jueves, 20 de agosto de 2020

Reseña: «Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días», de Elvira Roca Barea

 

Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días. María Elvira Roca Barea. Espasa (Barcelona). 2019. 526 pp.

Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días. 
María Elvira Roca Barea. Espas a(Barcelona). 2019. 526 pp.




Hace un par de años, reseñamos en este blog Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, de María Elvira Roca Barea. Para refrescarles la memoria, el concepto de «imperiofobia» hace referencia a la propaganda negativa que sufren los imperios o potencias hegemónicas por parte de pueblos dominados, rebeldes y rivales como una reacción a su posición predominante: es en este marco dónde se enmarca la Leyenda Negra contra España. Pues bien, el año pasado (2019) salió la continuación natural de este ensayo, «Fracasología, España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días», de la mano de la editorial Espasa; y, ahora, es hora de hacer nuestra correspondiente reseña.

Como hemos adelantado, Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días es la continuación natural de Imperiofobia y Leyenda Negra…, y explora el hecho insólito más conocido de la Leyenda Negra: su aceptación por los propios españoles. Como reza el subtítulo, «España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días», se da mayor atención por parte de este ensayo a las élites españolas y su aceptación  de la Leyenda Negra, partiendo de la figura del intelectual, tal y como se va perfilando en la Ilustración como un moldeador de la opinión pública, el cual va expresando una serie de ideas que se va a repitiendo a lo largo de obras, novelas y artículos de prensa, generando un ambiente intelectual que va introduciéndose en las clases medias, y finalmente a las masas como resultado de la extensión de sus ideas y prejuicios a la enseñanza pública, pasando así a la cultura popular.

La tesis general de esta obra es que a partir del Tratado de Westfalia se va constituyendo una especie de Nuevo Orden Cultural en Europa, en el que la cultura francesa adquiere primacía, y, con ella, se impone la hispanofobia francesa, alimentada a su vez por la derrota hispana en la Guerra de los Treinta Años y por la debilidad de la Monarquía de Carlos II; como resultado, se va configurando una nueva cultura europea, en la que España y su aportación a la civilización es ninguneada o incluso convertida en un tabú para las élites europeas. Sin embargo, esto no es suficiente para asumir los postulados hispanófobos franceses: Inglaterra, por ejemplo, llevó a cabo medidas para blindarse de la influencia cultural francesa, como la creación de sus propias Academias y su propia masonería. Para que la hispanofobia entre en España será fundamental la introducción de una dinastía francesa en el trono español: los Borbones. La consecuencia de la subida de los Borbones al trono español será que también se trasladarán los cánones y políticas culturales franceses al mundo hispano, trayendo una disociación entre la cultura popular, con un importante componente oral, y la cultura erudita, que se adoptará a los moldes franceses y europeos. De esta manera, se produce una situación de subordinación cultural de las élites españolas a las francesas: hay una predilección por obras del extranjero (con más autoridad), e incluso se consumen “Historias de España” escritas en Francia –con sus consiguientes prejuicios—, y se adopta acríticamente las doctrinas procedentes del extranjero. Como resultado, en España se asumen los prejuicios extranjeros sobre España, e incluso se adoptan medidas contraproducentes, como las relativas al Libre Comercio –copiadas de Inglaterra, que en cambio tenía unos aranceles altísimos— que dieron un golpe decisivo a la proto-industrialización de España en el XVIII. A esto se añade el tópico dieciochesco de la reforma, que presume un estado desorden en el país (y una visión pesimista-destructiva del mismo), y que se extenderá posteriormente durante los siglos XIX y XX (regeneracionismo). De igual manera, desde la esfera política se cultivarán determinadas críticas negativas, como las realizadas contra los Habsburgo por los Borbones, que según Barea será fundamentar para desprestigiar y silenciar este período (propiamente imperial), o de Franco sobre la época liberal hasta 1939, reforzando la idea de que «todo era un desorden hasta que llegó él», y todo esto para acabar en las tendencias auto-destructivas de la Transición y la Democracia.

