viernes, 26 de agosto de 2022

Tradicionalismo y fascismo (II) : Dios




Folletón de EL SIGLO FUTURO

por José Luis Vázquez Dodero (noviembre-diciembre de 1934)

DIOS

En esta breve síntesis de los principios fascistas y tradicionalistas comenzar por lo más alto parece lo más sabio.

Dios está arriba, como coronamiento y cúpula. Dios está abajo, como cimiento y sillar. Dios, en fin —dice el Catecismo—, «está en todas partes».

Superado el escepticismo en que se basan las políticas agnósticas, Dios, «Causa Primera», tiene que estar presente informándolo todo para el político de la Verdad, porque Dios es la Verdad esencial.

Al hombre, dicen los teólogos, le une un triple lazo con Dios: el «ontológico» como de efecto con su causa eficiente productora; el «lógico» como de imagen con la causa ejemplar a que se asemeja; el «ético» como de agente con la causa final, de cuya bondad participa. (1)

Estos derechos de Dios imponen un conjunto de deberes correlativos en el hombre, y de aquí nace la necesidad de la Religión, que «etimológicamente es «reatar», «religare», porque por ella nos volvemos a unir voluntariamente a Dios, a quien lo estamos ya por ley de causalidad (Lactancio); es rumiar, meditar, «releer», «relegere», porque ella nos hace recapacitar lo que le debemos a Dios (Cicerón); es «re-elegir», «religere», ya que por ella volvemos a elegir a Dios, a quien perdimos por el pecado (San Agustín). Cualquiera etimología que se adopte, «religión» es el «lazo que une el hombre a Dios». (2)

Este lazo no debe desaparecer para el Estado, porque el Estado se ordena al bien temporal de los individuos, a la consecución de sus fines terrenales; pero estos fines no deben conseguirse con descuido de los otros, más altos y superiores, y a los cuales, por consiguiente, todos deben hallarse subordinados.

Por eso, como dice un gran pensador, la antigua preocupación de «neutralidad» ha sido ya desechada definitivamente. «Podrán ser neutros una piedra o una planta. Un ser que piensa no puede ser nunca neutro, porque «pensar» es ya salir de la neutralidad. Y como los pueblos no son más que sumas de seres que piensan, necesariamente tienen un cierto pensamiento colectivo que los orienta en determinado sentido y los hace salir de la neutralidad.»

Jesucristo dijo: «Yo soy la Verdad». Y toda la política del Tradicionalismo se basa en esas palabras. Política, decía, de Verdad objetiva, que arranca de la creencia en Aquel que dijo que Él era la Verdad. Es decir, política inspirada en el Evangelio. Más claro: política católica.

En el sistema tradicionalista, Dios es el supremo punto de referencia. De Dios sale todo, a Dios se ordena y a Dios va. «Política de Dios», según la frase de nuestro Quevedo.

El Tradicionalismo parte de la existencia de una institución, la Iglesia católica, depositaría de la Verdad revelada. Cree además que la maravillosa aportación de España a la civilización universal se ha hecho bajo la égida de la Iglesia. Y que todo lo genuinamente nacional es también genuinamente católico, resultando obra católica toda obra española.

Esta es la tesis de Menéndez Pelayo sobre nuestra historia.

Por consiguiente. Teología, Filosofía e Historia inspiran al Tradicionalismo español el primero de los lemas de su programa: Dios.

Oigamos a los propios enunciadores del programa tradicionalista: «El primer lema del programa tradicionalista es Dios. Dios, de quien dimana todo poder. Dios, que para los tradicionalistas no sólo quiere decir la sumisión del hombre individual a la ley divina, sino la sumisión del Estado, de la sociedad civil organizada, de todos los poderes e instituciones públicos. Dios, en nuestro programa, quiere decir que el Estado es confesional y católico, naturalmente; que acepta, y proclama, y reconoce, y respeta los derechos de Dios en la sociedad, y, por tanto, los de su Santa Iglesia». (Junta Suprema Tradicionalista: «Dios, Patria, Rey».)



El Fascismo y la idea de Dios; el Fascismo y la Religión; Fascismo y Catolicismo; la base religiosa del Fascismo: he aquí una serie de enunciados sobre los cuales se ha discutido acaloradamente entre personas de las doctrinas más variadas.

Por una parte, todos aquellos que se sienten vejados porque un régimen que da de lado a la política democrática haya logrado para Italia innegables beneficios, procuran presentar el régimen mussoliniano como el más perfecto dechado de «reacción», o sea, como movimiento autoritario en que, por defenderse las instituciones de la civilización cristiana, la Iglesia toma parte y es coautora del «delito».

La postura de los enemigos del Fascismo en este punto obedece a la política religiosa de Mussolini, y es natural que a pesar de los incidentes, dificultades y choques con la Iglesia que aquélla ha producido suscite el recelo y produzca el enojo de los adversarios del Catolicismo o del simple espiritualismo.

