martes, 20 de octubre de 2015

¡Vivan las cadenas!

Se explica un grito popular de la época de Femando VII 

Dieron las turbas, en días de Fernando VII, un grito, que las crónicas de la época recogieron y la Historia trasladó a sus páginas, equivocadamente interpretado y acribillado con comentarios injustos.

Los forjadores de la leyenda negra lo explotan a sus anchas, denunciándolo a los tribunales de la critica como el acabóse de la barbarie española. Hasta historiadores de recto ánimo y claro juicio hablan de él sin haberse tomado la molestia de examinarlo previamente; dejándose llevar de lo que suena sin pensar en lo que significa.

El grito se profirió por vez primera, a lo que parece, en Sevilla o su provincia; y como la tierra andaluza, sea la que fuere, la considero mía en el orden de los afectos regionales, cada vez que oigo hablar de aquel grito, un legítimo y vehemente deseo de vindicación me sugiere el propósito de explicarlo; propósito que las circunstancias se encargan luego de aplazar hasta que se olvida. Pero no ha de pasar de esta vez.

Ciertamente, aquel grito popular, tal como suena, es estridente: «¡Vivan las cadenas!»

Algún historiador le añade por modo de hemistiquio una segunda parte que aún suena peor en nuestros oídos: «¡Vivan las cadenas y muera la nación!» Sea así.

Nótese que el amor a la libertad es tan natural al hombre como la libertad misma. Aún más: la libertad, en cuanto es exención de obstáculos para la propia actividad del ser, es apetecida por todos los seres, naturalmente; de modo que los seres todos, desde el átomo hasta el hombre, naturalmente apetecen su libertad; y cuando el hombre no la amara racionalmente o por instinto de conservación, la apetecería mecánicamente como los vegetales y como las piedras. Ningún ser apetece ni ama las cadenas en cuanto significan violencia, opresión, destrucción de la actividad de su ser: ello sería amar en propia destrucción lo que es contra naturam.

Nótese, además, que aquel pueblo que profirió el grito de «vivan las cadenas y muera la nación», era el pueblo que acababa de ahogar en su propia sangre, heroicamente vertida por la independencia y la libertad de su Patria, a los ejércitos invasores de Napoleón.

Contienda de Valdepeñas, en la que el pueblo llano detuvo al ejército francés.

Con ambas advertencias tiene de sobra la crítica razonable para dudar, por lo menos, de que aquel grito haya de entenderse como suena. Algo hay, efectivamente, debajo de lo que suena, más conforme con la naturaleza de las cosas y con la índole del pueblo que lo profería, mártir de su sagrada independencia y de su patria libertad.

Había por aquellas calendas, idus y nonas en España, una turbamulta de masones afrancesados y otra de masones no afrancesados, que en vez de tomar el fusil y salir a las guerrillas, como el pueblo todo, a defender la independencia y la libertad de la Patria contra la invasión francesa, se dedicaban a facilitar con traiciones increíbles el triunfo de los ejércitos invasores o el triunfo de las doctrinas revolucionarias que traían cubiertas de bandas y mandiles los generales de las tropas napoleónicas. Entrambos elementos, juntamente con otras turbamultas de europeos y americanos, atentos a provocar de todas maneras la revolución en España y la pérdida de su imperio colonial; más otros de desleales, de tontos, de descontentos, de fracasados de todas las profesiones, de escorias de todas las clases sociales, de gente perdida, ejemplares, en fin, de todos aquellos tipos que Alvarado describe coincidiendo con los que describe Cretineau Joly en la revolución francesa, andaban vociferando en logias, tabernas, folletos y periódicos, soflamas de libertad y llamando cadenas a los derechos de la tradicional monarquía; cadenas a los derechos de las constituciones españolas con todos sus fueros y libertades y toda su auténtica y genuina democracia, desconocida en gran parte de las demás naciones, que durante el periodo feudal, cuando aquí llegaba a su apogeo, ellas ni la concebían; cadenas a los derechos de la Iglesia, creadora de España, como lo fue de Francia, de Alemania, de Inglaterra...

Y no solamente llamaban cadenas a todo esto, y apodaban de serviles a los que todo esto defendían, sino aún se adelantaban a presentarse como si ellos fueran la nación, proclamando que la nación eran ellos.

