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martes, 3 de noviembre de 2020

Reflexiones de primera ola (I). Los cimientos de la sociedad al descubierto

Hay quién dice que son las circunstancias de crisis y de mayor necesidad las que demuestran la casta de la que están hechas las personas. Quién, en un momento de necesidad, huiría cobardemente, se quedaría al pie del cañón, o permanecería paralizado del terror. Así pues, de la misma manera en que las antiguas oligarquías urbanas eran las primeras en huir de las ciudades cuando estallaba una epidemia de peste, otra epidemia (no tan grave) nos ha mostrado de qué madera está hecha nuestra sociedad. Nos ha enseñado cómo está hecha.

Lo primero que nos ha enseñado, o más bien recordado, la epidemia, ha sido la reiteración de que la naturaleza humana es una naturaleza social, y que la sociedad se basa en nuestra dependencia mutua. El confinamiento nos ha reducido a un aislamiento y una soledad que nos ha pasado factura a nivel psicológico, y nos ha mostrado la importancia de nuestras amistades y nuestras relaciones con nuestros semejantes. En particular, la ola más dura de la epidemia nos ha vuelto a demostrar la importancia que tiene la familia: muchas veces dispersa y con padres o abuelos de gran edad, y otros familiares de salud vulnerable, los más afortunados hemos estado pendientes durante el confinamiento del estado de salud de nuestros parientes, y los más desafortunados han experimentado en sus propias carnes el dolor y el suplicio por la separación.

A su vez, el aislamiento a nivel económico nos ha mostrado la dependencia que tenemos los unos a los otros en todos los niveles: tanto la incapacidad de trabajar en confinamiento y ganar dinero, como la incapacidad de salir a comprar, o de tener un fontanero u otros servicios a mano en situaciones imprevistas. En esto, cabe mencionar las profesiones esenciales, las profesiones verdaderamente indispensables para el funcionamiento de la sociedad y que ni en una situación de confinamiento se ha podido renunciar: sector alimenticio, transportes, policía, sector médico, encargados de la electricidad y el agua… De igual manera, la Iglesia Católica ha demostrado cumplir una importante funcionalidad social para frenar los efectos económicos del confinamiento y la interrupción total de los ingresos, y el Ejército y las Fuerzas Armadas, además de ser unidades complementarias en cualquier situación de emergencia, han demostrado su necesidad de defensa militar ante las diversas noticias de los movimientos militares de Marruecos o la invasión por otros países de aguas territoriales españolas.

De la propia naturaleza humana, también hemos visto cómo es verdad eso de que «no sólo de pan vive el hombre»: que el hombre no sólo necesita seguir respirando y poder alimentarse para seguir vivo. Con todo el confinamiento, hemos vivido no sólo el clima de angustia de vernos encerrados en nuestras casas –mucho más grave para aquellos que sólo pueden llamar “casa” a un espacio de unos pocos metros cuadrados—, sino también por la monotonía: no salir, no poder hacer nada o hacer siempre lo mismo. Es en este contexto, en que muchos se han entusiasmado por la lectura, el deporte o incluso la televisión; y es que (y forzoso es reconocerlo), los que llevan los medios de comunicación han ocupado una función clave para tener a muchos entretenidos y que no saltasen (literalmente) por la ventana. También es necesario mencionar la importancia de la asistencia religiosa durante la epidemia, especialmente a los miles de familias que se han enfrentado a lo peor en los momentos más duros, y en los que los capellanes de hospital y los religiosos que han prestado en general su asistencia han sido fundamentales. No sólo de pan vive el hombre. El ser humano también necesita las condiciones para sentirse plenamente realizado a nivel psicológico, religioso, físico y cultural aparte de los alimentos y de las condiciones materiales, aunque tanto el sentido común como las circunstancias nos demuestran que son fundamentales. La familia como célula de la sociedad y la realización no sólo material de la vida humana –pero también material, que conste— son los elementos claves que debe tener en cuenta una sociedad bien organizada.

En estos momentos, también hemos sido testigos como de la grandísima maldad y estupidez presentes en el ser humano. Adolescentes (y no tan adolescentes) que se van a fiestas multitudinarias a pesar del riesgo de contagio (y estoy hablando de la primera ola), turistas que se creen que el estado de emergencia son unas vacaciones que puedes pasar en la playa o en el pueblo –y de eso en la costa sabemos bastante—, okupas que aprovechan la situación para pegarse la fiesta madre en un chalet de lujo, empresarios, estafadores y usureros que se aprovechan del mal común para hacer fortuna, instituciones que aprovechan la incapacidad de reacción para introducir medidas a favor de sus propios intereses –esto en la Universidad de Granada ha pasado— y así un largo etcétera. Esto nos reafirma la naturaleza caída del hombre. Pero también nos da una importante lección en política, y es que no siempre es conveniente dejar las cosas a libre elección de las personas: tanto por parte de un solo imprudente que puede contagiar a miles, como una empresa libre de poner sus precios y condiciones que ante una situación de urgencia pone precios elevadísimos a un producto de alta necesidad, o condiciones draconianas para ganar ingresos, como obligar a trabajar a enfermos graves. Una sociedad libertaria o anarquista se vendrá abajo en el mismo momento en que estalle una situación que requiera disciplina social y capacidad de coacción hacia sus elementos más indeseables.

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