viernes, 20 de noviembre de 2020

El alpujarreño General Arévalo, al servicio del Altar y del Trono en cuatro guerras

Los lectores asiduos de nuestro cuaderno de bitácora habrán sin duda leído acerca del General carlista granadino Carlos Calderón y Vasco, del que tanto hemos hablado en otras ocasiones. Este bizarro caballero español, que da nombre al actual Círculo Tradicionalista de Granada “General Carlos Calderón”, no es, sin embargo, el único natural del reino de Granada que llegó a lo más alto del escalafón militar carlista.

En entradas anteriores hemos hablado del no menos heroico Brigadier carlista granadino Manuel Fernández de Prada, Marqués de las Torres de Orán y en esta ocasión nos disponemos a escribir sobre el General fernandino y carlista José María de Arévalo, que nació tal día como hoy, un 20 de noviembre del año 1791. Este pundonoroso militar combatió por la bandera sagrada de Dios, la Patria y el Rey en nada menos que cuatro cruentas guerras civiles, que mejor cabría definir como cruzadas. Murió en el exilio y casi en la indigencia, pero con el consuelo de recibir, poco antes de expirar, el cariño de la Familia Real proscrita en febrero de 1869.

En el mes de marzo de ese mismo año, se agolpaba la gente a una de las principales tiendas de la Puerta del Sol a contemplar con cierto sentimiento que se admiraba de encontrar dentro de sí un cuadro en ella expuesto. Representaba a un anciano moribundo en un pobre lecho de un modestísimo cuarto, y sobre el cual e inclinaban tristemente, silenciosos y visiblemente conmovidos, un apuesto joven y una elegantísima señora de la misma edad, cuyo noble porte daba claras muestras de la alteza de su cuna. El cuadro representaba la muerte del general Arévalo, visitado en aquellos supremos instantes por Don Carlos VII y su esposa, Doña Margarita.

El General Arévalo retratado en un
álbum de personalidades carlistas

José María de Arévalo nació en Capileira (reino de Granada) en 1791. A los 16 años, en octubre de 1808, obtuvo la gracia de cadete en el Colegio de Caballeros Cadetes de Granada, en el que en enero del año siguiente fue promovido a subteniente, pasando destinado al Regimiento de la Alpujarra.

Luchó en la Guerra de la Independencia, enfrentándose a los franceses en 1809 en Aranjuez, Almonacid y Ocaña, hallándose en 1811 en el reconocimiento de la Silla del Moro (Granada) e interviniendo en 1812 en la acción de Vélez Rubio (Almería), en la de las alturas de San Martín de Baza (Granada) y en la defensa del castillo de Caravaca (Murcia), haciéndolo en 1813 en el sitio de Murviedro (Valencia) y en el de Tarragona. En 1812 había sido ascendido a teniente.

Destinado en 1815 al Regimiento de Ultonia, tres años después fue trasladado al de Voluntarios de Castilla, pasando poco después a la situación de retirado en Murviedro.

Al producirse la revolución liberal de 1820 no se unió a ella, por lo que fue sometido a procedimiento sumarial, huyendo en 1823 y uniéndose, al mando de veinte hombres, a las fuerzas realistas del general Samper, quien le concedió el empleo de capitán y con el que intervino en la toma de Vinaroz y en los dos sitios de Valencia.

El 27 de abril de 1823, durante el primer sitio de la plaza de Valencia, los constitucionales se apoderaron del convento de Corpus Christi. Hallándose el comandante Arévalo de jefe de la línea avanzada del Quarte, logró penetrar el primero en dicho convento, desalojando de él a los enemigos que lo ocupaban, después de un reñido combate que duró más de diez horas y con sólo cuarenta hombres contra más de doscientos que tenazmente lo defendían, causándole la pérdida de catorce hombres e hiriendo a veinte más. Se destacó con igual valor y bizarría en la salida que hicieron los enemigos, en número de quinientos hombres, el día 29 de abril con el fin de destruir las obras del citado Cantón, a los que rechazó al mando de sólo ciento cincuenta hombres y consiguió encerrar en la plaza, sin que lograsen su intento.

También persiguió, al mando de una columna, a la partida del llamado “sastre Francisco”, a quien derrotó cerca de Turís (Valencia), participando seguidamente en el levantamiento del sitio de Murviedro y en el sitio y rendición de la plaza de Alicante.