Sírvase el lector dar un vistazo a los párrafos siguientes que con un historiador comenta el célebre Manifiesto, de Lardizábal, individuo de la Regencia durante la ausencia de Fernando VII, llevado a Bayona y desde Bayona internado en el territorio francés:

«El primer acto de las Cortes de Cádiz fue un perjurio, una perfidia y una grosera ingratitud. Ya la noche del 2.3 de septiembre [de 1810] exigieron a la Regencia algunos diputados que en el juramento de las Cortes no se hablase de la casa de Borbón; por consiguiente, el día antes de reunirse las Corles, ya se meditaba la expulsión de la dinastía.
La Regencia, incluso los generales Castaños y Escaño, lo llevó a mal; los diputados juraron al día siguiente en manos del presidente de la Regencia, y sin dificultad ni restricción, reconocer como Rey y soberano a Fernando VII; pero una vez prestado este juramento lo primero que hicieron fue fallar a él escandalosamente, asentando que la soberanía residía en la nación. Declarándose ellos como nación, y, por consiguiente, como soberanos, su primer acto fue avasallar a la Regencia. (La disolvieron)... Triunfaban aquel día la revolución y la democracia, y en nombre suyo la masonería y los flamantes diputados perjuros. Las galerías estaban llenas de los agentes de las logias de Cádiz.»

Tolere el lector que alarguemos un poco la cita:

«La francmasonería de Cádiz principió a seguir los pasos de la afrancesada, resultando así regida España en los dos campos por dos poderes rivales, pero idénticos, pues en el fondo tenían iguales principios, los mismos fines y se valían de los mismos medios, discrepando únicamente en las cuestiones personales y los intereses particulares, porque la masonería española de Cádiz hacía y quería lo mismo que la afrancesada de Madrid; pero no quería que lo hiciese la de Madrid, ni que los provechos fuesen para ella. Mas siempre resultaba que la española iba a remolque de la francesa.
Los afrancesados, acaudillados por Urquijo, Azanza, Llorente, Ceballos y otros que ya de antes eran reputados por masones, formaron el llamado Congreso de Bayona, cuyo principal encargo fue redactar una Constitución para España. El Congreso masónico de Cádiz se decidió a lo mismo, haciendo otra Constitución por el estilo.»

Hasta aquí el historiador.

Ya el lector sabe, si antes no lo sabía, lo que era nación y lo que eran cadenas en la jerga política de aquel tiempo, que es todavía la jerga de la política de partidos.

Pues bien: después de la traición de Riego, que con el ejército que iba a sofocar la revolución en América armó la revolución en España, la revolución ocupó el Poder. Los gobernantes revolucionarios o liberales que en unas notas diplomáticas desafiaron a Europa —y son las notas más quijotescas que registran los anales de la Diplomacia—, creídos en que, siendo ellos la nación, el pueblo por defenderlos repetiría los heroísmos del 2 de mayo y de toda la Independencia contra cualquier intervencióin armada de cualquier nación extranjera, cuando vio que asomaban por los Pirineos los Cien mil hijos de San Luis y que no había síntomas de 2 de mayo en ninguna parte, huyeron a Sevilla, a donde trasladaron a Fernando VII contra su voluntad.

Los Cien Mil Hijos de San Luis en el Bidasoa
Imagen tomada de la web del Museo Zumalacárregui

Mucho más se acobardaron, no obstante sus Riegos y demos napoleones de motín y barricada, cuando vieron que las ciudades, sin hacer caso de la nación, pero atentos a la defensa de la Patria contra sus opresores, abrían sus puertas a los Cien mil hijos de San Luis, que en paseo militar se internaban en España, y a más andar se acercaban a Sevilla. De Sevilla salieron también huyendo con rumbo a Cádiz, después de tomar posesión de sus carteras los nuevos gobernantes: Pando, Yandiola, Campuzano y Calatrava.

Quisieron que el Rey se trasladase a Cádiz; pero el Rey excusó el traslado; insistieron en el traslado los gobernantes, la nación, e insistió el Rey en sus excusas. Entonces la nación, los gobernantes, aprobando la proposición de Alcalá Galiano, orador de la Fontana de Oro, declararon cesante en el trono al Rey por loco, y se formó la Regencia de Valdés, Siscar y Vigodet. El Rey se decidió a trasladarse, y pocos días después llegó a la Isla de León.

