos xin y xiv; así, Fray Gonzalo de Arredondo escribe su «Castillo Inexpugnable de la Fe» exhortando a la reconquista de Tierra Santa.

En la literatura, Pascual de Gayangos ha resaltado el movimiento español literario de caballerías del siglo XV, el cual «parece haberse sentido más tarde que en ningún otro pueblo de Europa». Debe resaltarse que nuestro género de caballerías pone la fantasía como estímulo a la vida real, mientras que en Europa estos libros servían de refugio a la irrealización de hazañas caballerescas reales: el Santo Gríal está en Europa, no en Tierra Santa; en dicho sentido, afirma P. de Gayangos que «el espíritu caballeresco, ya decadente en los demás reinos de Europa, estaba en nuestra sociedad -a finales del siglo XV- más floreciente y vigoroso que nunca». De tal manera se produce este apogeo que la literatura española caballeresca crea el III ciclo literario caballeresco denominado «greco-asiático», con reminiscencias constantes al Imperio Bizantino y a las coordenadas y vectores que apuntan a Tierra Santa; serán los afamados caballeros andantes Lisuarte, Reymundo, Amadís, Belianís, Clarindo y Rugel de Grecia, Febo el Troyano, Lidamante de Armenia, Felixmarte de Hircania, Florisel de Niquea o Valeriano de Hungría, los que con sus hazañas «ganarán honra» en la ruta que otrora recorrieron los cruzados hacia el Santo Sepulcro. Como acertadamente ha resaltado Juan Bautista de Avalle-Arce, el «Amadís de Gaula» de Garci Rodríguez de Montalvo y el Tirante el Blanco, no casualmente son contemporáneos a los Reyes Católicos. Creemos poder afirmar que la continua incidencia sobre la temática greco-asiática manifiesta un anhelo subyacente por retomar el afán altomedieval por Tierra Santa y materializarlo: el lector de caballerías español del siglo XV no se consuela estérilmente como el europeo, sino que alimenta la ebullición espiritual auténtica de un reino que siente la llamada a la Cruzada; como se lee en la dedicatoria del autor del Palmerín de Inglaterra a D. Alonso Carrillo, son necesarias este tipo de lecturas «para traer los ánimos a las armas y ejercicio de ellas, conmoviendo los ánimos varoniles a semejantes cosas hacer que los antiguos hicieron». Por si fuera poco este clima próximo a la apoteosis, el descubrimiento del Nuevo Mundo va a hacer realidad todas las tópicas ensoñaciones literarias de los libros de caballerías sobre tesoros fabulosos, bestias feroces, regiones inmensas por conquistar y pueblos desconocidos. En un proceso de retroalimentación, literatura y realidad se entrecruzan.

En suma, cuando Europa abandonaba el ideal caballeresco medieval al tiempo que cedía en su teocentrismo, España vive un apogeo caballeresco en su pleno sentido medieval: el arquetipo del caballero cristiano como figura clave en la estructura de la Civilización Cristiana feudal. La Reina D.ª Isabel nació y se crió en este ambiente, y desde muy joven se vio inmersa en la óptica de gobierno que la introdujo en la vida política, encontrándose pendiente la conclusión de la Reconquista: las gestas legendarias se presentaban cara a cara con las hazañas pendientes de llevar a cabo. Al igual que Sta. Teresa de Ávila leyó en su infancia libros de caballerías, los cuales pidió San Ignacio para acompañar su convalecencia, resulta indudable que la Reina Católica conoció esta literatura. De la biografía regia se desprende claramente que el realismo que caracterizó a su conducta tanto privada como pública en el plano gubernativo, de lo que se colige que la heroicidad y ambición de las empresas promovidas por la Reina correspondían a un plan de gobierno estratégicamente trazado, desde la íntima asunción de los deberes espirituales a los que había de responder la política temporal. En su reinado hay ideales pero no fantasías, y esos ideales derivan de la Fe que eleva al caballero a la categoría de cruzado.

