domingo, 28 de agosto de 2022

Tradicionalismo y fascismo (III) : Patria



Folletón de EL SIGLO FUTURO

por José Luis Vázquez Dodero (noviembre-diciembre de 1934)

PATRIA

1) ESTADO Y NACIÓN

Para simplificar mi tarea voy poniendo a cada capítulo un título del lema tradicionalista. Examinado «Dios», le toca el turno al concepto de Patria. Pero esta palabra se pone aquí como un nombre amplísimo en el que tienen cabida multitud de nombres que son otros tantos problemas de Derecho público, y que se agrupan bajo este vocablo emotivo y sentimental, «Patria», para hacer más sencilla y menos complicada la tarea.

Estado, Sociedad, Nación, Soberanía, etc. son términos que pueden examinarse a la sombra de ese término lleno de vibraciones y sonoridades mágicas que es la palabra Patria.

«Initium doctrinae sit consideratio nominis». Esta prudentísima sentencia de Epicteto no está de más
cumplirla aquí donde reina extraordinaria confusión terminológica y donde los tratadistas modernos han complicado extraordinariamente el léxico. Por eso para saber a qué atenerse y no manejar equívocamente las palabras, conviene darles antes un sentido, en el que han de entenderse cuantas veces se usen.

Y lo primero es decir que la Nación es una forma de Sociedad. La Sociedad se concibe y se explica de dos modos: o por la sociabilidad del hombre, y entonces la Sociedad es un hecho «natural»; o rechazando esa sociabilidad, y en este caso la Sociedad es un hecho «artificial». La primera es la concepción tradicional cristiana; la segunda es la teoría del pacto de Rousseau. Si se admite que la Sociedad es un hecho natural, una criatura, un ser, habrá que admitir que, como todo ser y toda criatura, la Sociedad tiene una «forma». Ahora bien, esta forma de la Sociedad no es otra sino la que nace «naturalmente» (1) de la tendencia de la sociabilidad, en su desenvolvimiento y desarrollo. Toda forma social está determinada por una necesidad natural: venimos al mundo en el seno de una sociedad, la Familia; nos desenvolvemos en la agrupación que las familias forman para atender sus fines y que se llama Municipio; el cual, para los suyos, se agrupa en una Sociedad superior, que es la Región, Sociedad que en su unión con las análogas produce otra que cuando se mira desde fuera se llama Nación y cuando se mira desde dentro, por los propios nacionales, llamamos Patria, según la conocida identificación de Cánovas del Castillo.

De aquí que las Naciones sean para el Tradicionalismo «productos históricos en que el principio universal de sociabilidad se ha ido plasmando». (2)

Importa subrayar este fundamento «social» de la Nación, porque de la aplicación de este principio surgen trascendentales consecuencias en el orden político y de gobierno.

Hay, pues, una jerarquía de agrupaciones humanas para atender los fines terrenos; jerarquía que comienza donde comienza el hecho fundamental de toda Sociedad —la vida misma, que da lugar a la familia— y que se corona en la Nación, «sociedad política suprema en que sus miembros realizan el destino humano». (3)

Mella ha dicho de la Nación que «es un río formado por afluentes»; con lo cual se significa perfectamente esta gradación social de que venimos hablando.

Esclarecido el concepto de Nación, urge esclarecer el de Estado. Y con esto está dicho que Nación y Estado son dos conceptos, y por tanto conceptos «distintos». No es este lugar propio para hacer una reseña de la polémica científica en torno a ellos.

Desde la absoluta divinización de Hegel («el Estado es la voluntad divina como Espíritu actual» o «la sustancia ética consciente de sí misma») hasta la novísima identificación de Estado y Derecho que concibe Kelsen, pasando por la definición simplista de Kant y el concepto materialista de Duguit, hay multitud de escuelas, doctrinas y tanteos alrededor del Estado, que no son del caso examinar ahora. (4)

Baste saber que para el Tradicionalismo el Estado no es otra cosa sino ese supremo cuerpo social —Nación— en cuanto organizado políticamente; es decir, la organización jurídico-política, del organismo social vivo que llamamos Nación.