Los años siguientes sirvió en el 1.er Regimiento de Tiradores y en el de Córdoba, solicitando en junio de 1825 la licencia ilimitada, que le fue concedida. Estando en esta situación recibió en el mes de septiembre de 1826 la Cruz de San Fernando de 2.ª clase, Laureada, en recompensa de las acciones realizadas durante el primer sitio de Valencia.
El General Arévalo retratado en la
obra Bocetos tradicionalistas.

Era ya comandante de Infantería en el Ejército isabelino cuando en el año 1835 solicitó y obtuvo su licencia absoluta para presentarse a principios del siguiente mes de junio al general carlista Cabrera.

La justa fama de jefe de claro talento y vasta ilustración, sobre todo en asuntos militares, de que el señor de Arévalo llegó precedido al campo carlista dio lugar a que el caudillo tortosino le nombrara secretario suyo y e confiriese poco después la dirección de las ''Academias'' que creó en las tropas de su mando a fin de que sus subordinados adquiriesen el mayor grado posible de cultura, especialmente en lo relativo al arte de la guerra, debiéndose, por lo tanto, muy en particular a José María de Arévalo la formación de aquella distinguida y bizarra oficialidad del Ejército carlista del Centro que, tan gallardamente dirigido por el General Conde de Morella, se cubrió de gloria militar en tantos y tan sangrientos combates, lo mismo en los días de los éxitos que en los de las retiradas.

La vida del jefe carlista Arévalo fue íntimamente unida a la historia de la primera guerra civil por Aragón, Valencia y Murcia; describir ésta sería preciso para detallar los servicios de aquél, porque en cuanto D. Ramón Cabrera recibió el nombramiento de Comandante General Carlista del Bajo Aragón, nombró Jefe de Estado Mayor de su División al señor de Arévalo; bástenos, pues, recordar que éste se distinguió más particularmente en las acciones de Chert, Prat de Compte, Azuara, Zurita, La Yesa, Muniesa, Alcanar, Terrer, Cantavieja, Puente de Alcance, Torrecilla, Cherta, Siete Aguas, Plá del Pau, Maella, Carboneras, Morella y, sobre todo, en Chulilla, la última victoria de los carlistas del Centro, que fue dirigida por el jefe Arévalo, cogiendo unos setecientos prisioneros al General Ortiz.

Cuando el General Cabrera salió del Centro con la expedición del General Gómez Damas, dejó al señor de Arévaol de Comandante General interino del Bajo Aragón, trasmitiéndole todas sus facultades; tal era la confianza que le inspiraba su Jefe de Estado-Mayor.

Al concluir la primera guerra civil era ya Mariscal de Campo carlista D. José M.ª de Arévalo, y honraba su pecho, entre otras varias condecoraciones, con la Gran Cruz de la Real y Americana Orden de Isabel la Católica y con la Cruz de primera clase de la Real y Militar Orden de San Fernando.

En Francia permaneció emigrado el General carlista Arévalo hasta que en 1847 fue a Gibraltar, desde donde se trasladó a su país natal, Las Alpujarras, con el cargo de Jefe de Estado-Mayor del Teniente General carlista Gómez Damas encargado por Carlos VI de promover un levantamiento en Andalucía; pero aquel proyecto fracasó y entonces aquellos dos bravos generales carlistas hubieron de trasladarse a Inglaterra para volver más tarde a Francia, pues ambos prefirieron morir en la expatriación antes que reconocer a la Reina cuyo trono habían combatido con las armas en la mano.
La visita de los Reyes al General Arévalo
narrada por el periódico parisino L'Union
y traducida por La Esperanza (9/2/1869).

Cuando fue destronada Doña Isabel, al reorganizar Don Carlos sus fuerzas, promovió a Teniente General al señor de Arévalo, y le destinó a su Consejo de París, capital en la que falleció cristianamente aquel bravo, entendido y leal veterano poco después, teniendo el consuelo de verse asistido en su última enfermedad por la augusta señora Doña Margarita de Borbón, el ''Angel de la Caridad'', como la apellidaron los enfermos y los heridos, tanto del campo liberal como del campo carlista.