El libro da o sugiere hipótesis muy interesantes, pero en general se puede decir que su calidad es bastante inferior a su predecesor. Adolece del victimismo o “pesimismo nacional” –tipo «estas cosas sólo pasan en este país»— que en principio pretende evitar. Su metodología no siempre es la más adecuada: en una ocasión, por ejemplo, al comparar el tratamiento de la expulsión de los judíos de España con la expulsión y persecución de los hugonotes en Francia hace una comparación de resultados de ambos temas en Dialnet, que es una página que ofrece el trabajo producido en el entorno universitario español, y no sería el más adecuado para comparar trabajos producidos en Francia con los producidos en España; igualmente, a la hora de hacer valoraciones generales, no estoy muy seguro de que búsqueda realizada sea lo más exhaustiva posible. Realiza afirmaciones bastante gratuitas o interpretaciones que atribuyen a otras causas las que no son sino causas políticas. Por ejemplo, se atribuye al imperio otomano su supervivencia hasta la Primera Guerra Mundial la inercia de sus estructuras imperiales, obviando –sin dejar de ser una causa posible— el interés geopolítico de Reino Unido en su supervivencia para evitar que Rusia u otra potencia se hiciera con el Bósforo; y se relaciona con la Leyenda Negra el hecho de que no se impusiera la idea de decadencia en Francia pero sí en España, a pesar de que Francia cuenta en su haber más desastres, obviando el hecho de que un país con tantos recursos demográficos y económicos como Francia está en mejor disposición de rehacerse de un desastre como Waterloo y lanzar una nueva campaña descabellada como las aventuras napoleónicas o el II Imperio, mientras que en España un desastre como Westfalia o el del 98 será irremediablemente más demoledor.

Otros aspectos que me resultan bastante negativos de la obra son el tratamiento a los Borbones y a los liberales. En primer lugar, se hace gala de un anti-borbonismo casi patológico, que constituye un verdadero peligro a la hora de asentar el tópico de Austrias buenos/Borbones malos, y más teniendo en cuenta el predicamento y la repercusión de las opiniones de Roca Barea. La autora achaca a los Borbones no sólo el afrancesamiento, la extranjerización y la ruptura con las prácticas tradicionales de los Habsburgo –hasta dónde su crítica es legítima—, sino la denigración y minusvaloración consciente del reinado de los Habsburgo, alimentando la Leyenda Negra dentro de España, y la transformación de España en una colonia francesa durante el reinado de Felipe V –no voy a ahondar en esta cuestión para evitar hacer la reseña demasiado larga, aunque tal vez lo trate en otra entrada en el futuro. En segundo lugar, cabe destacar el hecho de que la crítica a las élites liberales es bastante menos dura que a los afrancesados, incluso a pesar del interés que ofrecería el hacer un repaso de los efectos de múltiples medidas liberales e incluso la subordinación ya no cultural sino política de estas élites a los intereses extranjeros. El repaso a la época liberal se limita al breve período de sustitución de lo francés como modelo al que imitar servilmente por lo alemán (krausismo, kantismo…, en lo que sí hay críticas interesantes), el regeneracionismo y la adopción de las doctrinas racistas, como una ruptura del modelo internacional imperial y un modelo adoptado por los secesionismos. Pero lo que más me ha dolido en mi orgullo ha sido la consideración de los liberales de 1812 como una clase más nacional o castiza que los afrancesados, al ser clases medias (medias-altas, diría yo) alejadas del primer plano de la vida política y cultural, y por lo tanto de los moldes de la vida cortesana y afrancesada, reivindicando así la Constitución de 1812, aún a pesar de que la influencia extranjera en los moldes de ese pensamiento –las referencias a la constitución tradicional de la Monarquía nunca dejarán de ser máscaras para justificar la adopción de un modelo de pensamiento revolucionario,

A modo de conclusión, las tesis del libro son interesantes. Dan luz a la cuestión de la aceptación de la Leyenda Negra, la oposición entre España y Europa, y la decadencia del Imperio como resultado de la pérdida de la idea de que es posible civilizar y evangelizar a todos los pueblos al aceptar las doctrinas racistas fruto de la misma subordinación cultural que lleva a aceptar la Leyenda Negra. Pero la obra también tiene trabas, tanto a nivel de discurso como en su metodología, con múltiples afirmaciones fortuitas, y tal vez demasiado gusto por un relativo victimismo. El mayor problema radica en el anti-borbonismo excesivo que hemos mencionado, no tanto por su integración en la hipótesis del libro como en el desarrollo de un peligroso tópico como es el de «Austrias buenos, Borbones malos». De igual manera, el trato de los liberales revela las limitaciones del fenómeno Imperiofobia, que se reduce a la reivindicación del “Imperio” y de los Austrias y a la reacción contra el legado de la Ilustración, pero por lo demás se encuadra dentro de la cultura democrático-constitucional liberal.


lunes, 17 de agosto de 2020

Conmemoración de los mártires de La Garrofa

El pasado 15 de agosto, día de la Asunción de la Santísima Virgen, los carlistas hemos conmemorado en Almería los luctuosos hechos acaecidos hace 84 años en ese preciso día, en que fueron salvajemente asesinados por los rojos y arrojados al mar en la playa de La Garrofa los ejemplares católicos y patriotas Juan José Vivas-Pérez Bustos y Fructuoso Pérez Márquez, directores del diario tradicionalista LA INDEPENDENCIA, junto con otros muchos católicos almerienses. 