El Tradicionalismo hace suya, en lo que se refiere a Sociedad y Estado, la doctrina de Santo Tomás de Aquino que veía en la Sociedad una exigencia natural del hombre, y en el Estado la necesaria autoridad que mira por el bienestar colectivo. (5)

La diferencia entre Estado y Nación la expresa Vázquez de Mella perfectamente en su discurso de 30 de junio de 1916 con las siguientes palabras: «Una colección de emigrantes de diferentes creencias, de razas distintas, pueden llegar un día en un buque náufrago a estrellarse en la costa de una isla desierta e inhospitalaria y erigir un Poder público e independiente, constituir un Estado; dondequiera que haya una soberanía política independiente existe un Estado, pero no constituirá una Nación. Un Estado se puede constituir en una batalla, sobre una espada vencedora, cuando una provincia se destaca o una colonia se emancipa; pero una Nación, no; una Nación no se improvisa». (6)

¿Está claro? El Estado, la soberanía política, puede ser obra de unas horas, en azares y situaciones especiales; la Nación, el organismo social vivo sobre el que actúa como organizador jurídico el Estado, no. El Estado puede surgir en un instante; la Nación, no, porque es la entrega —tradición— del patrimonio espiritual, moral y material de generación en generación; y, en frase de Gustavo Le Bon, «un conjunto de fuerzas atávicas condensadas en nosotros mismos».

De estos conceptos de Nación y Estado deduce el Tradicionalismo una consecuencia que constituye uno de los puntos fundamentales de su doctrina: la soberanía de «lo social» sobre «lo político»; la subordinación del Estado a la Nación.

Siendo lo social el hecho primario y natural anterior a cualquier forma de organización política, es
lógico que el Estado, organizador, esté supeditado a la Nación, organizada, puesto que la razón de ser del primero es precisamente el bien de la segunda.

Así, pues, para el Tradicionalismo el Estado depende de la Nación y es su servidor necesario.

Antes que la soberanía política, y sirviéndose de ésta para su provecho, está en el Tradicionalismo la soberanía social: «Reconocemos —dice el Programa— lo que llamamos soberanía social, fruto de otras jerarquías subordinadas de personas o entidades sociales que, aparte la persona individual, cuyos derechos naturales proclamamos, comienzan en la familia: se prolongan por el municipio, que es una agrupación de familias; siguen por la hermandad de esos municipios en comarcas que se unen para formar la región.

De esta preeminencia de lo social surgen para la política, tal como la concibe el Tradicionalismo, las siguientes consecuencias que sumariamente recojo:

1.ª El Regionalismo y la autonomía municipal, ya que el Municipio y la Región son cuerpos sociales vivos que tienen derecho a administrarse por sí mismos, aunque sin mengua de la unidad nacional ni de las funciones específicas del Estado.

2.ª El régimen corporativo, gremial, que parte del reconocimiento de las clases sociales y que tiene por objeto agruparlas para armonizar los intereses de todas en beneficio de la Nación.

3.ª La representación orgánica, en la que se atiende al interés vivo, real y verdadero de las clases, sin sacrificar, como hace el sufragio universal igualitario de las democracias, lo social, que es la vida auténtica a lo político, que es el interés de los partidos.

4.ª La limitación de la autoridad política, que encarna en la persona del Rey por las libertades municipales y regionales.



Tratemos ahora de presentar la concepción fascista de la Nación y Estado según está expuesta en las principales fuentes de información, y sobre todo, por supuesto, en ese diseño general que es la «Dottrina» de Mussolini.

En España se oye con frecuencia reprochar al Fascismo una concepción estadolátrica de la vida. El Fascismo, suele decirse, sigue el pensamiento de Platón y Hegel en cuanto al Estado. Por eso es menester estudiar objetiva y desapasionadamente, en los mismos textos fascistas, esta doctrina, y compararla con la tradicionalista.