El pueblo de Sevilla no pudo aguantar más; se echó a la calle, entró a saco en el salón del Congreso, se lanzó contra las casas de los liberales, hizo risa en el caté del Turco, donde se congregaba la «sociedad patriótica», y el alboroto cundió por toda la provincia.

Entonces, en las arremetidas contra los que llamaban cadenas a los derechos de las constituciones españolas, de camino que a sí mismos se llamaban la nación, fue el grito de «vivan las cadenas y muera la nación», cuyo verdadero sentido es lástima que se oculte a historiadores juiciosos, que ni siquiera se acuerdan de que semejantes trágalas e ironías se ven a cada página en las Cortes de Alvarado, de tanto influjo en aquel pueblo, amantísimo como el que más de su libertad y de la libertad de su Patria.

FABIO

El Siglo Futuro (30/11/1927)


viernes, 16 de octubre de 2015

La Ikurriña: una bandera sin tradición ni sentido heráldico

Hoy que los proetarras antinavarros quieren imponer la Ikurriña en el antiguo reino, conviene aclarar el sinsentido de esta enseña, que no sólo no representa a Navarra sino tampoco a las provincias vascongadas. Los carlistas vizcaínos de hace 80 años lo tenían bien claro: la "bandera nacionalista vasca" es una bandera inventada, de partido, sin tradición, sin sentido heráldico ni histórico, que no puede representar con justicia al país vasco, ni ayer, ni hoy, ni mañana.




Una enseña sin tradición
Rechazando el carácter oficial o semiofícial de la bandera nacionalista vasca  

He aquí el escrito que las Juventudes Tradicionalistas de Vizcaya dirigen al señor ministro de Estado:

«Las Juventudes Tradicionalistas del Señorío de Vizcaya, celosas guardadoras de las tradiciones de su país, consideran un deber exponer respetuosamente ante S. E. las razones que les asisten para rehusar el carácter oficial o semioficial que S. E. ha dado a la bandera nacionalista vasca, reconociendo en ella a una bandera regional. Por eso nos interesa hacer constar:

Primero. Que la bandera nacionalista vasca no representa heráldicamente al país vasco.

Segundo. Que nunca ha existido una bandera para todo el país.

La bandera nacionalista vasca, bandera de partido, pese a quien pese, fue creada por el nacionalismo no hace aun ni tan siquiera cien años; mal puede representar, por lo tanto, la historia milenaria de un pueblo como el nuestro que no pierde su origen en la penumbra de los siglos. Aún fuera disculpable la fecha de su nacimiento teniendo en cuenta que el pabellón nacional de España no puede tampoco apuntarse una muy larga existencia, si se hubiera atendido en su formación a hacer de ella una enseña en la que cumpliendo la finalidad de todo emblema se hallara realmente representada la historia del país.

La bandera nacionalista vasca, examinándola desde el punto en que debe ser estudiada, no representa heráldicamente al país vasco, pues ni el campo rojo de la bandera, ni la cruz blanca, ni el aspa de San Andrés tienen justificada su presencia en ella.

A primera vista la bandera nacionalista es la representación del actual escudo de Navarra; la identidad del campo y la disposición de las cruces que nos recuerdan las de las cadenas que arrancara con su bizarría Sancho VII Sánchez el Fuerte, permiten creerlo así. Pero el nacionalismo no busca la justificación del emblema en esa época, sino en tiempo de Sancho III Garcés el Mayor, bajo cuyo cetro estuvieron reunidas las restantes provincias vascas a la corona de Navarra, aduciendo que en aquella época los guerreros vascos claveteaban sus escudos en esa forma, ya que no podían argüir que en aquel entonces fueran esas las armas de Navarra, que según figuras tan prestigiosas en el campo de la Heráldica y la Historia, como Altadill, Guerra, Zurita y Piferrer, y según puede verse en monedas de aquellos tiempos, consistían en una águila replegada con la leyenda «Benedictus Dominus Deus meus».

Por lo que respecta a Navarra, el nacionalismo quiso representarla en la época en la que verificó la por él llamada unidad de los Estados vascos, y la representó con los galardones y trofeos que ganara cuando nada tenía que ver con el resto del país, concurriendo a la obra de la unidad española en las Navas de Tolosa.