Nacionalista y patriota, Mussolini ha exterminado la Masonería. Ha hecho desaparecer las Sociedades secretas. Ha proclamado la fuerza y la hermosura de la Religión católica. Ha concertado el Pacto de Letrán, reconociendo la soberanía de la Santa Sede. Ya antes de esto, advierte B. Pujo, el «duce» había procurado impresionar favorablemente al Vaticano. Cedió a la Vaticana la biblioteca del Palacio Chigi; devolvió el convento de Asís; restauró el culto en algunas iglesias; restituyó muchos conventos a las Ordenes religiosas; restableció la enseñanza religiosa en las escuelas primarias y el crucifijo en el Parlamento; reformó, en fin, en las postrimerías de 1925, la legislación referente a la Iglesia...

Y, sobre todo, el Pacto de 11 de febrero de 1929, ratificado por el Parlamento el 13 de junio del mismo año... La solución de un problema sexagenario, con toda su extraordinaria transcendencia política y religiosa, es uno de los más grandes aciertos de Mussolini y un tanto que no podrán perdonarle los enemigos de la Iglesia.

El articulo primero declara a la Religión católica única religión del Estado italiano. Italia reconoce (artículo 2.°) la soberanía internacional de la Santa Sede como un atributo inherente a su naturaleza y a las exigencias de su misión en el mundo. El territorio del Vaticano pasa a ser Estado soberano; etc., etc. (3)

¿No son hechos más que suficientes para que las fuerzas ocultas de la revolución, la masonería, el judaísmo, todas las potencias del ateísmo se hayan desencadenado contra la política mussoliniana?

Pero entre los católicos, el Fascismo tampoco ha dejado de suscitar recelos.

En primer lugar, por algunas afirmaciones de Mussolini en su «Dottrina» y en sus discursos, donde abundan frases de una virulencia exasperada y terrible. La doctrina del Estado, que luego se expondrá; los conflictos con la Santa Sede, etc., han sido para muchos piedra de escándalo. Gran número de católicos no ocultan sus prevenciones y hacen escrúpulo así de algunos puntos de la doctrina fascista como de determinados actos de gobierno.

Nadie que leyera el artículo «Necesidad de navegar», publicado por Mussolini el 1 de enero de 1922 en el «Popolo d' Italia», podrá prometerse del autor otra cosa que una política religiosa jacobina. Véase hasta qué punto llega la cruda aspereza de la frase: «Nuestra batalla es más ingrata, pero más bella, porque nos obliga a contar sólo con nuestras fuerzas. Hemos desmenuzado todas las verdades reveladas, hemos escupido en todos los dogmas, despreciado todos los paraísos, burlado a todos los charlatanes —blancos, rojos, negros— que ponían en circulación drogas milagrosas para dar la «felicidad» al género humano. No creemos en los programas, ni en los planes, ni en los santos, ni en los apóstoles, y, sobre todo, no creemos en la felicidad, en la salvación, en la tierra prometida. No creemos en una solución única —sea económica, política o moral—, en una solución lineal de los problemas de la vida, porque —¡oh ilustres chantres de todas las sacristías! —la vida no es lineal, y jamás la reduciréis a un segmento limitado a las necesidades primordiales».

Apuntadas antes las obras que el Fascismo ha llevado a cabo en el terreno religioso, conviene indagar los principios informadores de la política fascista en relación con la Religión.

Cosa difícil, desde luego, porque el Fascismo afirma no tener principios y hace ascos de los programas.

Para el Fascismo, como para Goethe, la Acción quiere ser antes que el Verbo. El examen de esta proposición nos llevaría demasiado lejos. Baste apuntar la dificultad de buscar en los «principios» las normas de la política fascista.

«La dottrina —dice Mussolini— dev' essere non un' esercitazione di parole, ma un atto di vita». Con esta frase, que después habrá ocasión de comentar, basta y sobra para justificar lo que acabo de decir.

En el parágrafo 12 de «La Doctrina del Fascismo» define el «duce» las relaciones entre el Estado y la Religión:

«El Estado fascista —dice— no permanece indiferente respecto del hecho religioso en general ni de aquella particular religión positiva que es el Catolicismo italiano. El Estado no tiene una teología, pero tiene una moral. En el Estado fascista la religión está considerada como una de las manifestaciones más profundas del espíritu; en consecuencia, no sólo se la respeta, sino que se la defiende y protege. El Estado fascista no crea un «Dios» particular, como Robespierre quiso hacer en cierto momento, en los delirios extremos de la Convención; tampoco busca el medio de borrarlo de las almas, como hace el bolcheviquismo; el Fascismo respeta al Dios de los ascetas, de los santos, de los héroes, y también al Dios tal como se ve y se reza en el corazón ingenuo y primitivo del pueblo».