Una observación preliminar. Está escrito en este tratado que Tradicionalismo y Fascismo coinciden en ser movimientos de reacción contra la política vacilante deicida del Ideario de la Revolución. Este ideario puesto en práctica es el liberalismo, es la democracia inorgánica, y sabido es que el liberalismo, haciendo caso omiso de lo social, colocó al individuo frente al Estado y encargó a éste de atender y cumplir fines sociales que hasta entonces, según ley natural, atendían y cumplían los organismos naturales. Es decir, el Estado desahució a la Sociedad de los puestos que legítimamente ocupaba, cosa lógica en una doctrina nacida del supuesto de que la Sociedad no es producto del hecho natural de la sociabilidad, sino del artificial del pacto.

Ahora bien: el Tradicionalismo ha sido consecuente en su posición contrarrevolucionaria, puesto que quiere reivindicar para la sociedad todo lo que violenta y dolosamente le había arrebatado el Estado, y hacer que de nuevo resplandezca en sus consecuencias la premisa fundamental de la sociabilidad humana.

¿Lo ha sido igualmente el Fascismo? A esta pregunta contestamos a continuación. Pero antes una palabra. Si ha sido consecuente, estamos en el caso examinado, y nada hay que añadir. Si no lo ha sido —y a esto se endereza esta observación preliminar— nos encontraríamos ante la pirueta política e histórica de una doctrina que viniendo a reemplazar a otra y a aniquilar todos los principios y consecuencias de la primera, llega por otro camino a idénticos resultados. Porque tanto monta dar en el estatismo por la vía del individualismo inorgánico que prescinde de todo cuanto signifique organización espontánea y natural, como ir a parar a ese estatismo combatiendo el artificio del pacto y teniendo presente lo orgánico y lo social, pero prescindiendo de ellos al dar al Estado poder absorbente y omnímodas atribuciones que los destruyen.

Mussolini apunta esta idea general sobre el Fascismo: «El Fascismo es una concepción histórica en la que el hombre no es quien es sino en función del proceso espiritual al que concurre, en el grupo familiar y social, en la nación y en la historia, a la cual colaboran todas las naciones. De ello nace el gran valor de la tradición en las memorias, en el idioma, en las costumbres, en las normas de vida social. «Fuera de la historia el hombre no existe». («Dottrina», párrafo 6.)

He aquí, en la frase que subrayo y en todo el párrafo, la tradición como elemento del Fascismo. Y más: «La tradición es ciertamente una de las mayores fuerzas espirituales de los pueblos, por ser creación sucesiva y constante de su alma». (En «Jerarquía», año I, 1922, número I.)

«Nos servimos de los valores morales y tradicionales que el socialismo olvida o desprecia,..» (Popolo d' Italia, 23-3-1921.)

Y así otras frases en las que Mussolini hace desempeñar a la tradición su papel de parte integrante del
ser actual de las naciones.

A tono con ello decía en Nápoles el 24 de octubre de 1922: «Para nosotros la Nación es, sobre todo, espíritu y no sólo territorio. Hay Estados que han tenido inmensos territorios y que no han dejado huella alguna en la historia humana. No es sólo el número, porque hubo en la historia Estados minúsculos, microscópicos, que dejaron documentos memorables, imperecederos en el arte y en la filosofía. La grandeza de las naciones es el conjunto de todas las virtudes, de todas estas condiciones. Una nación es grande cuando traduce en la realidad la fuerza de su espíritu».

¿No es esto esbozar el pensamiento de Mella antes copiado, según el cual las Naciones no se improvisan, porque son sociedades con un patrimonio moral transmitido incesantemente de unas a otras generaciones sobre la base física del territorio en que viven y se desenvuelven?

Sin embargo, en la mente de Mussolini la Nación no tiene el mismo valor de hecho anterior al Estado que le reconoce el Tradicionalismo, para el cual éste es una consecuencia de aquélla.