La personalidad déla Reina Católica y las empresas apostólicas

En la Reina Doña Isabel confluyen -como reina de la reunida España- diversos cetros de sus monarquías, los cuales predominan en distintas etapas de su vida:

1. Como Reina de Jerusalén: Por su matrimonio (18-12-1469) con don Fernando de Aragón, recién casada doña Isabel será su primer título de soberanía el de Reina de Sicilia, lo cual llevaba aparejado el trono latino de Jerusalén. Desde este momento y hasta el final de sus días, la recuperación de Tierra Santa para la Cristiandad fue su meta, ya que como reina nominal jerosolomitana le correspondía la responsabilidad de organizar una nueva cruzada. A los 18 años era ya Reina de Jerusalén, y a la reconquista del Santo Sepulcro ofreció en todo momento oraciones, devociones y limosnas. Así, como ha explicado el padre García Oro a propósito de la política del Cardenal Cisneros, se planeó cuidadosamente una campaña de expansión mediterránea -fijando bastiones en las plazas norteafricanas- para preparar el terreno a una cruzada definitiva que capitanearía el Príncipe don Juan, su hijo, al tiempo que en el terreno de la diplomacia se enviaba la Legatio Babilónica con Pedro Mártir de Anglería y se concedía una donación perpetua de 1.000 ducados de oro anuales para la Custodia del Santo Sepulcro. El gran proyecto de cruzada, reconocido en los «Diálogos» de Ramírez de Villaescusa, sufrió un duro revés con la pérdida del Príncipe don Juan.

2. Como Reina de Castilla: Con la toma de Granada, la Reina Católica culminó la Reconquista, cruzada permanente durante centurias, cerrando así una etapa en la historia de España; a su vez, ello tenía resonancias europeas, puesto que suponía un freno al Islam, amenazante ante Occidente desde el Imperio Otomano. Así, el Papa Inocencio VIII definió la guerra de Granada como «la causa de Dios». La Reina intervino personalmente en la campaña, arengando a las tropas, inspeccionando las líneas del frente y haciendo su entrada triunfal en la ciudad junto a su esposo el Rey Don Fernando. El fin exitoso de la Reconquista recomponía el mapa peninsular devolviendo la unidad territorial de los tiempos del Reino Hispanogodo de Toledo (a excepción de Portugal, próximo a incorporarse a la reunida Corona Española). Este logro se añadía a la unidad dinástica lograda en la casa de Trastámara y la unidad política conseguida por el matrimonio de los Reyes Católicos; la conciencia nacional común de los pueblos peninsulares desde el origen común en el Reino Hispanogodo cimentada en el proceso de Reconquista progresivo a la vez que se iba recomponiendo la fragmentación política altomedieval, junto a una religión -la Católica- y una tradición jurídica romano-visigoda también comunes, cristalizaba políticamente en una Corona con una única potestad, aunque manteniendo administrativamente instituciones y leyes particulares. Todo este formidable poder reunido en la Corona de España experimentará una fuerza centrífuga, no por una «teoría del espacio vital» sino por empresas apostólicas.

3. Como Reina de América: La primera preocupación de la Reina, descubierto el Nuevo Mundo, fue su evangelización para llevar la Fe e implantar la justicia entre los indios. El plan de gobierno de la Reina para las Indias es plasmado en su Testamento: libres vasallos (son sus protegidos), siendo por ella rescatados los esclavos vendidos por Colón (como demuestra R. Altamira), con hidalguía convalidada, instituciones administrativas, universidades... Las leyes de Indias serán un código legislativo cristiano.

De todo lo expuesto se desprende que el pensamiento político de la Reina se concreta en la Cruzada de Reconquista, el plan de Cruzada a Tierra Santa y la evangelización y civilización de América. La Reina sabía que, una vez lograda la unidad política, territorial y religosa, la Corona de España se convertía en un referente ante las demás naciones como motor potencia de la Cristiandad; para ello, la fortaleza espiritual interior del reino, tanto en sus instituciones como en la sociedad, resultaba imprescindible para sostener proyectos a largo plazo. La confesionalidad plena del reino se entendía como necesaria para liderar la expansión de la Civilización Cristiana. Es llegado este punto donde cabe referirse a la «cuestión judía» relacionada con la Reina Católica.

