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martes, 20 de octubre de 2015

¡Vivan las cadenas!

Se explica un grito popular de la época de Femando VII 

Dieron las turbas, en días de Fernando VII, un grito, que las crónicas de la época recogieron y la Historia trasladó a sus páginas, equivocadamente interpretado y acribillado con comentarios injustos.

Los forjadores de la leyenda negra lo explotan a sus anchas, denunciándolo a los tribunales de la critica como el acabóse de la barbarie española. Hasta historiadores de recto ánimo y claro juicio hablan de él sin haberse tomado la molestia de examinarlo previamente; dejándose llevar de lo que suena sin pensar en lo que significa.

El grito se profirió por vez primera, a lo que parece, en Sevilla o su provincia; y como la tierra andaluza, sea la que fuere, la considero mía en el orden de los afectos regionales, cada vez que oigo hablar de aquel grito, un legítimo y vehemente deseo de vindicación me sugiere el propósito de explicarlo; propósito que las circunstancias se encargan luego de aplazar hasta que se olvida. Pero no ha de pasar de esta vez.

Ciertamente, aquel grito popular, tal como suena, es estridente: «¡Vivan las cadenas!»

Algún historiador le añade por modo de hemistiquio una segunda parte que aún suena peor en nuestros oídos: «¡Vivan las cadenas y muera la nación!» Sea así.

Nótese que el amor a la libertad es tan natural al hombre como la libertad misma. Aún más: la libertad, en cuanto es exención de obstáculos para la propia actividad del ser, es apetecida por todos los seres, naturalmente; de modo que los seres todos, desde el átomo hasta el hombre, naturalmente apetecen su libertad; y cuando el hombre no la amara racionalmente o por instinto de conservación, la apetecería mecánicamente como los vegetales y como las piedras. Ningún ser apetece ni ama las cadenas en cuanto significan violencia, opresión, destrucción de la actividad de su ser: ello sería amar en propia destrucción lo que es contra naturam.

Nótese, además, que aquel pueblo que profirió el grito de «vivan las cadenas y muera la nación», era el pueblo que acababa de ahogar en su propia sangre, heroicamente vertida por la independencia y la libertad de su Patria, a los ejércitos invasores de Napoleón.

Contienda de Valdepeñas, en la que el pueblo llano detuvo al ejército francés.

Con ambas advertencias tiene de sobra la crítica razonable para dudar, por lo menos, de que aquel grito haya de entenderse como suena. Algo hay, efectivamente, debajo de lo que suena, más conforme con la naturaleza de las cosas y con la índole del pueblo que lo profería, mártir de su sagrada independencia y de su patria libertad.

Había por aquellas calendas, idus y nonas en España, una turbamulta de masones afrancesados y otra de masones no afrancesados, que en vez de tomar el fusil y salir a las guerrillas, como el pueblo todo, a defender la independencia y la libertad de la Patria contra la invasión francesa, se dedicaban a facilitar con traiciones increíbles el triunfo de los ejércitos invasores o el triunfo de las doctrinas revolucionarias que traían cubiertas de bandas y mandiles los generales de las tropas napoleónicas. Entrambos elementos, juntamente con otras turbamultas de europeos y americanos, atentos a provocar de todas maneras la revolución en España y la pérdida de su imperio colonial; más otros de desleales, de tontos, de descontentos, de fracasados de todas las profesiones, de escorias de todas las clases sociales, de gente perdida, ejemplares, en fin, de todos aquellos tipos que Alvarado describe coincidiendo con los que describe Cretineau Joly en la revolución francesa, andaban vociferando en logias, tabernas, folletos y periódicos, soflamas de libertad y llamando cadenas a los derechos de la tradicional monarquía; cadenas a los derechos de las constituciones españolas con todos sus fueros y libertades y toda su auténtica y genuina democracia, desconocida en gran parte de las demás naciones, que durante el periodo feudal, cuando aquí llegaba a su apogeo, ellas ni la concebían; cadenas a los derechos de la Iglesia, creadora de España, como lo fue de Francia, de Alemania, de Inglaterra...

Y no solamente llamaban cadenas a todo esto, y apodaban de serviles a los que todo esto defendían, sino aún se adelantaban a presentarse como si ellos fueran la nación, proclamando que la nación eran ellos.