Mussolini siente lo contrario de una manera paladina y rotunda: «Esta personalidad superior —dice el párrafo 10 de su Doctrina— es Nación en tanto que es Estado. No es Nación la que genera el Estado, según el viejo concepto naturalista que sirvió de base a los publicistas de los Estados nacionales del siglo XIX. Por el contrario, la nación se crea por el Estado, que da al pueblo, consciente de la propia unidad moral, una voluntad creadora de una existencia efectiva».

Que una Nación lo sea en tanto es Estado, no puede tener para el Tradicionalismo otro sentido que aquel por el cual se hace depender el reconocimiento de una Nación como tal, en el concierto universal, de su organización jurídica y política. Claro que toda Nación como Sociedad organizada políticamente, es siempre Estado; pero esto no quiere decir que el entendimiento no conciba un primer momento o materia social —Nación— distinto de otro en que esa materia se formaliza política y jurídicamente —Estado—.

De otro lado, en el programa del Partido redactado por el Congreso de Roma se establecen fundamentos de Nación y Estado que lo mismo podían estar en el programa tradicionalista:

Nación: «La Nación no es sólo la simple suma de los individuos vivos, ni el instrumento de los partidos para sus fines, sino el organismo que comprende la serie infinita de las generaciones, de la que cada una de ellas es elemento transeúnte, y la síntesis suprema de todas es el valor material e inmortal de la estirpe».

Estado: «El Estado es la encarnación jurídica de la Nación; las instituciones políticas son formas eficaces en cuanto los valores nacionales encuentran en ellas expresión y tutela». «El Estado está reducido a las solas funciones de orden jurídico y político.» (7)

Palabras que, como decía, lo mismo podían estar en un discurso de Mella que en un articulo de Pradera o en un programa autorizado por la Junta Suprema Tradicionalista.

La tradición está perfectamente definida en una frase exacta: La Nación es el organismo que abarca la serie infinita de generaciones, y cada una es elemento transeúnte; transeúnte, se entiende, no porque no deje nada, sino cabalmente por lo contrarío: porque no puede hacer caso omiso de lo que han dejado las demás.

El Estado, por su parte, es también totalmente tradicionalista: es la encarnación jurídica de la Nación, y sus funciones son de orden jurídico-político.

Y, en fin, para que la identificación sea absoluta, se hace del Estado un servidor de la nación y se supedita lo político a lo social: «las instituciones políticas son formas eficaces en cuanto los valores nacionales encuentran en ellas expresión y tutela».

Pero la Doctrina de Mussolini no dice lo mismo. De las doscientas referencias escasas que he sacado, buena parte se refieren al tema concreto que estoy tratando, y no encuentro en ninguna nada que se parezca a esa distinción de conceptos y limitación de funciones que tan clara, precisa y perfectamente hace un acuerdo del Congreso de Roma.

La Dottrina —sea cualquiera la aplicación que después se haga de sus principios, que de esto no juzgo ahora— es como una apoteosis del Estado.

«Para el fascista —dice el Duce— todo está en el Estado, y nada humano o espiritual existe y tanto menos valor puede tener, fuera del Estado. En este sentido el Fascismo es totalitario, y el Estado fascista, síntesis y unidad de todos los valores, interpreta, desarrolla y domina toda la vida del pueblo».

Sin duda la frase más rotunda y que más ha dado que hablar en lo que a la idea del Estado se refiere, es esta, del discurso de Mussolini en la Cámara de los Diputados el día 26 do mayo de 1927: «Todo en el Estado, nada contra el Estaco, nada fuera del Estado».

De esta frase y de otras que pueden recogerse aquí y allá en discursos y obras, ha salido la acusación de hegelianismo para la doctrina fascista.

Completaré la breve antología de citas exhumadas en la Doctrina, de Mucsolini:

«El Estado, como voluntad ética universal, crea el derecho». (Párrafo 10.)

