La Soberanía es o constituyente, o constituida; la primera reside en la humanidad, en la nación, y la segunda puede residir en el rey o en el pueblo.
Es indudable que antes de constituirse un Estado, o cuando por cualquier causa deja de estar constituido, la Soberanía no es privilegio de ningún individuo, reside en la universalidad, que pasa por derecho propio a constituirse.
Una vez constituido, cesa de hecho y de derecho la soberanía constituyente para dejar su ejercicio al pueblo, si se la ha reservado, o al rey, si a él se la han transmitido.
D. Luis María de Llauder (1837-1902) , director de El Correo Catalán y fundador de La Convicción y La Hormiga de Oro |
No se pretende, como calumniosamente afirman muchos, que el derecho de los reyes venga directamente de Dios, pues lo reciben inmediatamente del pueblo; se sienta sí, que desde el momento en que una dinastía ha recibido de la nación la soberanía constituida, al ejercerla como emanación de la justicia y providencia de Dios, que es el origen de todo poder, lo hace por derecho propio, no por delegación del pueblo, que ha obrado solo como transmisor. La nación desde que ha cesado el período constituyente y ha trasladado al rey la soberanía constituida, deja de ser soberana, y el rey deja de ser delegado del pueblo en el sentido estricto de la palabra, porque este no tiene ya nada que delegarle o transmitirle.
Y tanto es así, como que al separarse el monarca de las leyes de justicia eterna y al convertirse en tirano, se hace indigno de esta soberanía, de la cual se le llega a privar, absolviendo la Iglesia a los súbditos del juramento de fidelidad.
Extraído de El desenlace de la Revolución Española, por Luis María de Llauder (Barcelona, 1869)
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