Las provincias de Álava y Guipúzcoa no sólo no aportan ningún tributo heráldico al que hoy se nos quiere dar por emblema del país, sino que una de ellas —Guipúzcoa— ve mermado su blasón, del que han sido arrancados los cañones que los guipuzcoanos ganaron en la batalla de Velate, y del que ha sido arrojado el antiquísimo monarca sentado sobre su trono, y con la espada desnuda constituye la garantía del respeto al fuero por el Jurado y conservado aun a trueque de tener que allanar las casas fuertes de los parientes mayores más levantiscos, como ocurrió con Enrique IV.

Despojadas Álava y Guipúzcoa de representación de la bandera quiso representarse a Vizcaya teniendo presente el socorro prestado por don Diego López de Haro «Cabeza Brava» en la tom a de Baeza, el martes 30 de noviembre de 1227, fiesta de San Andrés, en cuya memoria muchos caballeros vizcaínos añadieron a sus armas el aspa de San Andrés. El nacionalismo, convertido en señor de horca y cuchillo de la heráldica y la historia del país, se lanzó a degüello sobre el blasón del señorío, suprimiendo no sólo los leones andantes de la orla, sino los lobos representativos de la victoria de Arrigorriaga, y sustituyendo aquellos por las aspas de sinople que hoy día ha sido traspasada a la bandera de Euzkadi.



Al hablar de la bandera hemos de referirnos forzosamente a los escudos de armas, pues según apuntamos más arriba, las banderas que hoy día se izan son de creación reciente, que representan al igual que los escudos los hechos honrosos de un pueblo y no puede separarse en manera alguna de ellos, tanto si son de creación reciente, pues a ellos habrá de acudirse en su formación, como si son de antiguo, en los que la identificación es absoluta.

Al tomarse el aspa de San Andrés del escudo de Vizcaya, se toma un atributo que no existe en el verdadero blasón señorial; dejemos que la primera autoridad del país en heráldica, don Juan Carlos de Guerra, nos explique en el Primer Congreso Internacional de heráldica y genealogía celebrado en Barcelona en 1929 la improcedencia de la institución de los leones de la orla por las ocho aspas, no sólo por la necesidad de diferenciar el escudo de Vizcaya «de los muchos blasones particulares orlados de aspas», sino porque «caso de proponerse el escudo, la exposición de méritos militares fueran muchos más los que de tierra y mar pudieran ostentar con tanta justicia como el de las aspas, y vale más prescindir enteramente de recordarlo que dejar pretéritos aquellos ante el que las aspas conmemoran.»

Si hemos de fijarnos para reconstruir la bandera del país, como por fuerza debe hacerse, en el verdadero escudo de Vizcaya, ninguno puede con más justicia ser' llamado el verdadero que aquel que campea en la portada del libro de los Fueros del Señorío en la edición que en 1643 hizo «con licencia real, a costa del Señorío de Vizcaya», Pedro de Huidobro, impresor del Señorío, en la que no figuran para nada las aspas en cuestión.

Por consiguiente, ¿de dónde ha salido el aspa verde de la bandera nacionalista?

Desmenuzada la cuestión, sólo nos queda por examinar la cruz blanca de la bandera.

No seremos nosotros los que pidamos la supresión de la cruz en el emblema de un país que, como el nuestro, es esencialmente católico, en el que siempre se confió en el juramento de lealtad a nuestros Fueros, prestados sobre la Cruz, por eso estimamos necesaria, caso de que algún día llegara a formarse una bandera que representara heráldicamente al País Vasco, que destacar en lugar preferente la Cruz, que tantas veces besaron los procuradores de nuestras Juntas como garantía de la honradez de su gestión.

Sin embargo, si llegara ese caso, no habría de ser ciertamente la cruz blanca la que ondease en nuestra enseña, sino la cruz de gules, que es la que en realidad corresponde, tomándola, precisamente, del escudo del M. N. M. L. Señorío de Vizcaya.

Con esto creemos que queda suficientemente demostrado que la bandera del partido nacionalista vasco no representa heráldicamente al país.

Otro punto interesante que no puede ser abandonado es el de que nunca ha existido una sola enseña para todo el país, y para esto nos bastará con citar la tan traída y llevada declaración de la Sociedad de Estudios Vascos, que dice, entre otras cosas, así: «No existe un emblema o bandera que haya representado a todo el país vasco en su pasada historia». Por eso fundamenta su declaración la Sociedad de Estudios Vascos en el «uso ya generalizado de la actual bandera conocida como vasca».