«Para el Fascismo el Estado es lo absoluto, ante el cual los individuos y los grupos son lo relativo». (Idem ídem de la parte II).

«El Estado fascista tiene una conciencia y una voluntad, por lo que se llama Estado ético. (Idem ídem ídem.)

Estas frases tienen un acentuado tinte hegeliano; más claro: parecen sacadas de la doctrina hegeliana del Espíritu objetivo. Sabido es que Hegel profesa la idea de una Ética objetiva cuya concreción y realización es el Estado. Esta moralidad realizada y encarnada es la más alta manifestación del Espíritu; es «Dios sobre la tierra». Luego el Estado es lo absoluto: exactamente lo mismo que nos dice Mussolini en las palabras transcritas. (8) 

No puedo omitir que a esta acusación de hegelianismo ha hecho frente la pluma autorizadísima de Giorgio del Vecchio. He aquí cómo descarga de ella al Fascismo

«Las mismas consideraciones nos guían a mirar con desconfianza el híbrido connubio, ya intentado por algunos, entre la Filosofía de Hegel y el espíritu del Fascismo. Aquella. Filosofía fué—¿quién no lo sabe?—el exponente del sórdido conservadurismo prusiano, la dogmática exaltación, bajo especie de eternidad, de un orden político contingente, tramontado ya y superado más veces (desde la revolución de 1848 hasta hoy) en la misma Alemania.» (9) 

La observación del profesor italiano es muy aguda. Trata de rechazar la paternidad hegeliana del Fascismo haciendo notar el contraste entre el carácter de éste—antiliberal, antidemocrático, «revolucionario»—y el viejo liberalismo democrático y burgués que se desprende de la doctrina de Hegel. (10) 

Sin embargo, esta defensa no borra las palabras de Mussolini. Lo que hay es que en el Fascismo pensamiento y acción, doctrina y práctica no se corresponden. 

En primer lugar su doctrina emana de la acción, invirtiendo la jerarquía augusta de los valores. Pero además hay contradicción evidente entre el concepto de Estado y Nación elaborado por el Congreso de Roma y el que Mussolini expone por su cuenta. 

¿Cuál será, pues, el pensamiento del Fascismo: un Estado divinizado como valor supremo, o un Estado que sirve como sociedad perfecta a ese auténtico latir humano que es el cuerpo nacional? 

A mi ver, para contestar a esta pregunta hay que separar la doctrina de la práctica. Para Mussolini el Estado es, como para Hegel, lo absoluto; si no con todo el alcance metafísico del vocablo, al menos como algo absorbente, omnipresente y omnipotente. 

Pero es indudable que esta idea pagana, remozada en el panteísmo moderno, no se ha llevado a la práctica en la legislación fascista de Italia, aunque ciertos abusos y tendencias del poder civil, denunciados por Pío XI, supongan concesiones a aquélla.

Un régimen que basara sus decisiones legislativas en el principio «todo en el Estado, nada fuera del Estado», hubiera anulado la familia y a ser posible la Iglesia en el ámbito de su jurisdicción. Y el Fascismo no lo ha hecho. Luego en el Fascismo la realidad jurídica no está de acuerdo con la mente, tan clara, paladina y sin reservas, de su jefe. Habrá que pensar que pensamiento y acción no marchan juntos, a no ser que demos la primacía al acuerdo de un Congreso sobre la palabra misma del Duce. Pero pensando que una cosa es lo que el Fascismo dice y otra lo que hace, quizá no ande muy descaminado Giorgio del Vecchio. 

2) DOS PALABRAS SOBRE «NACIONALISMO» 

El Fascismo concibe la vida «como lucha», porque «la lucha es el origen de todas las cosas» y «la vida un combate incesante». (Mussolini.) 

Esta belicosidad, este entusiasmo combativo es, según el propio Duce en carta a M. Bianchi, «característica peculiar del Fascismo». 

El primer mandamiento del decálogo de la Milicia fascista dice así: «El fascista, y en particular el miembro de la Milicia, no debe creer en una paz perpetua».