El insigne Aparisi y Guijarro relató así sus últimos instantes:

Casi vivía de limosna el teniente general Arévalo; ya dije que doña Margarita le consoló y él la bendijo; ahora añado que cuando D. Carlos le abrazó moribundo, el valiente guerrero se echó a llorar.

Carlos VII presidió el funeral. En cementerio del P. Lachaise, según la pía y noble costumbre de España, no se pronunció ningún discurso. Pero ninguno de los leales servidores de Carlos VII pudo contenerse, y de todos los corazones después de las preces, salió el mismo grito, que pronto levantaría ecos por doquier: «¡Viva Carlos VII!»

Su fidelidad a nuestra bandera perduró en su descendencia a lo largo de generaciones. Un hijo suyo, José Arévalo Brugada, fue fusilado por los liberales en la primera guerra. Su yerno, el brigadier Antonio Santa-Pau Cardos, combatió por Carlos VII en la tercera junto a sus hijos (nietos del General Arévalo) Francisco, Antonio y José María Santa-Pau y Arévalo. Y varios nietos de este último (tataranietos del General Arévalo) lucharon en la última Cruzada: Luis Arturo y José María Angulo de Santa Pau murieron ambos por Dios y por España; y Jaime Angulo de Santa Pau se alistó al Tercio de Requetés María de Molina y sirvió después en diferentes unidades del Ejército nacional. Aquí puede verse, en una sola familia, la continuidad venerable de los principios salvadores de nuestra Patria, defendidos con la pluma y con las armas hasta en seis ocasiones, desde la guerra de Independencia hasta la Cruzada de Liberación.


Fuentes:

* Isabel Sánchez, José Luis: José María Arévalo en el Diccionario Biográfico Español.
* Barón de Artagan: José María Arévalo en Bocetos tradicionalistas (1912), pp. 109-111.
* Aparisi y Guijarro, Antonio: Opúsculos, tomo IV, p. 121.

lunes, 16 de noviembre de 2020

«Los conservadores», artículo escrito en 1875 por los carlistas en armas contra el conservadurismo liberal


Visión satírica del "pronunciamiento de Sagunto".

El conservador es el genio del mal en este mundo; es un monstruo anfibio, sin cola ni cabeza, porque ha abandonado aquella entre los demagogos, y ésta entre los católicos, para concentrar toda su vida en el estómago. Colocado entre los socialistas, que combaten par la verdad lógica derivada de la libre razón, y los católicos, que mueren por la verdad eterna, que es Dios, el conservador, incapaz de morir por nada, pretende defender el justo medio, y se cierne en el aire como el alma de Garibay, sin punto de apoyo donde fijarse. Vive de las desgracias de los que se baten por sus derechos y de los que luchan por sus deberes. No cree en Dios, pero se une á los católicos para indignarse contra los demagogos que lo niegan, y se reúne también á los demagogos para reírse de los católicos, que lo adoran. Dícese católico, y profesa la libertad de cultos; llámase monárquico, y proclama al pueblo rey. Si el católico le arguye en nombre de la Religión, responde que la Religión no tiene nada que ver con la política. Si el patriota saca las consecuencias de la libertad, se declara ante todo conservador del orden. Búrlase de los que defendemos el derecho divino y el divino origen de la autoridad, oponiéndonos el dogma infalible de la soberanía popular; pero al mismo tiempo lanza sus rayos contra los que gritan que el gobierno del pueblo es la república con todas sus consecuencias. Cuando el populacho exaltado pone en peligro su existencia, saluda al sacerdote y acoge á la Iglesia, dándose golpes de pecho para que la demagogia no triunfe. Cuando los católicos triunfan, únese al exaltado populacho, y quema iglesias y degüella frailes. 

El es el mismo que, tratándose de una manifestación contra los demócratas, se alía con los carlistas para iluminar por el Papa; el mismo que en las jornadas de Somorrostro, en que amenazaban los carlistas, reunía á las damas de la aristocracia para que fabricasen hilas para los soldados de la república; el mismo que ahora fabricará balas para aplastar á los republicanos y a los carlistas. No creyendo en Dios ni en el diablo, en la monarquía ni en la república, y uniéndose, ya a los carlistas para batir á los republicanos, ya a los republicanos para batir a los monárquicos, siempre está dispuesto a ser hipócrita en religión y traidor a la libertad, con tal de que el estómago esté satisfecho. Cujus Deus venter est