Sírvase el lector dar un vistazo a los párrafos siguientes que con un historiador comenta el célebre Manifiesto, de Lardizábal, individuo de la Regencia durante la ausencia de Fernando VII, llevado a Bayona y desde Bayona internado en el territorio francés:

«El primer acto de las Cortes de Cádiz fue un perjurio, una perfidia y una grosera ingratitud. Ya la noche del 2.3 de septiembre [de 1810] exigieron a la Regencia algunos diputados que en el juramento de las Cortes no se hablase de la casa de Borbón; por consiguiente, el día antes de reunirse las Corles, ya se meditaba la expulsión de la dinastía.
La Regencia, incluso los generales Castaños y Escaño, lo llevó a mal; los diputados juraron al día siguiente en manos del presidente de la Regencia, y sin dificultad ni restricción, reconocer como Rey y soberano a Fernando VII; pero una vez prestado este juramento lo primero que hicieron fue fallar a él escandalosamente, asentando que la soberanía residía en la nación. Declarándose ellos como nación, y, por consiguiente, como soberanos, su primer acto fue avasallar a la Regencia. (La disolvieron)... Triunfaban aquel día la revolución y la democracia, y en nombre suyo la masonería y los flamantes diputados perjuros. Las galerías estaban llenas de los agentes de las logias de Cádiz.»

Tolere el lector que alarguemos un poco la cita:

«La francmasonería de Cádiz principió a seguir los pasos de la afrancesada, resultando así regida España en los dos campos por dos poderes rivales, pero idénticos, pues en el fondo tenían iguales principios, los mismos fines y se valían de los mismos medios, discrepando únicamente en las cuestiones personales y los intereses particulares, porque la masonería española de Cádiz hacía y quería lo mismo que la afrancesada de Madrid; pero no quería que lo hiciese la de Madrid, ni que los provechos fuesen para ella. Mas siempre resultaba que la española iba a remolque de la francesa.
Los afrancesados, acaudillados por Urquijo, Azanza, Llorente, Ceballos y otros que ya de antes eran reputados por masones, formaron el llamado Congreso de Bayona, cuyo principal encargo fue redactar una Constitución para España. El Congreso masónico de Cádiz se decidió a lo mismo, haciendo otra Constitución por el estilo.»

Hasta aquí el historiador.

Ya el lector sabe, si antes no lo sabía, lo que era nación y lo que eran cadenas en la jerga política de aquel tiempo, que es todavía la jerga de la política de partidos.

Pues bien: después de la traición de Riego, que con el ejército que iba a sofocar la revolución en América armó la revolución en España, la revolución ocupó el Poder. Los gobernantes revolucionarios o liberales que en unas notas diplomáticas desafiaron a Europa —y son las notas más quijotescas que registran los anales de la Diplomacia—, creídos en que, siendo ellos la nación, el pueblo por defenderlos repetiría los heroísmos del 2 de mayo y de toda la Independencia contra cualquier intervencióin armada de cualquier nación extranjera, cuando vio que asomaban por los Pirineos los Cien mil hijos de San Luis y que no había síntomas de 2 de mayo en ninguna parte, huyeron a Sevilla, a donde trasladaron a Fernando VII contra su voluntad.

Los Cien Mil Hijos de San Luis en el Bidasoa
Imagen tomada de la web del Museo Zumalacárregui

Mucho más se acobardaron, no obstante sus Riegos y demos napoleones de motín y barricada, cuando vieron que las ciudades, sin hacer caso de la nación, pero atentos a la defensa de la Patria contra sus opresores, abrían sus puertas a los Cien mil hijos de San Luis, que en paseo militar se internaban en España, y a más andar se acercaban a Sevilla. De Sevilla salieron también huyendo con rumbo a Cádiz, después de tomar posesión de sus carteras los nuevos gobernantes: Pando, Yandiola, Campuzano y Calatrava.

Quisieron que el Rey se trasladase a Cádiz; pero el Rey excusó el traslado; insistieron en el traslado los gobernantes, la nación, e insistió el Rey en sus excusas. Entonces la nación, los gobernantes, aprobando la proposición de Alcalá Galiano, orador de la Fontana de Oro, declararon cesante en el trono al Rey por loco, y se formó la Regencia de Valdés, Siscar y Vigodet. El Rey se decidió a trasladarse, y pocos días después llegó a la Isla de León.

El pueblo de Sevilla no pudo aguantar más; se echó a la calle, entró a saco en el salón del Congreso, se lanzó contra las casas de los liberales, hizo risa en el caté del Turco, donde se congregaba la «sociedad patriótica», y el alboroto cundió por toda la provincia.

Entonces, en las arremetidas contra los que llamaban cadenas a los derechos de las constituciones españolas, de camino que a sí mismos se llamaban la nación, fue el grito de «vivan las cadenas y muera la nación», cuyo verdadero sentido es lástima que se oculte a historiadores juiciosos, que ni siquiera se acuerdan de que semejantes trágalas e ironías se ven a cada página en las Cortes de Alvarado, de tanto influjo en aquel pueblo, amantísimo como el que más de su libertad y de la libertad de su Patria.

FABIO

El Siglo Futuro (30/11/1927)


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