Este ímpetu guerrero se acentúa a veces en expresiones como esta del profesor Bodrero, vicepresidente de la Cámara de Diputados, dirigiéndose a los universitarios de Padua: 

«Existe una virtud que debe ser vuestro estímulo, que debe ser el fuego de vuestra juventud, y a esta virtud se la llama Odio.» 

Mussolini (25 de mayo de 1929) ha dicho: 

«No podemos renunciar a esta educación a la que daremos su verdadero nombre, porque la hipocresía nos repugna: educación guerrera; este nombre no debe espantarnos.» Y añade: «Teniendo que defender cada día nuestra existencia de gran pueblo, no podemos de ninguna manera ceder al engaño de mi universalismo que se explica en los pueblos que alcanzaron pleno desarrollo, pero que no puede admitirse en un pueblo que está aún en camino». 

Se respira en la atmósfera fascista un deseo vehemente de mantener a la nación tensa y firme, como en espera de que llegue la coyuntura propicia al estallido. 

No son sólo las milicias; son también los «balillas», los muchachos que se adiestran en la institución así llamada para adquirir y desarrollar un formidable temperamento de batalladores y soldados. 

Téngase en cuenta que todas las reacciones, hasta las del mundo intelectual y moral, tienen algo de violento, y que el Fascismo ha venido a sacudir y hacer vibrar los nervios entumecidos de una nación en decadencia. El escepticismo liberal hace olvidar a los ciudadanos la virtud del patriotismo. Habrá individualidades aisladas que lo sientan; pero el cuerpo social llega, a fuerza de oír hablar de «Humanidad», a perder la noción de la Patria. 

Pío XI, al anatematizar los nacionalismos exacerbados, ha proclamado la licitud y hasta la conveniencia del nacionalismo que no vulnera las normas inmutables de la justicia. 

«El amor de la patria y de la raza—dice en la «Ubi arcano Dei»—es una fuente potente de múltiples virtudes cuando está regulado por la ley cristiana»; pero «el amor a la patria se convierte en germen de abusos y de impiedades cuando, con menosprecio de las reglas de la justicia y del derecho, degenera en amor inmoderado a la nación». 

El Tradicionalismo lleva a su programa el concepto cristiano del amor a la patria, y con ello está dicho sencillamente que es nacionalista del más fino temple católico o universal. 

Santo Tomás pone el patriotismo en el tratado de las virtudes, considerándolo como una forma de la piedad, que es la reverencia que el hombre debe a los seres de quienes procede. La reverencia a Dios es la religión; la reverencia a la patria es el patriotismo; la reverencia a los padres, el amor filial. 

«Ama siempre a tus prójimos—dice San Agustín en «De libero arbitrio)—, y más que a tus prójimos, a tus padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria, a Dios.» 

Por eso, el nacionalismo, como las demás afirmaciones del programa tradicionalista español, no es más que una consecuencia limpia y pura de las consabidas premisas filosóficas y teológicas. Una vez rechazada la hipótesis de que la Sociedad es producto de un pacto, rechaza el Tradicionalismo el falso concepto de Nación examinado antes, del cual nace el nacionalismo que pudiéramos llamar agresivo (11), al hacer de la Nación, por el libre arbitrio de los pactantes, un valor absoluto, insular e ilimitado. En oposición a la caduca paganía de este concepto, la doctrina tradicionalista contempla a la nación bajo especie de eternidad, y le da un valor «relativamente absoluto», si este término vale para expresar que hay que amarla y hasta morir por ella en cuanto Patria, pero que no es lícito divinizarla como si no existieran otras naciones y por consiguiente otras Patrias. 

Tampoco se le oculta al Tradicionalismo que el nacionalismo español tiene que ser, por el peso secular de la historia, necesariamente católico o universalista. Si exalta el valor nacional «España» es porque quiera despertar las energías católicas de la raza, aletargadas en dos siglos de postergación de todo lo autóctono. 

