Sin embargo, en política también ha existido lo que podríamos llamar “la buena escuela de Austria”, escuela de pensadores, políticos y caudillos caracterizada por su defensa de la fe católica y la tradición, de la que son exponentes, por ejemplo, el emperador Fernando II de Habsburgo, el caudillo tirolés Andreas Hofer, el príncipe Metternich, el canciller Dolfuss o el abate Brunner, de quien hablaremos hoy.
Sebastian Brunner (Viena, 1814-1893) |
La Austria de mediados del siglo XIX, víctima de la secularización iniciada un siglo antes por el “ilustrado” y regalista emperador José II, lidiaba con diferentes enemigos que amenazaban su propia existencia: los diversos nacionalismos, el protestantismo, la masonería y muy especialmente el judaísmo. Este último fue uno de los principales promotores de la revolución de 1848, que a punto estuvo de dar al traste con todo y que fue la que introdujo en aquel país la funesta libertad de prensa (esto es, la libertad para calumniar y difamar), de la que tanto provecho sacarían judíos y liberales para atacar a la odiada fe católica y a sus nobles defensores.
Pero hubo también por aquel entonces en Viena un poderoso agitador, un gran poeta satírico, un valiente e incorruptible periodista, fundador del periodismo católico vienés, enemigo jurado del josefismo y del judaísmo, sacerdote integérrimo a quien un día se llamó martillo de los obispos, y lo fue efectivamente de todos aquellos menguados prelados, víctimas del josefismo y atados al carro triunfal de la impiedad circuncisa e incircuncisa; un hombre providencial, como lo llamó uno de sus biógrafos, elegido por Dios para librar al Austria de la herejía josefista y preparar los caminos de un renacimiento católico verdadero. Este hombre se llamó en vida Sebastian Brunner.
En España se conoció la figura de Brunner especialmente a raíz de la publicación de la obra Judíos y católicos en Austria-Hungría (1896) —cuya lectura recomentamos vivamente— por el presbítero alsaciano Alphonse Kannengieser, (*) quien basándose en las propias memorias del abate Brunner, recogió algunos de los más salientes episodios de su vida que la retratan admirablemente, dando idea de sus luchas periodísticas contra judíos y burócratas josefistas.
En 1847, un vicario de los arrabales de Viena se presentó a su prelado pidiéndole autorización para fundar un periódico católico. Debía haber madurado su propósito el joven sacerdote, porque lo explicó con una sinceridad y una elocuencia tales, que el arzobispo de Viena se hubiera conmovido si fuera capaz de conmoverse: pintó con vivos colores la terrible campaña que los libre-pensadores habían emprendido contra la Religión, y la impotencia a que se veían reducidos los verdaderos creyentes por no poder salir a la defensa de la verdad ultrajada.
—Los ataques —acabó diciendo el joven sacerdote— se multiplican de día en día y en todas formas, y es preciso un periódico católico para contestar a esos ataques y concertar y unir a los defensores de la verdad.
El prelado, hombre dulce y melifluo, como su nombre —se llamaba Milde— escuchó con amable sonrisa el discurso del joven escritor, y dejó caer estas palabras:
—Consiento en que Vd. publique el periódico con la condición de que me envíe antes todos los originales que ha de publicar de aquí a tres años.
Ante esta salida de tono el futuro periodista —que no era otro que Sebastian Brunner— se retiró sin insistir naturalmente en su pretensión, y bien convencido de que Dios que le inspiraba el propósito quería que lo realizase sin necesidad de consultar con el prelado, del cual monseñor hay que recordar que era meloso en todas las manifestaciones de su vida, porque hablando de Su Santidad decía cariñosamente: «mi querido compañero, el obispo de Roma». ¡Así hablaban los obispos austríacos sesenta años después de la muerte de José II!
Ya entonces era conocido Brunner por su ultramontanismo, pecado gravísimo en la corte de Austria, encima del cual tenia nuestro sacerdote otros dos más: una independencia de carácter encantadora y un amor por la verdad extremado.
Un día, con ocasión de la ordenación de varios compañeros, Brunner fue invitado a comer con ellos y con otros sacerdotes amigos suyos. Entre los invitados había un secretario de gobierno del ministerio de Cultos que hizo un acabado elogio de la teología (racionalista) de Herder, la cual, dijo, es la única teología posible en nuestros tiempos, acabando por hacer una profesión de fe completamente anti-cristiana.