A las 10 de la mañana se celebró el santo sacrificio de la misa, por el rito romano tradicional, en la parroquia de Santiago Apóstol, en cuya homilía, el sacerdote oficiante, D. Francisco José Escámez Mañas, recordó a nuestros correligionarios martirizados, destacando sus virtudes cristianas y su disposición generosa a entregar sus vidas por Cristo.

Como pudimos comprobar, en la iglesia se halla un retrato del recientemente beatificado Juan José Vivas-Pérez, dirigente tradicionalista. Este mártir y católico intachable, lejos de ser un mero espectador pasivo de los acontecimientos (como desean presentarlo algunos para que coincida con su versión adulterada de la fe), se implicó plenamente en la conspiración contra la República marxista, facilitando un coche y dinero para ultimar los preparativos del glorioso Alzamiento Nacional, cosa que desconocían sin duda sus verdugos, quienes lo asesinaron sin juicio simplemente por su condición de católico consecuente.

Una imagen del beato Juan José Vivas-Pérez se halla en una de las capillas lateral de la iglesia

Concluida la santa misa, acudimos al cementerio de San José, donde reposan sus restos mortales, y procedimos a depositar un ramo de flores junto al panteón de la familia Vivas-Pérez, en la que se encuentra una lápida con la lista de los almerienses vilmente asesinados la madrugada del 15 de agosto de 1936, y que recibieron sepultura cristiana el 1 de junio de 1939, tras la liberación de la ciudad. 

La lista menciona los nombres de Juan José Vivas-Pérez Bustos, Luis Belda Soriano de Montoya, Antonio Bascuñana Jiménez, Julián González Bueso, Ángel Alcaraz Carretero, Eusebio Toranzo Martínez, Diego Ruiz Morata, José Díaz Aguilar, Ricardo Díaz Aguilar, Miguel Díaz Aguilar, Francisco Oliveros del Trell, Indalecio Palenzuela Palenzuela, Miguel Maldonado Matienzo, José Guirado Román, Antonio Lao Martínez, Alfredo Márquez Martínez, Juan Sáez Mirón, Francisco Ruano Úbeda, Francisco González Vera, Pastor Puig Peña, Fructuoso Pérez Márquez, José Fornieles Navarro, Rogelio Pomares Velázquez, Juan Gallardo del Rey, Andrés Santos Martínez, Juan Abella Mastrat y Mariano Ameta León, muertos todos ellos por Dios y por España.

Tras depositar el ramo y rezar el Ángelus, uno de nuestros correligionarios almerienses leyó las siguientes líneas cargadas de sentimiento:


Hoy hemos venido a hacer memoria de unos hechos que sucedieron en las vísperas del día de la asunción de la Santísima Virgen María del año 1936 en el paraje de la Garrofa, a las afueras de Almería, junto a la Carretera Nacional dirección a Málaga en el que fueron asesinados 27 personas, por “peligrosos derechistas” pero sobre todo por defensa de la Fe católica.

Estos hechos fueron una de las primeras sacas de la guerra civil en Almería. En los primeros días de la guerra fue tanto el número de personas detenidas que quedó desbordado  para su internamiento la prisión provincial, donde recurrieron para prisión el convento de Las Adoratrices, el colegio de La Salle, la fábrica de azúcar conocida como "El Ingenio" y los mercantes anclados en el puerto Astoy Mendi y Capitán Segarra. 

En esa madrugada del 15 de Agosto, fueron sacados del barco Astoy Mendi 27 detenidos  y trasladados a la Garrofa, donde fueron arrastrados por barcas para ahogarlos y hacerlos desaparecer en el fondo del mar; pero al final las mareas arrojaron algunos cuerpos a las playas del Zapillo.

A esta, siguieron otras muchas, en los que se recurrió a lugares más discretos como el barranco del Chisme (Vícar), el Pozo de La Lagarta (Tabernas) o el Pozo de Cantavieja (Tahal). Todos estos asesinatos de forma vil y con mucha saña se llevaron a cabo.

En total, en la provincia, incluidos los del Campo de "Trabajo" de Turón, fueron asesinados durante la guerra 687 almerienses sin condena previa, mientras que sólo 12 lo fueron en cumplimiento de sentencias judiciales.