Hay, pues, también aquí, una línea clara y consecuente de deducciones lógicas impecables. 

Por último. Exacerbando el nacionalismo inmoderadamente, el Fascismo, antiliberal, desembocaría—por vía contraria a las doctrinas liberales—en el achaque liberal nacionalista, ya que el nacionalismo mal entendido no es otra cosa sino el liberalismo de las naciones. (12)

3) CORTES Y RÉGIMEN CORPORATIVO 

Las Cortes del Tradicionalismo se basan en estos principios fundamentales: 

1.º Representación por clases y Cuerpos sociales. 
2.º Incompatibilidad entre el cargo de diputado y toda merced, honor y empleo otorgado por el Estado. 
3.º El mandato imperativo, como vínculo entre el elector y el elegido. 
4.º Aquellas dos atribuciones que consisten en no poder establecer ningún impuesto nuevo ni ser modificada ninguna ley fundamental sin el consentimiento «expreso y previo» de las Cortes. 

El principio orgánico de los grupos sociales con sus intereses propios y peculiares lo acepta el Fascismo, aunque hasta ahora no ha sido llevado a la práctica como informador de un sistema de elección y representación. 

«Los fascistas—dice Bernard Pujo—estiman que una nación está compuesta de grandes grupos económicos y sociales, que tienen conciencia plena de los intereses superiores del país y dan a la vida nacional su auténtica-fisonomía.» (13) 

Hasta ahora en el sistema electoral italiano las asociaciones presentan sus candidatos, y el Gran Consejo fascista selecciona entre ellos a los más aptos. Una vez formada la lista, el cuerpo electoral se pronuncia sobre ella con un «sí» o un «no» exclusivamente. 

Este sistema va a desaparecer. Las elecciones celebradas el 25 de marzo del corriente año 1934 son las últimas que se ajustan a su patrón. 

Parece absurdo que el Fascismo siga eligiendo Parlamentos inorgánicos. En su admirable discurso de 15 de noviembre de 1933 ante el Consejo Nacional de Corporaciones, Mussolini expresa esta idea, que a tantos se nos ocurría. «En el fondo—dice—esta Cámara de Diputados es anacrónica hasta en su título, es un instituto que hemos encontrado y que es extraño a nuestra mentalidad, a nuestra pasión de fascistas. La Cámara «presupone un mundo que hemos derrocado», presupone pluralidad de partidos, y, de tarde en tarde, el «ataque a la diligencia». 

Subrayo las primeras palabras del último período, porque me relevan de todo comentario al expresar por boca del mismísimo Duce la paradoja que supone conservar un Parlamento así en el Fascismo

En el mencionado discurso apuntaba Mussolini el deseo de instaurar la representación corporativa, de tal manera que lo esencial poco o nada diferiría del sistema propugnado por el Tradicionalismo. «La Corporación—dice—no sólo debe cumplir su fin conciliatorio, sino que no veo inconveniente alguno en que se lleve a la práctica su misión consultiva. Ya se verifica el hecho de que cuando el gobierno debe tomar acuerdos de importancia consulte a los interesados. Y si mañana esa misión consultiva se convierte en obligatoria para ciertas cuestiones, no veo ningún mal en ello...» 

En un régimen de fortísimo Poder ejecutivo está de más una Cámara como la que todavía existe en Italia. Es un vestigio inútil del sistema derribado. Tiene una vida artificial, puesto que su único papel—como el del Senado—es examinar y aprobar las leyes, pero sin prerrogativas para oponerse a ellas, sojuzgada como está por la voluntad omnipotente del Gran Consejo. 

La misión de la futura Cámara corporativa no sabemos cuál será a punto fijo, ni si se la investirá de verdadera facultad legislativa. Para que fuera análoga a la que propone para España el Tradicionalismo, tendría que desempeñar dos oficios: el de instrumento legislativo y el de cortapisa a la soberanía real, manteniéndola siempre a raya dentro de su propia órbita. (14) 

No parece aventurado suponer que estos planes no están en la mente del Duce, dada la extraordinaria concentración de poder que en el Fascismo recae sobre el Jefe del Gobierno, con la merma consiguiente de las regias prerrogativas.

