Gracias a un correligionario y amigo, hemos sido conocedores de una maravillosa anécdota. Resulta que nada más y nada menos que el Excmo. Sr. D. Vicente Casanova y Marzol, cardenal y arzobispo de Granada en la década de 1920, fue uno de los voluntarios de Carlos VII en la tercera guerra carlista.
Ahora entendemos mejor que El Siglo Futuro, el diario que fuese ariete de la España católica durante más de medio siglo, contara a este príncipe de la Iglesia entre sus más estrechos amigos y colaboradores...
Curiosamente, la anécdota proviene de un liberal, el granadino (de Albuñol) Natalio Rivas Santiago. Aunque quizá no deba sorprender tanto si se tiene en cuenta que Rivas era amigo de Juan Vázquez de Mella y —según dijo él mismo— le unía a los carlistas «la fe religiosa y el amor a España». He aquí el relato.
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Vicente Casanova y Marzol (1854-1930), Arzobispo de Granada y Cardenal. |
De soldado, a Cardenal
Hace muchos años —debió de ser hacia 1904, si la memoria no me es infiel—, en tiempos que me reunía yo a diario, en íntima relación, con el insigne e inolvidable Vázquez Mella, conocí en su casa de la calle de Valverde, 21, a un antiguo capitán carlista, llamado Fernando Galetti, que en la última guerra civil mandó un escuadrón de Caballería de voluntarios de Aragón.
Su porte distinguido, su aire caballeresco, su sincera honradez y, sobre todo, su singular consecuencia, conquistaron mi simpatía desde el primer momento. Era un ejemplar humano, troquelado en el más puro y auténtico cuño del viejo tradicionalismo español, y representación genuina de los que yo, que nunca fui carlista, he nombrado siempre "caballeros del ideal". Nació tradicionalista y lo fue, sin desmayos ni dudas, hasta su muerte.
En plena juventud abandonó su casa y se alistó bajo la bandera tradicional —que había de ser su sudario—, al comenzar la última contienda civil en 1872. Terminada la lucha en 1876, cesó como capitán de Caballería en las huestes de Carlos VII, y cuando, desde Cabrera abajo, fueron muchos los combatientes que reconocieron la restauración de la Monarquía, en la persona de Alfonso XII, él pasó la frontera, en compañía de los que no quisieron aceptar el nuevo régimen político.
De un lado tenía francas las puertas de un porvenir asegurado y próspero, que le brindaba el tranquilo bienestar y el ascenso a las más elevadas jerarquías castrenses; y de otro, la emigración con todas sus amarguras, privaciones e incertidumbres y la cerrazón del horizonte, que sólo mostraba sombras. Y optó, valiente y decidido, por la peregrinación a través de un desierto sin oasis posible, cuyo fin no alcanzaba a ver, dispuesto a sacrificarse por un ideal cuya tierra de promisión contemplaba tan lejana, que estaba persuadido de que en su vida probable, por mucho que Dios la prolongara, no alcanzaría a disfrutarla.
En el extranjero, primero en Francia y después en Bélgica trabajó, con tenacísima voluntad, en negocios mercantiles, logrando adquirir medios decorosos de mantenimiento, que le permitieron normalizar su existencia. Contrajo matrimonio con una dama belga, constituyendo un hogar cristiano y honrado, a cuya sombra creó una familia, educada en el ejemplo de sus padres, que fue modelo de laboriosidad y honradez.
Pasaron los años; crecieron sus hijos, que a su vez formaron nuevos hogares enlazándose con personas del país, y cuando ya los veía ventajosamente acomodados, y pensaba terminar sus días en apacible tranquilidad, falleció su esposa, dejándole en inconsolable aislamiento.
Hacía largo tiempo que la frontera española estaba abierta, en virtud de amnistía, para los emigrados carlistas, y buscando el calor de la patria como lenitivo a la triste soledad en que le sumiera su desgracia, Galetti regresó a España y se aposentó en Huécija, pueblo de la provincia de Almería, donde había nacido, y se dedicó a cuidar del modesto patrimonio heredado de sus padres, que durante su dilatado exilio había confiado a manos mercenarias.
Siempre que lo permitían las labores de su hacienda, pasaba temporadas en Madrid y diariamente concurría a casa de Vázquez Mella, al que tributaba verdadera adoración. De aquellas amenas reuniones, acaso sea yo el único superviviente. El padre Bocos, párroco de San Pedro; el inteligentísimo canónigo de Lérida mosén Antonio Salas; Alvaro Maldonado, y tantos otros que borró la muerte, formábamos la tertulia del elecuentísimo tribuno, Allí, como he dicho, tuve la fortuna de conocer a Fernando Galetti.
Poco tuvimos que tratarnos para contraer una sincera y leal amistad. Yo liberal y él tradicionalista, nos entendíamos perfectamente. Nos ligaba la fe religiosa y el amor a España, que son los vínculos más fuertes que pueden enlazar a dos personas. Contaba él más de cincuenta años de edad; yo no llegaba a los cuarenta, y, sin embargo, nuestra fraternidad era absoluta.
