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viernes, 2 de diciembre de 2016

Partitocracia




La partitocracia es un sistema de gobierno en el que el poder es controlado de facto por los partidos políticos, oligarquías políticas enfrentadas continuamente por el poder. El calificativo de oligarquía no es gratuito pues un partido político grande necesita propaganda, expertos en marketing, economía y en estadísticas, y todo ello requiere tres cosas: dinero, dinero y dinero. Aquel partido que pueda costearse propaganda continua, infraestructuras (sedes, lugares de reunión o de mítines...) y los sueldos de sus expertos e integrantes tendrá una posibilidad de acceder al gobierno.

Los partidos políticos emplean el sistema electoral vigente como medio de legitimización mediante la elección democrática y de este modo gobiernan de un modo tan absoluto y despótico con el que ni tiranos griegos, ni los déspotas ilustrados ni siquiera los dictadores de la centuria pasada llegaron jamás ni siquiera a soñar. Estos poderosísimos sátrapas pueden cambiar a su capricho leyes y constituciones, la identidad nacional de un país, la configuración de su sociedad y la propia manera de pensar de sus súbditos. El mecanismo de en que los partitócratas basan su poder omnímodo es el sistema electoral, una estadística, casi un sondeo que hace elegir el partido que prefieren. He aquí el engaño.

Se trata de representaciones gráficas del análisis de un fenómeno, pero sí se representa una gráfica sola, ésta no significa absolutamente nada, o incluso peor: es una verdad a medias, incluso peor que una mentira abierta. Los estadistas honrados son conscientes de que a la hora de realizar estadísticas de fenómenos sociológicos, económicos, biológicos, etc., hay que tener en cuenta múltiples condicionantes, comparar numerosas gráficas y estadísticas, analizar hasta el detalle aparentemente más irrelevante, porque absolutamente todo tiene que ver un fenómeno. En terminología geográfica, a este principio se le llama principio de interrelación. En cambio, las estadísticas que se presentan omiten datos y al final se obtienen las conclusiones a las que el que elabora las estadísticas quería llegar deliberadamente. Lo mismo sucede con el sistema electoral.

Ofrece muchas opciones entre las que elegir, muy distintas entre sí, pero esos resultados se pueden interpretar de múltiples formas. Unas elecciones en las que sólo ha participado la mitad del censo, ¿cómo se interpretan? Aunque un partido tuviera el 100% de los votos de los que han participado, aún le faltaría el voto de la otra mitad del censo y se vería impedido para gobernar; si se vota a un determinado partido, las razones de los distintos individuos se pueden interpretar de mil maneras distintas: el grupo A porque no quiere que salga el otro partido; el grupo B concuerda ideológicamente con su elección; el grupo C concuerda con los métodos de gobierno; el grupo D está a favor del programa económico pero no del programa educativo, etc., etc.

Abstenciones, votos en blanco, razones varias para el voto… ¿cómo se interpretan a la hora de conceder la legitimidad a un partido para gobernar? La respuesta es simple: no se tienen en cuenta porque no interesan. El objetivo es que gobierne un partido, no que se gobierne conforme a la voluntad de la nación soberana(mente estúpida). A veces incluso la lectura más obvia es reinterpretada por los partidos, de forma que incluso el que obviamente ha resultado vencedor según la encuesta puede no ser el que gobierna, porque partidos derrotados en las urnas suman los votos de las estadísticas, como fueran simples números en una calculadora o en una hoja de papel, sin consultar a los votantes, y desbancan al vencedor. De esta forma, una vez concluida las elecciones, la decisión soberana radica en los partidos. Podríamos decir que la democracia es como los años bisiestos: sucede una vez cada cuatro años.

Pero incluso sin sumar, los partidos políticos interpretan a placer. Durante la etapa sin gobierno, probablemente la etapa más feliz de nuestra historia reciente, que se dio tras las elecciones de 2016, Pedro Sánchez se inventó un partido al que llamó “el Progreso”, que supuestamente había ganado las elecciones. Algo similar sucede con los referendos más vagos todavía que los sistemas electorales. Los referendos ofrecen sólo unas opciones que no ofrecen término medio ni terceras opciones y, para colmo, se consideran el máximo exponente de la voluntad popular, por lo que constituyen los máximos legitimizadores partitocráticos. Ejemplo de ello es el solicitado referéndum por la república.

Ese supuesto referéndum sólo dará dos opciones: república o monarquía. El iberista probablemente vote a una de las dos opciones a pesar de que sabe que está tan lejos de su dorado sueño como el primer día; el que desee una república federal o una unitaria se verá en la misma tesitura; el que quiera que todo permanezca relativamente tranquilo probablemente votará a la monarquía; el falangista o el franquista no sabrá a qué atenerse. Al carlista, puesto a decidir entre Guatemala o Guatepeor, sólo le quedará la abstención, a sabiendas de que no servirá para nada. De esta forma, las únicas opciones que tienen lugar son las que los partidos con el poder o influencia suficiente deciden mediante su absoluta y suprema voluntad.

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