***

Una palabra siquiera sobre las Corporaciones, ya que Fascismo y Tradicionalismo quieren organizar corporativamente el Estado. 

La Corporación fascista reúne a patronos y obreros en las distintas actividades profesionales. Partiendo del principio de las clases sociales, la Corporación trata de armonizar sus intereses, haciéndolas colaborar y sometiéndolas al supremo órgano corporativo que es el Ministerio de Corporaciones. 

«Las Corporaciones—dice el Congreso de Roma—pueden considerarse como expresión de la solidaridad nacional y como medios de desarrollo de la producción.» 

El Estado fascista es el Estado corporativo. La realización positiva de ello ha tenido lugar creando la Corporación, que es el órgano mixto en que se reúnen los sindicatos de obreros y de patronos. Las creadas hasta ahora son ocho: Industria, Agricultura, Comercio, Banca, Transportes terrestres, Transportes marítimos, Turismo y Teatro. Sobre ellas está el Consejo nacional de Corporaciones, creado en abril de 1930. Y toda esta organización sindical la preside el Ministro del ramo. 

Como los principios del programa tradicionalista no se han puesto en práctica, desconozco qué desenvolvimiento daría a la idea central de su Régimen corporativo. Idea central que no es otra sino la de agrupar las clases con arreglo a los intereses sociales que representan y dar representación a los Cuerpos. 

La simplicidad de este principio se iría desenvolviendo al dar forma legal a las agrupaciones gremiales que dentro de cada brazo habrían de formarse.



(1) Vid. el artículo de Víctor Pradera en el número 8 de Acción Española, titulado El pacto social.
(2) Programa de la J. Suprema Tradicionalista.
(3) Idem.
(4) Vid. Giorgio del Vecchio: Filosofía del Derecho, pág. 296.
(5) De esta sociabilidad natural deduce bellíssimamente Santo Tomás que hubiera habido Sociedad y Estado aunque no se hubiera cometido el pecado original, y por tanto que el Estado no es una necesidad nacida del pecado. (Vid. M. Grabmann: Santo Tomás de Aquino, pág. 140.) San Agustín es de la misma opinión. (Vid. M. Grabmann; Filosofía medieval, página 21.)
(6) Vid. Vázquez de Mella: Obras Completas, Volumen X, página 300.
(7). Cit. por N. Cebreiros: «El Fascismo», pág. 162.
(8) Vid. Augusto Messer: «De Kant a Hegel» («Historia de la Filosofía»), págs. 239 y 240.
(9) G. del Vecchio: «Estado fascista y viejo régimen», en el número 48 de «Acción Española». 
(10) Para Hegel—dice Messer en el lugar citado—«la única constitución del Estado «verdadera» es la monarquía constitucional. Pero esta forma de gobierno está en él impregnada de un sentido conservador. No quiere que mayorías momentáneas, casuales, o las mudables opiniones del día, modifiquen las instituciones públicas históricamente producidas».
(11) La conocida frase de Voltaire expresa perfectamente su contenido: «L'amour de la patrie est lá haine de la patrie des autres.» 
(12) Vid. Pendan, obra cit., págs. 157 y siguientes donde hay un clarísimo análisis del nacionalismo.
(13) B. Pujo: «Dix-ans de Fascisme», pág. 31.
(14) Dos características peculiarísimas del Tradicionalismo en este terreno son el «mandato imperativo» y el «juramento mutuo». Por el primero, el procurador en Cortes se obliga a cumplir la voluntad inviolable de los electores, ante los cuales responde como mandatario a mandante. El segundo lo prestan las Cortes al Rey y el Rey a las Cortes al comenzar el reinado, según rancio uso español.

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