Es el tipo más siniestro, más odioso, más pérfido, más corrompido en política; pero el más hábil, toda vez que al egoísmo de esos miserables, incapaces de sentir y creer, se llama hoy habilidad. A estos argumentos que nosotros le dirigimos, y a otros que le puedan dirigir los defensores de la democracia, este cobarde, que a falta de armas nobles esgrime siempre su única arma, la mentira, responderá solapadamente que él es católico, pero no fanático; que es liberal, pero no demagogo. Y así seguirá su brillante carrera, prosperando, conservando siempre la fortuna que ha amasado con la sangre del pueblo que le deja vivir en sus entrañas. Y así, esos vampiros continuarán coadyuvando a que en la infeliz España medio pueblo se degüelle con el otro medio, por conservarse ellos en el poder. Y en el poderse mantendrán, pretextando, por un lado, que el tiempo de la monarquía legítima pasó para no volver, y, por otro, que el pueblo no está todavía bien educado para la libertad... ¡Y así lograrán su doble infernal objeto de explotar al pueblo y de corromperle; de matar su virilidad, pudriendo su alma, para mejor dominarle y manejarle! 

¡Oh, no! Eso no será siempre ni por mucho tiempo; no puede ser. Cuando España entera ha enviado lo más llorido de su juventud, lo más sano y honrado de su población, a morir por la santa idea de nuestros padres, y no ha tenido un solo pueblo, una voz sola que haya salido a los campos a aclamar y a derramar su sangre por el hijo de doña Isabel; cuando para desplegar al viento su bandera el alfonsismo ha aguardado al momento en que el carlismo triunfante amenazaba a la revolución impotente, para aprovecharse de un motín y hacer causa común con ella, es que está bien convencido de que solo por sorpresa, en última extremidad, y como remedio desesperado para prolongar la agonía de la desacreditada revolución, puede ser tolerado por la fatigada opinión pública. Su bandera, en efecto, es la misma bandera revolucionaria, reforzada de hipocresía y de maldad. 

Los carlistas de España entera la conocen bien desde ha cuarenta años. Aquello que cayó seis años ha por corrompido y funesto, no puede sostenerse hoy con los mismos hombres e iguales procedimientos. Solo puede servir para aumentar más y más la discordia en el campo enemigo, y bajo este punto de vista nos tenemos que felicitar de lo que está sucediendo estos días. 

Empezamos la guerra cuando reinaba D. Amadeo, y D. Amadeo cayó, y cayó la república, y ha caído la dictadura. Caerá también, y pronto, el hijo de doña Isabel, si por ventura llega a Madrid. Ellos son siempre los mismos hombres, con el mismo ejército y las mismas ideas, y con los mismos procedimientos. 

Nosotros también somos los de siempre, siempre leales, siempre honrados, siempre carlistas hasta morir. Ellos, o nosotros. No hay medio. Hasta aquí hemos dicho: ¡vencer ó morir! Desde hoy, seguros de que el enemigo, cambiando de postura y de careta, revela su impotencia incurable, haremos como los soldados de Fabio, que no juraron morir o vencer, sino volver vencedores, y vencieron en efecto.

El Cuartel Real, Tolosa 5 de enero de 1875

martes, 3 de noviembre de 2020

Reflexiones de primera ola (I). Los cimientos de la sociedad al descubierto

Hay quién dice que son las circunstancias de crisis y de mayor necesidad las que demuestran la casta de la que están hechas las personas. Quién, en un momento de necesidad, huiría cobardemente, se quedaría al pie del cañón, o permanecería paralizado del terror. Así pues, de la misma manera en que las antiguas oligarquías urbanas eran las primeras en huir de las ciudades cuando estallaba una epidemia de peste, otra epidemia (no tan grave) nos ha mostrado de qué madera está hecha nuestra sociedad. Nos ha enseñado cómo está hecha.