La cuestión judía está relacionada con el ideal caballeresco medieval en tanto en cuanto el apogeo de este último y su sublimación en el ideal de cruzada incide directa y negativamente en la primera. Ya hemos apuntado que, según la concepción de la confesionalidad estatal medieval de la Reina Católica (que jurídicamente podemos calificar como rígida), todos los súbditos deben ser cristianos. Si esta postura basta como causa del decreto de expulsión de 1492, aún se añaden dos motivaciones más. De un lado, la profecía de la conversión de los judíos antes del fin de los tiempos; a este respecto, si la evangelización del Nuevo Mundo era efectiva y la derrota del Islam al tiempo que se recuperaba Tierra Santa tenía lugar, poco faltaba para creer próximo, una vez llevado el Evangelio a todas las naciones, el día del Juicio. Así pues, había que conminar a los judíos a su conversión (pero sin coacciones, tal como indica la R. C. de 27-1-1500 «que ningún moro por fuerza fuere tornado cristiano»). Por otra parte, a la Reina Católica le llegaban informes constantes, por parte del llamado (por el Prof. Hernández Franco) «partido» Cristiano Viejo, de conspiraciones judías para minar la fortaleza del Reino (así cuatro décadas después de la muerte de doña Isabel, el Cardenal Silíceo escribía al Papa informando del hallazgo de una antigua carta enviada en vísperas de la expulsión de 1492 por los dirigentes de la comunidad hebrea de Constantinopla a sus homólogos de Toledo, diseñando un golpe institucional conspiratorio contra España). Por ello, cabe hablar de un «antisionismo» de la Reina Católica, aunque los hechos demuestran que no existió antisemitismo alguno, pues el regio matrimonio se rodeó de cortesanos de raza hebrea: el confesor de la Reina Fray Hernando de Talavera, su médico Lorenzo Badoc, los secretarios reales Lope de Conchillos y Luis de Santangel y el Inquisidor General Fray Tomás de Torquemada eran de notoria sangre judeoconversa. El establecimiento de la Inquisición tuvo como fin el combatir la herejía y el criptojudaismo, como ha demostrado el Prof. Escudero en refutación a B. Netanyahu, pero al tiempo que promovía la labor del Santo Oficio, la Reina Católica rechazaba los estatutos de limpieza de sangre, que desde mediados del siglo XV se intentaban implantar. La expulsión de los judíos de España fue la última de Europa, tras lo cual el pleno del claustro de la Universidad de París envió su felicitación a la Reina (1493)- Doña Isabel admitía el coste en vasallos y bienes que había supuesto para sus dominios; a su vez, la Bula de Alejandro VI reconocía que «la expulsión buscaba exclusivamente el bien espiritual y la salvación de las almas». Cabe recordar que, no existiendo tampoco racismo contra los de sangre mora, la Reina concedió privilegios de hidalguía a diferentes musulmanes conversos: Diego de Hurtado («moro principal de Oran»), Pedro de Granada (nieto del rey Abderramán) o Felipe de Figueroa (biznieto de Halí Babdalí) son algunos ejemplos de la estima regia hacia conversos de estirpe islámica.

Fusión de carismas santificadores en la Reina Católica

Sobre la iniciativa de canonización de la Reina Doña Isabel deseo aportar un breve análisis relativo a la definición del carisma santificante propio, y su ubicación sistemática en lo que «grosso modo» denominaríamos «elenco» de santos medievales. La forma en que la acción de la Gracia se ha manifestado de modo concreto en la Reina Católica, y la manera en que su acción comprensiva y volitiva la ha encauzado en sus obras, nos dará los caracteres propios de su carisma. Encontramos así grandes similitudes entre Doña Isabel y tres célebres santos: San Fernando de Castilla, San Luis de Francia y Santa Juana de Arco. Ciertamente, debemos reconocer que igualmente se perciben claras concomitancias históricas con San Hermenegildo (564-585), cuya influencia decisiva (señalada por el Prof. Orlandis Rovira) en la conversión del arrianismo por parte del Reino Hispanogodo se manifestó en el III Concilio de Toledo (589), y también con las reinas Santa Isabel de Hungría y Santa Isabel de Portugal las cuales, al igual que la Reina de España, fueron piadosas terciarias de la Orden de San Francisco.