Los muchos sacerdotes que oyeron al secretario permanecieron callados, habituados como estaban a inclinarse ante los burócratas; hasta que convencido Brunner de que nadie salía a la defensa de la buena doctrina, tomó la palabra y tronó contra el odioso sistema que había convertido la Iglesia de Dios en esclava de gentes ignorantes o impías; y una de dos, acabó diciendo:
—O este sistema acabará con la Iglesia en Austria, o es preciso que la Iglesia luche contra este sistema hasta exterminarlo.
El secretario quedó sorprendido de tan inusitado atrevimiento, y tomando aires de protector, dijo a Brunner que estaba en vísperas de ordenarse y estudiaba aún en el Seminario:
—Con esas ideas, hijo mío, no hará Vd. carrera, ¡y es lástima! porque tiene Vd. trazas de muchacho listo.
—Señor mío, si yo hubiera querido hacer carrera hubiera elegido otra: en el estado eclesiástico donde hay necesidad hoy por hoy de estar supeditado a gentes ante las cuales yo no callaré jamás, es preciso tener el valor de no pensar en eso, sacrificando a Dios los años de esta miserable vida.
¡Magníficas palabras que le valieron la guerra sin cuartel que desde entonces le declaró la burocracia josefista!
Primer número del Wiener Kirchenzeitung (15 de abril de 1848) |
El gran obispo de Maguncia Ketteler dijo una vez, y la frase hizo fortuna, que si San Pablo resucitara, sería periodista. Brunner conocía toda la importancia y necesidad del periodismo católico, y fundó el primer periódico católico de Viena, Wiener Kirchenzeitung, cuyo primer número apareció el 15 de Abril de 1848. El artículo-programa, terrible y acerada crítica de las reformas de José II y protesta viva, por lo tanto, contra la situación en que entonces se encontraba la Iglesia católica en Austria, era una maravilla por su fondo y por su forma. Después de hacer hincapié en las desdichadas reformas civiles del emperador-sacristán que había destruido la antigua organización social cristiana aniquilando las corporaciones, matando las libertadas municipales, destruyendo los gremios y oficios, el autor pintaba con vivos colores la influencia de estos trastornos en el orden religioso.
«El Estado no quiere que la Iglesia sea independiente; Sion no debe ser su propio defensor y ha creado para vigilar sobre ella un coloso semejante al que vio en sueños Nabucodonosor, y que formado de materiales diferentes, era asaz frágil. La cabeza de la estatua que vio el rey de Babilonia era de oro, su pecho y brazos de plata, su vientre y costados de bronce, sus piernas de hierro y sus pies de arcilla. Una piedrecita baja de la montaña, hiere los pies de la estatua y la derrumba... ¿La piedra temible lanzada por una mano misteriosa, respetará al coloso de la burocracia? Este gigante de papel se levanta terrible amenazando a la Iglesia. Su cabeza es un inmenso tintero, sus cabellos son las plumas, sus manos y sus pies los rollos de papel, su cuerpo una masa informe de legajos, sus nervios el engrudo y sus ojos están llenos de arena, por lo cual no puede descubrir lo porvenir. Este coloso se nutre de cuentos y chismes, no respira otro aire que el favor de los príncipes, gobierna por medio de decretos y sólo a una cosa teme: al espíritu vigilante de Sion, al león vigilante de Judá. Y nada más natural que este coloso se felicite de ver a Sion dormido y favorezca su sueño: es más fácil sujetar al que duerme que al que vigila. ¿Qué de extraño tiene que se felicite de tener aprisionado al león de Judá? De esta manera puede más fácilmente tenerle atado a sus cadenas de papel y envolverlo entre los hilos de sus rúbricas».
Fue maravilloso el efecto del Kirchenzeitung: los burócratas estaban consternados; los oficiales de la curia eclesiástica que creían haber encerrado el Espíritu Santo entre las hojas de sus registros; los guardas jurados con sobrepelliz que vigilaban la iglesia oficial con sus bandas de plata y sus flores de papel y zinc; todas las almas serviles que jamás entendieron ni toleraron una palabra libre, parecían acometidos de ataques de epilepsia cuando leían el periódico de Brunner. Por el contrario, los obispos y clérigos de corazón verdaderamente sacerdotal le acogieron con demostraciones de entusiasmo. «No todo estaba perdido; porque en medio del anonadamiento de la Iglesia de Cristo, surgía un defensor de la verdad al rededor del cual podían agruparse los buenos».
