Un americano en la corte carlista
por Carmelo López-Arias
En 1977, cuando al calor de las primeras elecciones los partidos presentaban credenciales y manifiestos, la Comunión Tradicionalista recogió en un librito titulado Así pensamos su ideario fundamental. Lo firmaba, anónimamente, “un requeté”. Treinta y cuatro años después, la editorial barcelonesa Scire lo ha reeditado bajo el nombre de su autor real. Y era nada menos que un nombre singular de la revolución conservadora americana, un pensador poco convencional dentro de ese movimiento justo porque su adscripción al carlismo modificaba de raíz su punto de partida filosófico-político respecto a los presupuestos comunes a la escuela.
Frederick D. Wilhelmsen
Tras servir tres años durante la Segunda Guerra Mundial y concluir sus estudios, Frederick D. Wilhelmsen (1923-1996), de ascendencia danesa, natural de Michigan pero texano de adopción (fue treinta años profesor en la Universidad de Dallas), se convirtió pronto en un filósofo tomista brillante, referencia para diversos círculos del influyente catolicismo norteamericano de los cincuenta.
Por entonces conoció a Willmoore Kendall, maestro de William Buckley y confundador con él de la mítica National Review, en la que Wilhelmsen escribió más de un artículo. Acompañando a Kendall viajó a España con becas Guggenheim y Fulbright, y quedó fascinado por la historia patria y por el tradicionalismo.
Descubrió en nuestro país restos vivos de la cristiandad histórica que él defendía en el suyo como encarnación perfecta de la filosofía política católica. Y vio en el carlismo el movimiento que, contra todo y contra todos, pugnaba por mantenerla viva.
No se limitó a un compromiso teórico, sino que bajó a la arena de los actos públicos, tocado con boina roja si era preciso. Le cultivaron círculos próximos a don Juan, pero prefirió la militancia por Don Javier de Borbón Parma, y a su fallecimiento extendió a su hijo Don Sixto la lealtad legitimista.
Entre 1961 y 1965 fue profesor en la naciente Universidad de Navarra. Luego regresó para instalarse en Dallas, pero nunca dejó de venir y de traerse estudiantes consigo para formarlos en la cosmovisión que había descubierto en España.
Se vinculó a los Amigos de la Ciudad Católica y a la revista Verbo del recientemente fallecido Juan Vallet de Goytisolo, y no rehuyó los debates intelectuales y religiosos de su tiempo.
Polemizó con Gonzalo Fernández de la Mora por El crepúsculo de las ideologías (años después una cena los reconcilió caballerosamente), apoyó a don José Guerra Campos, obispo de Cuenca, en los momentos más duros de la campaña desatada contra él por sus taranconianos hermanos, y sufrió con el Concilio Vaticano II, aun sin compartir todas las posiciones del arzobispo Marcel Lefebvre.
Wilhelmsen, con un punto de posibilismo, era tradicionalista en España, pero tampoco abandonó del todo el conservatismo en Estados Unidos. Quizá le podía su amistad con el legendario Buckley o con otras figuras como Russell Kirk o Melvin Bradford.
Junto con Brent Bozell, cuñado de Buckley, fundó en 1966 la revista Triumph con la idea de ir introduciendo el hispanismo católico en una sociedad liberal y protestante, y quedó etiquetado como ‘paleoconservador’.
Lo cual, cuando Ronald Reagan llegó al poder, no era siempre un mérito. Wilhelmsen no perdonó a Ronnie que cediese a la presión neocon para evitar el nombramiento de Bradford al frente del Instituto Nacional de Humanidades. La Casa Blanca prefirió a William J. Bennett.
Gigantón y desgarbado, jovial y simpático como los héroes bebedores de su admirado y antivictoriano G. K. Chesterton, celebrado en todo el mundo como uno de los grandes epistemólogos de su tiempo, Wilhelmsen presumió de su carlismo, en Estados Unidos y en España, sin respetos humanos.
Solo fue ‘anónimo’ cuando le encargaron una misión: poner por escrito una fe colectiva. Entonces sí sacrificó su nombre, como los buenos soldados.
En los años setenta se hallaba en plena actividad la más importante pléyade de intelectuales que ha dado el carlismo en sus casi dos siglos de existencia: Francisco Elías de Tejada, Rafael Gambra, Álvaro d’Ors o Francisco Canals Vidal... Ninguno consideró una usurpación que José Arturo Márquez de Prado, jefe nacional de Requetés, le encargase a Wilhelmsen la redacción de su ideario. Cumplió con creces: “Presentó destilada la doctrina más pura con el mérito de combinar hondura y simplicidad, reflexión y entusiasmo; era un gran comunicador”, sintetiza el profesor Miguel Ayuso, gran amigo suyo.
Artículo publicado en Intereconomía en 2011
Véase también su biografía en inglés.
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