1. Como San Fernando III, Rey de Castilla (1199-1252, canonizado en 1671), fue su dedicación la Reconquista frente al Islam. Al igual que San Fernando unió los reinos castellano y leonés (lo cual llevó consigo la guerra contra su propio padre), Doña Isabel selló con su matrimonio la unión de las coronas castellana y aragonesa. Ambos monarcas se distinguieron asimismo por impulsar una política restrictiva de los excesos potestativos nobiliarios, combatiendo los abusos en aras de la justicia mediante el equilibrado fortalecimiento de la autoridad real.

2. Como San Luis IX, Rey de Francia (1215-1270, canonizado en 1297), la Reina preparó la Cruzada hacia Tierra Santa. Como bien explica René Grousset a propósito de San Luis, ambos soberanos pusieron los recursos de sus reinos a disposición de la recuperación del territorio que debía ser dominio de la Cristiandad, vinculando su acción internacional con la defensa de los Santos Lugares. En la dimensión interna de su reino, tanto San Luis como la Reina Católica se caracterizaron por administrar personalmente justicia como práctica habitual, en un deseo de percibir y colmar directamente las necesidades y quejas de sus vasallos.

3. En el caso de Santa Juana de Arco (1412-1431, canonizada en 1902), la Reina Católica marcaba igualmente los rasgos de su carácter femenino con desusada fortaleza, arrojo y pruebas de valor personal ante el combate, para lo que caracterizaba la función social de la mujer del siglo xv. Si la Doncella de Orleans acaudillaba tropas y -con desprecio al peligro- se exponía a las armas enemigas, vemos a Doña Isabel acudir valientemente a controlar en persona el motín que cercaba a su hija en el alcázar de Segovia, al igual que acudió al campamento de Santa Fe para arengar a sus tropas (como ya lo había hecho en Loja) para la toma de Granada, inspeccionando a caballo el frente. El patriotismo de Santa Juana de Arco, capitaneando la defensa de la nación -en palabras del Papa León XIII- primogénita de la Iglesia (desde la conversión del Rey Clovis en 496), tiene un paralelismo en el patriotismo de Doña Isabel, en cuanto que defensora -en su regia condición- de la nación segundogénita de la Cristiandad. La fortaleza que la Providencia proporcionó a la Doncella de Orleans parece apreciarse también en el temple de la Reina Doña Isabel.

En los carismas santificantes descritos se manifiestan dos aplicaciones prácticas del concepto teórico de Cruzada: la guerra defensiva del reino cristiano ante una invasión infiel (en el caso de San Fernando) y la guerra de recuperación de los Santos Lugares -entendidos éstos como patrimonio de toda la Cristiandad- usurpada su posesión por los infieles (en el caso de San Luis). Relacionado con ello, pero sin tratarse propiamente de una Cruzada, no obstante existe una evidente legitimidad en el combate abanderado por la Doncella de Orleans: la guerra defensiva de la soberanía de una potencia cristiana (Francia) llamada a liderar la Civilización Cristiana. Estos tres carismas son fusionados en la personalidad de la Reina Católica, que fue cruzada en Granada y hacia Tierra Santa, además de inflexible ante las injerencias portuguesas en la guerra sucesoria que a punto estuvo de debilitar irreversiblemente a Castilla; de haber resultado vencida Doña Isabel, seguramente no hubieran podido tener lugar las empresas apostólicas que llevó a cabo.