Entonces comenzó en Austria la verdadera reacción católica. El Kirchenzeitung se ganó las simpatías de todas las almas nobles, y si algunos timoratos acusaron a Brunner de emplear un lenguaje vivo y peligroso; si algunos descontentos le reprocharon su excesivo celo, la mayoría estuvo del lado del valiente escritor.
El josefismo había acarreado un espantoso descrédito sobre las personas y cosas eclesiásticas, y la causa de la Iglesia era antipática en Austria; pero Brunner cuidó de separar el josefismo del Catolicismo, presentando al primero como una odiosa caricatura de la verdadera Iglesia y entonces el pueblo vienés volvió a respetar y amar la Religión del Crucificado.
Pero sería una candidez creer que la burocracia josefista, convicta de falsedad, dejaba el campo libre a Brunner, y se rendía ante la verdad de sus razones, que eran la doctrina y el espíritu de la Iglesia católica. La revolución había estallado en Austria, y el comité de salud pública regía los destinos de Viena.
El arzobispo se había visto obligado a salir de la capital, y en su ausencia gobernaba la diócesis su vicario general y obispo auxiliar monseñor Politzer, el cual se entendía admirablemente con los revolucionarios, como antes se había entendido con sus enemigos. ¡Jamás le remordió la conciencia de haber tenido idea ni iniciativa propia! ¡Siempre había obedecido como un soldado las órdenes de sus legítimos superiores los ministros burócratas!
El comité de salud pública no podía sufrir la actividad apostólica que buena parte del clero inspirado por Brunner desplegaba en Viena, y fue con las quejas a monseñor Politzer. El obispo auxiliar cedió, como de costumbre, a sus deseos, y dirigió una circular conminatoria al clero vienes que materialmente ataba sus manos. Brunner se vio colocado entre la espada y la pared, porque aceptar sin protesta la circular del obispo equivalía —dice Kannengieser— a un suicidio moral, y tronar contra ella, era exponerse a las iras de sus superiores eclesiásticos. Brunner, después de encomendar el asunto a Dios y meditar concienzudamente cuál era su deber en aquellas circunstancias, entró abiertamente en lucha con monseñor Politzer, y en un hermoso artículo reivindicó noblemente para los sacerdotes la libertad de predicar y de obrar.
«No atacaremos a las personas sino al sistema —decía entre otras cosas el articulista—. Sabemos de buena tinta que recientemente un obispo austriaco te ha dirigido al ministro pidiéndole instrucciones acerca de la admisión de seminaristas. ¡Pobre ministro! ¡Pobre obispo! y sobre todo ¡pobre Iglesia! En Rusia parecida sumisión al cesaropapismo, merecería la cruz de Estanislao de primera clase con diamantes; entre nosotros esta manera de obediencia... merece tan solo que se saque a la pública vergüenza».
Quince días después de publicar este artículo Brunner fue citado ante el tribunal del vicario general, que era a un mismo tiempo juez y parte. El obispo, que ardía en deseos de venganza, comenzó por las preguntas sacramentales.
—¿Quién es Vd.?
—¿Cómo se llama Vd.?
A principios de siglo, un ilustre sacerdote que la Iglesia ha colocado en los altares, el Santo Presbítero Clemente Hofbaner, se encontró en las mismas circunstancias que Brunner. Los jueces burócratas comenzaron también pidiéndole su nombre y profesión como a un ladrón vulgar, y el Santo contesto con angelical dulzura:
—Es cosa sabida por todos en Viena que yo soy sacerdote católico.
Esta respuesta le valió una terrible reprimenda de parte de los jueces canónigos, en vista de lo cual el Santo, a quien acusaban de no sé qué desobediencia, respondió inclinándose:
—Aquí no tengo yo nada que hacer, y he resuelto marcharme.
Y se marchó.
Brunner no juzgó oportuno marcharse, y contestó a las palabras de rúbrica:
—Yo soy redactor del Kirchenzeitung.
—No —le replicó el vicario general—. Usted es vicario de la parroquia de Altlerchenfeld.
—Indudablemente; pero no como vicario, sino como periodista católico, me encuentro ahora ante este tribunal.
La sesión fue larga y borrascosa.