La muerte de Juan José Vivas-Pérez Bustos y sus últimas palabras nos llenan especialmente de emoción. Tras haber sido torturado y obligado a limpiar inmundicias a principios de agosto en el barco Capitán Segarra, fue martirizado en la víspera de la Asunción en la playa de la Garrofa a sus treinta y cinco años. Cerró sus labios dirigiéndose a sus verdugos: «He vivido como cristiano y por cristiano me matáis. Para Dios nací y para Dios muero. ¡Viva Cristo Rey!» 


Seguidamente y como estaba programado, nos dirigimos a la playa de La Garrofa, donde la margarita navarra Carmen Ímaz (hija de otro mártir, el comandante Joaquín Ímaz Azcona, carlista asesinado por ETA) depositó también algunas flores ante el monumento en recuerdo de los 27 muertos por Dios y por España, que aún se conserva con las aspas de Borgoña del carlismo junto al sagrado símbolo de la Redención y el yugo y las flechas.



El delegado de la Comunión Tradicionalista en el Reino de Granada, Rodrigo Bueno, leyó allí mismo a los asistentes las palabras que los mismos directores de LA INDEPENDENCIA habían dedicado a los mártires de la Tradición en un artículo publicado tan solo un año antes, sin intuir siquiera que ellos mismos iban a acabar engrosando las filas de los numerosos mártires de la Santa Causa:

Los Mártires de la Tradición 
(10 de marzo) 

El recuerdo del héroe anónimo, del mártir ignorado, no es obra del sentimentalismo moderno, aunque sí es modernista su tendencia laica o irreligiosa. Antes que el soldado desconocido o la vejez del marino, vg., o el día del trabajo, de la madre o de la flor, flores todas de paganía o de entusiasmo sin Dios, el Cristianismo celebró sus fiestas piadosas por los ocultos héroes del santoral o del martirologio, honrándose la Iglesia española con los innumerables mártires de Zaragoza. Culmina el pío recuerdo al fiel desconocido, en los días de noviembre que conmemora a los Santos, y a los fieles difuntos...
El Tradicionalismo español del siglo XIX lo formara el grupo de españoles disconformes con la revolución liberal truncadora de nuestra historia, grupo fidelísímo a Dios, a la Patria y a la Legitimidad. Algo de selección, dicho sin modestia, como la familia de Noé, como los justos de la Pentápolis. 

Y con aires de lucha y reconquista, hijos de Covadonga y S. Juan de la Peña, los carlistas levantan bandera contra la Revolución enseñoreada de España y de Europa. Tres guerras civiles, es decir, tres cruzadas religiosas, no agotan ni pueden agotar las energías de la Tradición. Que si D. Carlos, al abandonar España, grita Volveré, no es una palabra vana, jactancia inútil de vencido, sino la esperanza en el providencialismo de la historia: pasan los siglos y las cruces de Asturias y Sobrarbe se clavan en las almenes de la Alhambra granadina. 
Y como al cruzar D. Carlos de Borbón la frontera francesa deja tras si las huellas imborrables de sacrificios, de abnegaciones y de martirios, no quiere el Señor que se borren de la memoria de los fieles, e instituye años adelante la fiesta de los Mártires de la Tradición el diez de marzo, aniversario de la muerte de su abuelo Carlos V, el Conde de Molina, primer monarca de la dinastía insobornable. 

Es fiesta cristiana, en que se reza por los caballeros del ideal, caballería española en donde caben los poderosos y los humildes, Zumalacárregui y el último voluntario, el soldado del Bruch y el vaquero de Bailén, los que murieron fusilados o regando con sangre el campo de batalla, los que sufrieron persecución de hambre, desprecio y abandono por su fidelidad a la España grande. 

Bendita sea esta fiesta cristiana de solidaridad española, en que los que rezan y luchan pueden ser los mártires del mañana... para que estos recen por ellos en ininterrumpida cadena de amor a España, pedestal de la patria del Cielo.

Después de estas palabras sumamente emotivas por quienes las escribieron (a quienes Dios sabe si algún día tendremos la gloria de imitar) y tras los cánticos de rigor, fuimos a almorzar a un restaurante costero y concluimos finalmente la jornada con la visita de la hermosa e imponente imagen del Sagrado Corazón de Jesús que se alza en el Cerro de San Cristóbal, la cual se encuentra en un estado de abandono del todo lamentable, con repugnantes grafitis en su base que nos llenan de dolor. 

Afortunadamente la enorme altura de este conjunto escultórico (construido en 1930, destruido por los rojos en 1936 y reconstruido por el régimen del 18 de julio) impide que la imagen en sí pueda ser profanada. Desde allí pudimos gritar a los cuatro vientos... 

¡VIVA CRISTO REY!


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