Pero, además de lo antedicho, cabe añadir a esta fusión una nota genuina del carisma de la Reina Católica: el hecho incuestionable del decidido talante con el cual afrontó la insólita novedad del descubrimiento del Nuevo Mundo. Desde el primer momento -con enorme realismo a la vez que en confiado providencialismo- la Reina pone sus dominios a disposición de cumplir la voluntad divina. Tal era la preocupación de la Reina Católica por la evangelización de Indias que, mostrando una formación doctrinal muy superior a lo habitual entre los reyes, en su testamento la Reina fija las directrices de la política americana, con una meta esencial: la salvación de las almas en el seno de la Iglesia. La Reina es, todo a la vez, «dama caballeresca- (valga la expresión), cruzada y gobernante. En esta última faceta, la Reina percibió también la saludable conveniencia de una renovación en las estructuras eclesiásticas de sus dominios, y podemos por tanto afirmar -como así lo hace el Cardenal Rouco en su tesis doctoral- su directa implicación en el proyecto de renovación de la Iglesia promovido por los Reyes Católicos, ante la crisis de la Cristiandad en el siglo XV.

Sabemos que la Reina Católica, además de caracterizarse por un buen conocimiento de la doctrina de la Iglesia, mantuvo con constancia a lo largo de su vida frecuentes prácticas de piedad, devoción, oración y mortificación, de las cuales han quedado autorizados testimonios que se refieren a diferentes etapas de su biografía, desde su niñez y adolescencia, protegida por Fray Martín de Córdoba, quien para ella escribió el tratado pedagógico- moral «Jardín de las nobles doncellas» hasta sus últimos días y la hora de su muerte. La Reina afrontó firmemente la decadencia moral de la corte de Enrique IV, en sus primeros años, y -ya en su madurez- soportó con resignación cristiana la trágica muerte de su hijo el Príncipe Don Juan, al cual le esperaban gloriosas empresas y cuantiosa herencia.

Conclusión

La Reina de España Isabel la Católica recoge plenamente la tradición medieval española y el espíritu del radical teocentrismo que impregnaba la Civilización Cristiana del medioevo. Al tiempo, junto a su esposo el Rey Don Fernando, contribuye al robustecimiento de la autoridad real (unión de las coronas, asunción del maestrazgo de las Órdenes Militares, creación de la Santa Hermandad...) y el atemperamiento del régimen señorial (respecto a la Nobleza: limitación de privilegios, castigo de abusos, derribo de fortalezas; en cuanto al estado llano: fomento de libertades -sentencia de Guadalupe- y desarrollo urbano con la consiguiente promoción a la mesocracia urbana de la clase menestral y comercial.

El ideal caballeresco medieval es potenciado desde el plan de gobierno de la Reina Católica, integrado por empresas apostólicas y por una expansión mundial presididos por el espíritu misional y de cruzada: todas las gestas, hazañas y batallas se ponen al servicio de la Fe.

El adjetivo y título de «Católica» con el que la Reina Doña Isabel ha pasado a la historia, habiéndolo así legado a sus sucesores en el trono de España, fue concedido por el Papa Alejandro VI, tras recibir el informe favorable de los cardenales Caraffa, Picolomini y Costa. En el texto de la bula de concesión (15-1-1496) de dicho dictado de catolicidad -honorífico y apostólico al tiempo- se contiene la opinión pontificia al respecto de la trayectoria política y personal de los Reyes Católicos, en la cual se reafirma solemnemente a los monarcas hispanos como «defensores de la Fe y de la Iglesia Católica, a la que con las armas y vuestra propia sangre os empeñasteis en defender sin descanso».

Desde la Santa Sede, y gracias a la virtud de la Reina Doña Isabel, quedó fijado para siempre el título de «Majestad Católica» para los Reyes de España.


(*) Traen causa las presentes páginas, debidas al Abogado del Ilustre Colegio de La Corufla Rafael de Espona, de la conferencia pronunciada el 18 de febrero pasado en el Instituto Teológico Compostelano (N. de la R.).


R. DE ESPONA, RAFAEL JOSÉ: Verbo, núm. 413-414 (2003), 287-300. 287

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