Si se ha generalizado o no el uso, es cosa que debe ser examinada con tiento, pues mucho dudamos de que en Álava y Navarra sea de uso esa bandera, y de que la exhibición de la misma en Vizcaya y Guipúzcoa «no puede significar idea alguna partidista», cuando los únicos que la empuñan entonaron en Zumárraga el canto de nuestras libertades forales en unión de los enemigos de la patria y del bienestar social.

Las razones de la Sociedad de Estudios Vascos, lejos de ser contundentes, se limitan a afirmar algo que la mayoría del país se encarga en demostrar su inexactitud. Histórica y heráldicamente no aportan razón alguna, y, por lo tanto, no deben de ser tenidas en consideración, sino como una apreciación de esa Sociedad sobre el uso que se ha hecho de esa bandera.

Si nunca ha existido una bandera para todo el país, esto no quiere decir que cada una de las provincias, señoríos o reinos que forman el País Vasco no haya usado de pendón o enseña propia en todos aquellos actos en que era necesario.

La primera finalidad de toda bandera o enseña es la de servir de guía en la batalla a los guerreros o soldados de uno y otro bando, a los de una compañía, tercio o escuadrón de los de otros.

Por eso, para fijar la bandera de un pueblo, nada mejor que fijarse en la enseña que llevara a la batalla.

La historia nos muestra que siempre se llevaron a ellas los escudos de armas que señalara, mejor que ningún otro, el bando, casa, pueblo o nación que a ella concurriera; asi, en la crónica general de España, al narrar la batalla de las Navas de Tolosa, a la que concurrieron los vizcaínos con su señor don Diego López de Haro, «el Bueno», vemos como se confundieron los pendones de Madrid y Vizcaya cuando dice: «y aún aguardaba Sancho Fernández a la seña de Madrid, cuidando, que era el pendón de don Diego, por el oso, que traje, que semejaba a los lobos del pendón de don Diego».

Es decir, que los vizcaínos concurrieron a la batalla de las Navas de Tolosa en 1212 con pendón propio, que luego fue tremolado con motivo de la jura de nuestros Fueros por Isabel la Católica, y en cuantos juramentos se han ido prestando al suceder los Señores de Vizcaya en el Señorío de nuestra tierra.

Esa es la verdadera bandera del Señorío, la que en fondo carmesí ostenta, por un lado, el blasón de España, y por otro, el del Señorío, puesto que en ella se concreta toda la historia de Vizcaya, y bastaría para hacerla merecer a nuestros ojos el haber sido testigo durante siglos de las juras de Guernica. Y a mayor abundamiento, en el folio 282 vuelto del Regimiento del Señorío, 30 septiembre de 1596, dice así: «Otrosí atento que no se halla la bandera del Señorío, se ordenó y mandó que Ortuño de Alcíbar, síndico general del dicho Señorío, a costa dél haga una nueva buena con las armas reales de su majestad, por una parte, y por la otra con las del Señorío, y que ambas vayan bordadas y labradas con mucha curiosidad».

Estas son las razones históricas que nos asisten, todas ellas incuestionables, puesto que la historia no se escribe al capricho de los hombres, sino como tesmiento de los hechos, ha reconocido sada, que reprueban como intrusa y partidista la bandera que el señor ministro de Estado, con total desconocimiento de los hechos ha reconocido semioficialmente por bandera del País Vasco.»

LAS JUVENTUDES TRADICIONALISTAS DE VIZCAYA
El Siglo Futuro (4 de marzo de 1935)

lunes, 12 de octubre de 2015

Primer Rosario por España en Granada

Hoy, 12 de ocubre, fiesta de Nuestra Señora del Pilar y día de la Hispanidad, hemos querido honrar a la Virgen y orar por nuestra amada y maltrecha patria. A tal fin nos hemos reunido a las 8 de la tarde frente a la Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, patrona de Granada, implorando su intercesión mediante el rezo del Santo Rosario para la salvación de España. Numerosos viandantes se han interesado, han recogido nuestras octavillas y nos han dado su apoyo; algunos se han unido también a rezar con nosotros, demostrando que la fe y el patriotismo no han sido aun totalmente sepultados en nuestro pueblo, como querrían nuestros enemigos.

Desde aquí damos las gracias a Antonio, el coordinador nacional de la iniciativa, e invitamos a todos los católicos granadinos a acudir a los siguientes rezos del Rosario por España, que serán el día 12 de cada mes a las 8 de la tarde en el mismo lugar, a los pies de nuestra excelsa Patrona.