Hay aquí dos frases profundamente antiliberales: «no sólo se la respeta, sino que se la defiende y protege»; «el Estado no permanece indiferente respecto al hecho religioso ni de aquella particular religión positiva que es el Catolicismo italiano».

Por este lado se acerca al Tradicionalismo, pero añade: «El Estado no tiene una Teología, pero tiene una moral». En el sistema tradicionalista, el Estado es una concepción política con base teológica, y la moral del Estado dimana de esa concepción. Admitida la Revelación, para el Tradicionalismo todos los conceptos que integran su programa y que nutren sus postulados —desde los más altos hasta los más oscuros e insignificantes—, están sometidos al juicio de la Teología en cuanto no pueden hallarse en oposición con ella.

Esta ejecutoria no es, a todas luces, compartida por el Fascismo. El Tradicionalismo tiene un concepto de la vida —y por consiguiente de la sociedad, del Estado, de la política, etc.— armónico con las normas del Evangelio y como son interpretadas por la Iglesia.

Pero el Fascismo tiene una especie de «mística», como dice Georges Roux, y quiere tener una filosofía de la vida privativa y original.

En primer lugar, el Fascismo vindica para su filosofía la nota de «espiritualista». Cinco veces al menos hace mención de ella Mussolini en la «Dottrina», y siempre para hacerla inseparable del Fascismo.

«No se comprenderá —dice— el Fascismo en muchas de sus manifestaciones prácticas como organización de partido, como sistema de educación, como disciplina, si no se considerase a la luz de su modo general de concebir la vida. Este modo es espiritualista».

«Se trata —añade en otro lugar— de una concepción espiritualista nacida de la reacción general del siglo contra el positivismo degenerado y marchito del ochocientos».

Y también: «El Fascismo es una concepción religiosa en la que se considera al hombre en su relación inmanente con una ley superior, con una voluntad objetiva, que trasciende del individuo particular y lo eleva a miembro consciente de una sociedad espiritual».

El Fascismo concibe la vida como un «combate continuo» (Mussolini), y por eso es una «reacción divina» que consiste «en juntarse como hermanos contra el egoísmo de todos y cada uno en nombre de un «duce» terrestre que vela sobro todo y sobre todos, en nombre de un Padre no terrestre que igualmente vela». («Roma Fascista», 21 junio 1931).

El «duce» dice que el fascista «desdeña la vida cómoda», porque el Fascismo «aplica el espíritu antipacifista a la vida de los individuos» y «niega la ecuación bienestar-felicidad, que convertiría a los hombres en animales limitados a pensar en una sola cosa: alimentarse y engordar, reducidos a la pura y simple vida vegetativa».

Todo este sentido ascético de la vida nace de una fe: «Si el Fascismo no fuese una fe, ¿cómo daría estoicismo y arrojo a sus adeptos? Sólo una fe que ha alcanzado altura religiosa, sólo una fe puede sugerir las palabras salidas de los labios ahora exangües de Federico Florio». («Vínculos de sangre» en el «Popolo d'Italia» del 19 de enero de 1922).

El ministro de Justicia, Rocco, ha escrito unas palabras que vienen muy al caso y en las cuales no se distingue a punto fijo si quiere asignar al Fascismo una moral propia o si trata de hacerle suya la católica. «El Estado fascista tiene su moral, su religión y su misión espiritual en el mundo. Debe extender y defender la moralidad del pueblo. No puede mostrarse indiferente ante los problemas religiosos». Por el contrario, debe profesar y proteger la religión que juzga verdadera, esto es, la Religión católica». (4)

Benito Mussolini

No he escaseado las citas sobre este punto, porque lo juzgo importantísimo. Ya que el Fascismo no tiene un programa o unas bases de doctrina definida, hay que acudir a las fuentes que parecen más auténticas, y las fuentes más auténticas son la «Dottrina» de Mussolini, sus discursos y artículos, y los de los primates del Fascismo, como el citado Rocco.

¿Qué se deduce de lo expuesto? Trataré de explicarme en pocas palabras.

El Fascismo, que nació de una necesidad biológica, como antes dije, a cuya satisfacción acudieron espontáneamente unos patriotas que percibieron la catástrofe en  que su Italia iba a hundirse, no encarnó en hombres de formación doctrinal católica. Mussolini había sido socialista y no tenía fe religiosa: mal podía concebir el Estado, las instituciones políticas y la obra de gobierno a la luz de la Revelación.

Pero Mussolini es un extraordinario hombre de Estado, y a su perspicacia no escapó todo el inmenso bien que de la Religión se sigue al pueblo y toda la falsa postura de las políticas nacidas al calor de la Revolución, con su secuela de persecución religiosa, ateísmo, escuela laica, etc., etc.