Me producía admiración que aquel hombre, que veía con frecuencia a antiguos compañeros suyos, que por haber acatado el nuevo régimen lucían los entorchados de general, no albergara en su espíritu el más remoto arrepentimiento de su firme y consecuente conducta. Creía, como un iluminado, en el futuro triunfo de la causa tradicionalista, y aunque estaba convencido de que él no gozaría de los beneficios de la victoria, porque la veía muy lejana, su alma alentaba, consolada con saber que llegaría la realización del sueño que fue objetivo de toda su vida.
Transcurrieron algunos años, durante los cuales nuestra amistad no se eclipsó ni un solo instante, y por razones que no importa consignar, tenía yo que pasar frecuentes temporadas en Almería. Tan pronto como se enteraba de mi estancia en la ciudad mediterránea, abandonaba su tranquila residencia rural y me acompañaba varios días. Ya estaba viejo; rebasaba los setenta años y presentía que su muerte estaba próxima. Pero la esperaba con la resignación del justo.
Era, a la sazón, Cardenal Arzobispo de Granada don Vicente Casanova, respetable y virtuoso prelado, que disfrutaba de grandes y merecidos respetos.
En una de nuestras íntimas charlas, me dijo éstas o parecidas palabras:
«El actual Arzobispo de Granada es un íntimo y fraternal amigo mío. Quiero confiarle, con la debida reserva, que, hasta que terminó la guerra civil, fue uno de los tenientes del escuadrón que yo mandaba. Cuando se incorporó a nuestro Ejército era un joven de dieciocho años, y combatió durante toda la contienda con admirable heroísmo. Concluida que fué, yo marché al extranjero y él se acogió a la amnistía, pero no para aprovechar los beneficios que otros lograron, sino para abrazar la carrera eclesiástica, en la cual, usted ve, sus virtudes y su talento le han elevado a la más alta dignidad. Sospecho que el tiempo, que todo lo desgasta, ha borrado ese episodio de su vida, y que en tierras andaluzas es posible que no haya nadie que le conozca. El Cardenal, seguramente creerá que yo he muerto. He pensado varias veces visitarle, porque le quiero mucho, pero temo, si le veo, que él crea que por darme tono vaya a divulgar que fue un guerrillero; y aunque ello no menoscabaría su decoro, quiero evitarle esa contrariedad. ¿Le parece a usted que hago bien?»
«No —le contesté—; no debe usted abrigar ese temor. Al Cardenal le sobra talento para comprender que en nada puede empañar su buena fama el que, siendo seglar, luchara con las armas en favor de la causa tradicionalista; pero si conociendo la maldad humana, temiera que injustamente le censurasen por ello, él le conoce a usted y sabe que la caballerosidad de que siempre ha dado usted muestra, corre parejas con la discreción a que está obligado.»
El ascendiente moral que yo ejercía sobre él; la lógica que apoyaba mis razonamientos, y yo creo que más que nada el ansia que le acuciaba de abrazar a su antiguo compañero, le decidió a emprender el viaje a Granada.
Cuando regresó de su excursión fue a verme, para referirme la entrevista. Su semblante reflejaba alegría y contento.
«Llegué —me dijo— al Palacio Arzobispal, sintiendo algún temor. Rogué al familiar que estaba de guardia que entregara a Su Eminencia mi tarjeta, y a los pocos momentos fui recibido. No puedo negarle a usted, que la más profunda emoción conturbaba mi ánimo, pero ésta se tornó en agradabilísima sorpresa, cuando contemplé al venerable Príncipe de la Iglesia de pie en el centro del despacho, en actitud respetuosa, que, llevando su mano a la sien, me saludaba militarmente, añadiendo: «A la orden, mi capitán.» Nos abrazamos derramando lágrimas. «¡ Fernando!» «¡Vicente!», fueron nuestras primeras palabras. La conversación fue larguísima y cordial, rayana en la ternura.
«Gracias a Dios —me decía— que ha tenido la misericordia de conservarnos. Yo te creía muerto, y en esa suposición he rogado mucho por tu alma. Cuéntame tu vida. Yo también te relataré la mía.»
Y ambos referimos nuestras andanzas, satisfechos de haber cumplido con los deberes que Dios nos impuso. Quedamos en que repetiría mi visita y, al despedirnos, le manifesté que no revelaría a nadie lo sucedido en tiempos pasados, salvo a un íntimo amigo —pensaba en usted, aunque no menté su nombre—, en cuya reserva confiaba.
«Te conozco bien, me respondió, y no lo habrás dudado cuando has visto que no te ha recibido el Cardenal, sino el compañero que compartió contigo y a tus órdenes todas las glorias y reveses de la campaña.»
Yo a nadie hice partícipe de aquella confianza. Después de fallecido el Cardenal, que me honró con su amistad, y con el que jamás me di por enterado, lo conté a algunas personas, y hoy por primera vez lo hago público, porque relatarlo honra la memoria de aquellos dos hombres ejemplares.
Fuente: Rivas Santiago, Natalio (1943). Anécdotas y narraciones de antaño. Editorial Juventud. págs. 111-115.