Cinco misterios por cinco causas
http://rosarioporespaña.blogspot.com.es/




sábado, 10 de octubre de 2015

Emblemas de Tercios de Requetés

Por su interés, reproducimos los siguientes reversos de algunos de los calendarios de bolsillo del círculo Manuel Fal Conde de Granada, nuestro antecesor, con emblemas de algunos Tercios de Requetés destacados.


Calendario de 1984:
Tercio de Requetés Virgen de los Reyes (Sevilla)
Tercio de Requetés Ntra. Sra. de la Victoria (Málaga)
Tercio de Requetés Isabel la Católica (Granada)

Calendario de 1985:
Tercio de Requetés Virgen de los Desamparados (Valencia)
Tercio de Requetés del Rey (Navarra)
Tercio de Requetés Ntra. Sra. de Montserrat (Cataluña)

Calendario de 1986:
Tercio de Requetés Ntra. Sra. del Pilar (Zaragoza)
Tercio de Requetés Ntra. Sra. de Begoña (Vizcaya)
Tercio de Requetés Ntra. Sra. de Covadonga (Asturias)

Calendario de 1987:
Tercio de Requetés de Santiago (Aragón)
Tercio de Requetés de San Jorge (Aragón)
Tercio de Requetés de Almogávares (Aragón)

* Imágenes tomadas de http://calendariodebolsollo.blogspot.com.es/2012/12/carlistas-calendarios-de-bolsillo.html

miércoles, 7 de octubre de 2015

La batalla de Lepanto: la más grande ocasión que vieron los siglos


Por Rafael Gambra (7 de octubre 1971)

Cúmplese este 7 de octubre el cuarto centenario de la Victoría de Lepanto. En la hora que vivimos, sombría cual ninguna para la Cristiandad y para la conciencia nacional española, ningún contrapunto puede ofrecerse más estimulante que la evocación de esta fecha. Porque en ella culmina la gloria mayor de nuestra patria y la más alta plenitud de la Católica Cristiandad.

Mediado el siglo XVI la unidad interna de la Cristiandad empieza a cuartearse por la escisión protestante en la Europa Central, y, al mismo tiempo, los turcos —la última y más temible oleada de islamismo— acentuaba su presión en el Mediterráneo y en el corazón mismo de Hungría, a las puertas de una Europa escindida.

La batalla de Lepanto por Paolo Veronese
¿Qué habría sucedido si una postrera resistencia de la Cristiandad no hubiera conjurado el peligro deteniendo el lento avance otomano hacia Occidente? ¿Si un Pontífice en aquella coyuntura o el emperador en nombre de la Catolicidad se hubiera dirigido a Solimán el Magnífico para ofrecerle la paz basada en la "libertad religiosa" y la garantía de una "no resistencia armada" por tratarse de "motivos religiosos"?

La alternativa de aquella encrucijada histórica no hubiera sido otra que la de que hoy fuéramos musulmanes toda Europa, y América cuya colonización se estaba iniciando. O lo que es lo mismo: el definitivo triunfo del Islam y la completa extinción de la fe de Cristo sobre el Planeta. Hubo, sin embargo, un santo Pontífice que dedicó todo su empeño a la creación de una Liga Santa. Hubo un rey —el más occidental de Europa y, por lo mismo. el menos directamente amenazado— que comprendió la necesidad del común esfuerzo y lo secundó con su inmenso poderío. Hubo también un homo missus a Deo cui nomen erat Joannes. Hubo, en fin, un Dios en los Cielos reforzando con su providencia los designios humanos dignos de ella, y una Madre amantísima de los cristianos que, por su patente amparo en aquel trance, sería honrada en su fiesta del Santo Rosario y alabada como Auxilium Christianorum.

De esta gran conjunción nació Lepanto: obra portentosa de la santidad de un Papa, de la prudencia de un Rey, de la intrepidez de un General, de la fe de todo mi ejército, de la providencia de Dios... "Nunca los mares vieron en su seno, ni volverá a presenciar el mundo, conflicto tan obstinado ni mortandad más horrible, ni corazones de hombres tan animosos y esforzados." Y de la extraordinaria victoria —"la más alta ocasión que vieron los siglos"— resultó la definitiva ruina del poderío naval turco y la más cercana esperanza de alcanzar una Cristiandad unida y gloriosa en torno a la fe que le dio vida. Es la ocasión en que Hernando de Acuña puede dedicar a la Majestad de Felipe II el famoso soneto:

Ya se acerca, Señor, o ya es llegada 
la edad gloriosa en que promete el cielo: 
una grey y un pastor sólo en el suelo, 
por suerte a vuestros tiempos reservada.
Ya tan alto principio en tal jornada 
os muestra el fin de vuestro santo celo, 
y anuncia al mundo, para más consuelo, 
un Monarca, un Imperio y una Espada.
Ya el orbe de la tierra siente en parte 
y espera en toda vuestra Monarquía, 
conquistada por Vos en justa guerra, 
que a quien ha dado Cristo su estandarte, 
dará el segundo más dichoso día 
en que vencido el mar, venza la tierra. 

La victoria de Lepanto tocó las entrañas del pueblo español en momentos dichosos en que su fe, su fervor y su esperanza —en compenetración con su monarca— formaban un solo canto a la gloria del Señor. El feliz suceso fue musa de nuestros mejores poetas. Es el canto magnífico que Fernando de Acuña dedica a le gran victoria:

En sonando los clarines
de las soberbias armadas,
una de la gran Turquía
y otra de la noble España...
El valiente Juan de Austria,
teniendo en entrambas manos
un crucifijo y su espada,
anima d'esta manera:
Muramos por la fe, ganemos fama,
al arma, guerra, guerra! ...
Escurecióse el sol, tembló la tierra,
embistiéronse las galeras,
tiñeron de sangre el agua,
que a la pólvora y al plomo
no resiste fuerza humana... 

Han pasado cuatro siglos y, con ellos, muchos y muy extraños eventos: Quizá ninguna época pueda contraponerse con tantos acentos tan dramáticos a "aquella edad de prestigios y maravillas" como la inmensa crisis moral y religiosa que vivimos en el presente.

¿Dónde está ya aquella esperanza cierta en "la edad gloriosa" que promete el cielo? ¿Dónde ''nuestra Monarquía a quien ha dado Cristo su estandarte"? ¿Dónde la comunión de fe y de empresas que alcanzara sobrehumanas victorias? ¿Dónde la España que era a la vez cruz, enseña y arma?

A cuatro siglos de San Pío V y de la Liga Santa, de todo un ejército que recibe del Santo Pontífice la Sagrada Comunión y la bula de Cruzada, se reniega públicamente, en el mismo seno de la Iglesia, de lo que despectivamente se llama Era Constantiniana —dieciocho siglos de historia de la Cristiandad— cuyo ápice fue Lepanto. Una doctrina sospechosa, resabio del protestantismo, y germen de toda disolución —el maritenismo— sustituye en la Iglesia a los grandes sistemas clásico-cristianos de la Escolástica. Se abjura de la tradición de Trento, se luteraniza el culto, se elimina la piedad mariana, el latín, el gregoriano... Se niega el principio religioso como fundamento del orden civil, se afirma la "indiscriminación" y el "pluralismo" religiosos, se desautoriza la armonía del Pontificado y el Imperio (Iglesia-Estado), se ultraja a cuantos lucharon y murieron por la Fe, se proclama la laicidad y la democracia universal como únicos cimientos políticos y morales... Y un pontificado se abre con el acto —de inverosímil simbolismo— de devolver al Turco la enseña gloriosa de Lepanto, en Roma depositada por los cruzados vencedores.

¿Hemos llegado en esta extrema mutación histórica —con este vacuo "humanismo"— a la vaticinada herejía de los últimos tiempos en los que el hombre "se adorará a sí mismo"?

Mas por encima de los hombres, de sus mudanzas y apostasías, está el Cielo, el Señor de los Ejércitos y la Madre amantísima de los cristianos —Auxilium Christianorum—, recursos supremos. Allá viven, con todos los mártires de le Fe, los héroes de Lepanto, intercediendo por nuestra unidad y nuestra esperanza.

Símbolo sobrenatural de cuanto ellos representan es el Santo Rosario como devoción popular y como advocación mariana. Nacido el Rosario de una aparición de la Virgen al español Santo Domingo de Guzmán, fue a su rezo en las solemnes rogativas públicas que presidió San Pío V a lo que en su tiempo se atribuyó la victoria de Lepanto. Y por lo mismo el día 7 de octubre quedó consagrado el por el santo Pontífice como fiesta litúrgica de Nuestra Señora del Rosario o de las Victorias.