El «duce» sabe, él mismo lo repite, que «la tradición es ciertamente una de las mayores fuerzas espirituales de los pueblos, por ser creación sucesiva y constante de su alma».

El alma es «naturaliter christiana», y de aquí que un hombre bien intencionado, dispuesto a gobernar un pueblo sin prejuicios antirreligiosos, acierte muchas veces, porque necesariamente esa inclinación recta y esa perspicacia política le hacen dar en el clavo, supliendo otras luces.

¿Es el Fascismo puramente pragmático? ¿Pone la religión al servicio del Estado?

No escudriñamos las intenciones de sus dirigentes; pero quizá sea difícil descargar a la política religiosa de Mussolini de esta acusación o nota de pragmatismo.

Obsérvese que para el pragmatismo Verdad y Eficacia se confunden. Allí hay Verdad donde hay Eficacia; aquello es verdadero que es eficaz prácticamente. (5)

Pues bien: a una política de servicio de los intereses religiosos sólo se llega por dos caminos: o porque el Estado descanse en una Teología, o porque parezca simplemente lo más justo, lo más conveniente y lo más «político».

Parece demasiado dura la afirmación del abate Sturzo: «Dios es un buen servidor al servicio del duce, pero no otra cosa. Conviene tener a Cristo en la escuela como un elemento más para que los chicos se estén quietos». (6) Se respira cierta animosidad.

Escuchemos todavía a Mussolini: «En lo político, el Fascismo quiere ser una doctrina realista, en sentido práctico; sólo aspira a resolver los problemas que se propongan históricamente por sí mismos y que muestren o sugieran su propia solución».

De aquí puede, evidentemente, tomarse pie para afirmar el pragmatismo fascista, y por consiguiente que su política religiosa obedece exclusivamente a móviles políticos y razones de gobierno.

Sin embargo —todo hay que decirlo— Mussolini ha querido sacudirse el sambenito de este oportunismo utilitario, y precisamente en lo que se refiere a su política religiosa. «Quienes sólo ven en la política religiosa del régimen fascista —dice— consideraciones de mera oportunidad, no han comprendido que el Fascismo, además de ser un sistema de gobierno, es, ante todo, un sistema de pensamiento».

«Pragmático» llama al Fascismo su fundador y «duce» (7) el cual es, por otra parte, en dictamen de Goad, «un hombre «esencialmente» pragmático». (8)

¿A qué carta quedarnos? ¿Es puro pragmatismo la posición del Fascismo respecto de la Religión católica?

Mi parecer es que esto no interesa capitalmente. Tanto valdría como hacer pesquisa minuciosa en la conciencia de los gobernantes italianos.

En cambio, puede afirmarse que ciertas manifestaciones y la falta de una concepción teológica que sirva de basamento a la doctrina fascista, corroboran en su política, objetivamente hablando, cierta tendencia a ir a la Verdad por el rodeo menos puro de la eficacia práctica.

Mussolini, con una ignorancia impropia de su genio, dijo esta vaciedad que tan mal sonó en los oídos de Pío XI: «El Catolicismo es una secta judía de Palestina que sólo al pasar por Roma se hizo universal».

Por eso el Fascismo no es una construcción levantada sobre la roca firme de la Teología.

Por eso, mientras en el Tradicionalismo la Religión es una idea de fin, en el Fascismo se queda sólo en idea de medio.

Por eso, en resolución, mientras para el Tradicionalismo el Estado es «esencialmente» católico, para el Fascismo es «esencialmente» fascista.

Que Mussolini mismo, con unas palabras del discurso de 13 de mayo de 1929 en la Cámara de Diputados, nos pruebe esta afirmación, cerrando este capítulo: «... El Estado fascista reivindica plenamente su carácter ético: es católico, pero es fascista sobre todo, exclusivamente, «esencialmente» fascista. El catolicismo lo integra, y lo declaramos abiertamente, pero nadie piense, bajo especies filosóficas o metafísicas, cambiar las cartas sobre la mesa».




(1) Vid. «La Redención, síntesis de la Teología», por Adolfo A. Cuadrado, pág. 41.


(2) Vid. Gomá; «Valor educativo de la Liturgia», página 21.

(3) Vid. el interesantísimo volumen «Les transformations recentes du Droit public italien», de Trentin.

(4) Citado por Roux: «La Italia fascista», pág. 184.

(5) Vid. Augusto Messer: «Historia de la Filosofía: La Filosofía actual», pág. 109.


(6) Cit. por Pemán en «El hecho y la idea de la Unión Patriótica», pág. 294.

(7) En las últimas líneas del párrafo IX de la «Dottrina»: «De ahí el aspecto pragmático del Fascismo...»

(8) Goad: «El Estado Corporativo», pág. 108.

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