Lo primero que nos ha enseñado, o más bien recordado, la epidemia, ha sido la reiteración de que la naturaleza humana es una naturaleza social, y que la sociedad se basa en nuestra dependencia mutua. El confinamiento nos ha reducido a un aislamiento y una soledad que nos ha pasado factura a nivel psicológico, y nos ha mostrado la importancia de nuestras amistades y nuestras relaciones con nuestros semejantes. En particular, la ola más dura de la epidemia nos ha vuelto a demostrar la importancia que tiene la familia: muchas veces dispersa y con padres o abuelos de gran edad, y otros familiares de salud vulnerable, los más afortunados hemos estado pendientes durante el confinamiento del estado de salud de nuestros parientes, y los más desafortunados han experimentado en sus propias carnes el dolor y el suplicio por la separación.

A su vez, el aislamiento a nivel económico nos ha mostrado la dependencia que tenemos los unos a los otros en todos los niveles: tanto la incapacidad de trabajar en confinamiento y ganar dinero, como la incapacidad de salir a comprar, o de tener un fontanero u otros servicios a mano en situaciones imprevistas. En esto, cabe mencionar las profesiones esenciales, las profesiones verdaderamente indispensables para el funcionamiento de la sociedad y que ni en una situación de confinamiento se ha podido renunciar: sector alimenticio, transportes, policía, sector médico, encargados de la electricidad y el agua… De igual manera, la Iglesia Católica ha demostrado cumplir una importante funcionalidad social para frenar los efectos económicos del confinamiento y la interrupción total de los ingresos, y el Ejército y las Fuerzas Armadas, además de ser unidades complementarias en cualquier situación de emergencia, han demostrado su necesidad de defensa militar ante las diversas noticias de los movimientos militares de Marruecos o la invasión por otros países de aguas territoriales españolas.

De la propia naturaleza humana, también hemos visto cómo es verdad eso de que «no sólo de pan vive el hombre»: que el hombre no sólo necesita seguir respirando y poder alimentarse para seguir vivo. Con todo el confinamiento, hemos vivido no sólo el clima de angustia de vernos encerrados en nuestras casas –mucho más grave para aquellos que sólo pueden llamar “casa” a un espacio de unos pocos metros cuadrados—, sino también por la monotonía: no salir, no poder hacer nada o hacer siempre lo mismo. Es en este contexto, en que muchos se han entusiasmado por la lectura, el deporte o incluso la televisión; y es que (y forzoso es reconocerlo), los que llevan los medios de comunicación han ocupado una función clave para tener a muchos entretenidos y que no saltasen (literalmente) por la ventana. También es necesario mencionar la importancia de la asistencia religiosa durante la epidemia, especialmente a los miles de familias que se han enfrentado a lo peor en los momentos más duros, y en los que los capellanes de hospital y los religiosos que han prestado en general su asistencia han sido fundamentales. No sólo de pan vive el hombre. El ser humano también necesita las condiciones para sentirse plenamente realizado a nivel psicológico, religioso, físico y cultural aparte de los alimentos y de las condiciones materiales, aunque tanto el sentido común como las circunstancias nos demuestran que son fundamentales. La familia como célula de la sociedad y la realización no sólo material de la vida humana –pero también material, que conste— son los elementos claves que debe tener en cuenta una sociedad bien organizada.

En estos momentos, también hemos sido testigos como de la grandísima maldad y estupidez presentes en el ser humano. Adolescentes (y no tan adolescentes) que se van a fiestas multitudinarias a pesar del riesgo de contagio (y estoy hablando de la primera ola), turistas que se creen que el estado de emergencia son unas vacaciones que puedes pasar en la playa o en el pueblo –y de eso en la costa sabemos bastante—, okupas que aprovechan la situación para pegarse la fiesta madre en un chalet de lujo, empresarios, estafadores y usureros que se aprovechan del mal común para hacer fortuna, instituciones que aprovechan la incapacidad de reacción para introducir medidas a favor de sus propios intereses –esto en la Universidad de Granada ha pasado— y así un largo etcétera. Esto nos reafirma la naturaleza caída del hombre. Pero también nos da una importante lección en política, y es que no siempre es conveniente dejar las cosas a libre elección de las personas: tanto por parte de un solo imprudente que puede contagiar a miles, como una empresa libre de poner sus precios y condiciones que ante una situación de urgencia pone precios elevadísimos a un producto de alta necesidad, o condiciones draconianas para ganar ingresos, como obligar a trabajar a enfermos graves. Una sociedad libertaria o anarquista se vendrá abajo en el mismo momento en que estalle una situación que requiera disciplina social y capacidad de coacción hacia sus elementos más indeseables.

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