Y —obsérvese bien— en todas las apariciones de María en los últimos tiempos, desde Lourdes y la Salette hasta Fátima —únicos lazos milagrosos con el Más Allá— ha sido elemento común el recuerdo insistente del Santo Rosario como áncora de salvación para una humanidad desviada, en camino vertiginoso de perdición. Devoción de las Victorias, símbolo de Lepanto, el Rosario será para siempre para nosotros —católicos y españoles— la confirmación divina de nuestra Fe y de lo mejor de nuestra historia.

Rafael Gambra Ciudad
El Pensamiento Navarro (10/10/1971)

domingo, 4 de octubre de 2015

Los asesinatos de don Francisco Estrada y don Carlos Mosé

El 4 de octubre de 1836 eran asesinados en Martiricos, en Málaga, a manos de las turbas revolucionarias de la milicia nacional, los oficiales carlistas encarcelados don Francisco Estrada y don Carlos Mosé.

Cinco años antes, Estrada y Mosé, voluntarios realistas malagueños, habían contribuido activamente a la persecución y derrota de la facción revolucionaria que acaudillada por José María Torrijos había desembarcado en la costa de Málaga el 3 de diciembre de 1831. Estos capitanes habían concurrido con el mayor entusiasmo a la persecución y rendición de los rebeldes liberales, por cuyos servicios fueron ascendidos y premiados por S.M. con la cruz de primera clase de la Real y militar orden de San Fernando.

Los revolucionarios, vencidos y humillados, hubieron de aguardar cinco años para vengar al traidor Torrijos y asesinar a sangre fría a algunos de los que habían contribuido a derrotar a su caudillo en buena lid.

Que la historia la escriben los vencedores lo constata el hecho de que hoy en Granada todos conozcan el nombre de Mariana Pineda, ejecutada por traición de lesa majestad, pero nadie el del Padre Osuna (de quien dimos cuenta en una entrada anterior), apuñalado en dos ocasiones por sus ideas, sin condena judicial, mientras se hallaba indefenso en la cárcel. Del mismo modo, se han vertido ríos de tinta sobre el fusilamiento del faccioso Torrijos, cuyo nombre es bien conocido en Málaga, pero nada se ha escrito sobre los hechos que relatamos hoy, por lo que consideramos de justicia sacarlos del olvido.

Según relataba el periódico liberal Eco del Comercio el 16 de noviembre de 1836,* el 4 de octubre anterior no se había presentado ninguna autoridad cristina «para contener los desórdenes ni menos reforzar la guardia de la cárcel con el auxilio competente», como habían pedido el comandante de Málaga don José Mendal y el sota alcaide de dicha cárcel don Miguel Gónima.

El 8 de noviembre de 1836 fueron sometidos a un consejo extraordinario de guerra José León y consortes, «por los alborotos ocurridos en esta plaza el día 4 de octubre último, que produjeron la grave alteración de la tranquilidad pública, y los asesinatos en las personas de don Francisco Estrada y don Carlos Mosé, que se hallaban bajo la salvaguardia de la ley en la cárcel pública».

Los sargentos José León y José Gentil, de la llamada milicia nacional, fueron sentenciados a pena de muerte. Diego Orozco, uno de los principales cabecillas según la sentencia, fue indultado por el capitán general cristino. Otro de los acusados, Francisco Ruiz, fue condenado a seis años en el presidio de Alhucemas, mientras que los demás soldados implicados fueron puestos en libertad.

En realidad, los crímenes fueron obra de toda la segunda compañía de granaderos, que incitó a otras a secundarlos, como demuestra el hecho de que sus oficiales y sargentos se negaran a designar a «los individuos que cometieron tales excesos, no pudiendo ignorar quienes fuesen».

Los carlistas malagueños no olvidaron nunca a sus correligionarios martirizados por defender nuestra bandera y nos consta que aun en 1896, con motivo de la fiesta de los Mártires de la Tradición, realizaban solemnes funerales en la parroquia del Sagrario, donde yacen los restos de don Francisco Estrada y don Carlos Mosé, ante cuyas tumbas cantaban un responso y depositaban entre otras coronas, una de la familia, otra de la junta Provincial y otra de la Juventud Tradicionalista (véase aquí).

Iglesia del Sagrario en Málaga, donde reposan
los soldados de la Tradición Estrada y Mosé 

ECO DEL COMERCIO (16/11/1836)

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