Brunner, con una lógica abrumadora, demostró todo lo que el proceder del vicario apostólico tenía de incorrecto y atentatorio al derecho eclesiástico; y Monseñor Pelitzer, que no estaba acostumbrado a tratar sino con pobres diablos que temblaban de miedo en su presencia, se desconcertó ante la firmeza y serenidad de Brunner y juzgó oportuno sobreseer, y el periodista ganó la causa.
¡Todavía la verdad imponía respeto hasta a sus más aterribles enemigos! pero no siempre Brunner fue tan afortunado en sus luchas con los burócratas, que de día en día se mostraban más fieros, y se resolvían desesperadamente contra los defensores de la libertad de la Iglesia.
Es imposible seguir paso a paso las campañas de Brunner: baste saber a este propósito que fue el instrumento elegido por Dios para derrocar aquel monstruo de cien cabezas, ante el cual el mismo Juliano el apóstata no hubiese tenido más remedio que declararse un niño de teta.
Algunos años después el josefismo se batía en retirada; pero todavía subsistía el antiguo personal de prelados con sus hábitos de servil obediencia. Brunner, cuando creyó llegado el caso, habló de esta situación con un gran respeto, pero también con gran libertad apostólica.
«Es una gran ventaja para un ministro, escribía el 15 de diciembre de 1849, el tener el derecho de nombrar los obispos: puede entonces hacer con la Iglesia lo que quiera teniendo a esos señores bajo su servidumbre; no tiene que temer incidentes desagradables en las diócesis; todo marcha a medida de su deseo y de sus caprichos, y en ninguna parte verá estrechamente unidos a los obispos y al clero, lo cual es un punto muy esencial, pues un obispo y un sacerdote que van de la mano, son cosa muy peligrosa».
«Sin contar con que su vanidad —la del ministro— se halle dulcemente halagada cuando ve a sus pies a humildes sacerdotes que bajan los ojos; porque saben que en el gabinete ministerial hay mitras a granel, artículo por cierto muy solicitado».
Y acababa el artículo diciendo: «El ministro se dice, con razón: nosotros dispensamos las prebendas, y las damos tan sólo a quien nos ha servido fielmente. A todos aquellos que sean demasiado ultramontanos se les dejará morir de hambre en algún rincón ignorado, donde podrán reflexionar en su estupidez y servir de enseñanza a los imbéciles que tengan gana de imitarles».
Durante el año 1856, el Episcopado austriaco se encontraba reunido en Viena. Dos Prelados propusieron conceder pública y colectivamente una distinción al Abate Brunner por los inmensos servicios que había prestado a la Iglesia católica. Una gran parte de la Asamblea se adhirió al pensamiento, cuando un obispo muy conocido puso fin al debate, diciendo:
—¡Es un rebelde!
Fue el grito de espasmo de la agonía josefista.
Veinte años más tarde la batalla contra el josefismo estaba ganada, y Brunner contaba entre sus entusiastas admiradores a casi todos los obispos de Austria.
El 26 de diciembre de 1893 fallecía el abate Brunner. Cuando se difundió la noticia de su muerte, todos los periódicos austriacos le dedicaron largos artículos; unos poniéndole sobre los cuernos de la luna, otros abatiéndole hasta los profundos abismos. Y no sólo la prensa austriaca, sino la alemana, se asoció también a aquellas manifestaciones, tomando partido en favor o en contra del difunto, y presentándole o como un héroe y un santo, o como un calumniador y un revolucionario que se pasó la vida rebelándose contra sus superiores, y encendiendo la tea de la discordia en Austria para debilitar y matar a su patria.
El día de los funerales se vio a una muchedumbre de todas edades y condiciones acompañando el cadáver del pobre viejo, formando entre ella cardenales, obispos, sacerdotes, hombres políticos, nobles y comerciantes, y gran número de gentes del pueblo, ansiosos de rendir este último homenaje de admiración y cariño.
(*) La obra Judíos y católicos en Austria-Hungría fue traducida al español por el carlista Modesto Hernández Villaescusa y publicada en el año 1900, lo que le valió al traductor la felicitación de S. E. el Cardenal Rampolla en nombre de S. S. el Papa León XIII. En el mismo año de la publicación original en francés, el diario tradicionalista El Siglo Futuro ya había sacado una serie de artículos con fragmentos de dicha obra, en los cuales nos hemos basado para la publicación de esta semblanza. Véase: ESF (27/7/1896) y ESF (4/8/1896).
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