jueves, 28 de noviembre de 2013

El periodista Francisco Guerrero Vílchez


Recuperamos hoy la memoria de otro carlista granadino ilustre, como lo fue el general Carlos Calderón: D. Francisco Guerrero Vílchez (1854-1941), fundador y director del períodico tradicionalista de Granada La Verdad (1899-1941), veterano de la tercera guerra carlista y caballero de la Orden de la Legitimidad Proscrita.

En sus años mozos peleó por las banderas de Don Carlos en el Norte. En la batalla de Lácar gustó del plomo enemigo por su valentía en el combate, y en ese combate permaneció toda su vida.

Su defensa de la Tradición Española iba pareja a su fervor religioso. Tenía verdadera devoción por el Corpus Christi y por la excelsa Patrona de Granada, la Virgen de las Angustias; devoción que reflejaba en los artículos de su periódico de manera sublime.

En 1936, siendo ya octogenario, alegó no tener más de cuarenta y tantos años para alistarse en la retaguardia del bando nacional, en la milicia ciudadana Españoles Patriotas.

Su temple y su espíritu no decayeron hasta los últimos días de su vida.


El periódico «La Gaceta del Norte» publicaba este artículo con motivo de su fallecimiento a los 87 años, en 1941:

Como una violeta que ignorada de todos, perece al soplo del cierzo en la campiña, ha muerto en Granada, desconocido, el más viejo, probablemente y el más «autártico», desde luego, de los periodistas españoles. El más «autártico», porque a lo largo de su larguísima vida –88 años tenía al morir– tuvo que bastarse a sí mismo a grado tan extraordinario, que él lo era todo en el periódico: director, administrador, cajista, corrector, ajustador, agente de anuncios, empaquetador y… el chico que lleva las cartas al Correo.

Se llamaba Francisco Guerrero Vílchez. Su periódico, «La Verdad».

 







En 1897

1897. Guerrero Vílchez, veterano de los Ejércitos de Carlos VII, jefe delegado, por egregia disposición de la Comunión Tradicionalista en el Reino de Granada, se propuso crear un órgano de batalla y orientación para la defensa y propaganda de sus Ideales. Y nació «La Verdad». En sus primeros años el nuevo periódico contó con un plantel de fervorosos colaboradores que, al calor de los acontecimientos nacionales (España entera tenía, a la sazón, por cosa muy segura que don Carlos habría de venir para salvar a su Patria de la bancarrota moral y material en que la sumían sus desastres en Ultramar), se arrimaban a Guerrero Vílchez, afanosos de cooperación en la tarea del insigne veterano.

Pero aquel calor no tardó en consumirse; el Rey, adelantándose caballerescamente a toda suspicacia de ambición, anunció en solemne documento que, dadas las circunstancias en España, no solamente no crearía dificultad de ninguna clase a doña Cristina de Habsburgo-Lorena, sino que, si preciso fuera, dispondría que sus Ejércitos se pusieran a las órdenes de la Regente en aras del servicio de la Patria; y… como siempre que una posibilidad soñada se aleja, el círculo de los que la esperaban fue deshinchándose de adheridos ocasionales, pero estrechándose –cada vez más fuertemente– con los leales que lo eran de corazón y no por cálculo, con los insobornables, con los «de siempre y para siempre». Y entre ellos, Francisco Guerrero Vílchez.

Solo

Entonces comenzó la era «autártica» del periodista granadino, que ya no había de terminar sino con su muerte, ocurrida un día de Septiembre de 1941.

Guerrero Vílchez, solo físicamente, pero más acompañado que nunca de la fe en su ideal, se metió en su imprentuca de la calle Nueva del Santísimo y reemprendió su tarea. Él redactaba íntegramente su periódico, vibrante, ágil, repleto de verdad, de acuerdo con su título; zumbón en sus «Disparos»; certero en sus críticas; implacable, como campeón de lo justo, en sus juicios; valiente, intransigente, fervoroso. Él lo componía después. Lo corregía. Lo tiraba. Él iba en busca de los anuncios que cubrieran la tirada –y si no alcanzaban su importe, ¡Dios sobre todo!–. Él, por fin, hacía el «cierre» y cargaba con los paquetes camino de Correos; llevaba el fichero, giraba, cobraba… Los pagos… Los pagos no le quitaban el sueño, porque si alguna vez se quedaba en déficit, con descontarlo de sus medios vitales, el saldo quedaba hecho de un modo por demás sencillo.

Orden del Rey

Pero hasta las más duras peñas se resquebrajan algún día, y Guerrero Vílchez, ya setentón, sintió laxitud en su esfuerzo y desánimo en su soledad. Mas como el periódico –con ser tan suyo como jamás lo fue de nadie periódico alguno– era moralmente de su Ideal, no quiso suspenderlo sin haber dado cuenta de su decisión al Augusto Caudillo de la Comunión Tradicionalista, que lo era, en los tiempos en que esto ocurría, don Jaime de Borbón. Acudió al Rey Guerrero Vílchez y planteó su caso. Don Jaime le escuchó con aquella su innata gentileza que le valió el sobrenombre de «Príncipe Caballero», y cuando el veterano hubo acabado su respetuoso alegato, el Rey, poniéndole familiarmente la mano sobre el hombro, le dijo:


- Tú no puedes hacer eso, Guerrero. Has sido hasta ahora un buen soldado y tu propósito pudiera parecer una deserción. Un soldado no abandona nunca su fusil: muere con él en la mano… ¿Qué me dices?

- Señor: el periódico no morirá mientras yo viva.

Y volvió a su Granada a cumplir la palabra empeñada al Rey.



«La Verdad» ha vivido 44 años. La muerte ha sorprendido a Francisco Guerrero Vílchez justamente cuando daba el último toque a uno de los dos números extraordinarios que lanzaba todos los años en loor de las dos solemnidades más grandes de la vida religiosa de Granada: el Corpus y Nuestra Señora de las Angustias. La última edición de «La Verdad», dedicada a la exaltación de la Excelsa Patrona –la portada del extraordinario reproduce una encantadora tricromía de la Virgen en la advocación de las Angustias– quedaba compuesta y tirada en el momento preciso en que la Señora había decidido llamar al Cielo a su lealísimo devoto. El número ha sido repartido después de la muerte de Guerrero Vílchez, que ha cumplido así con creces la palabra empeñada al Príncipe Caballero: ha hecho más que caer con su fusil; ha caído antes que su fusil.

Otra vez, al servicio de España

Al estallar la guerra de liberación, Guerrero Vílchez conoció el gozo de no sentirse ya solo. De la vieja solera carlista de la Vega de Granada surgió, por pujante generación, el Tercio de Requetés Isabel la Católica, que dejó en los campos de Andalucía una siembra ubérrima de abnegaciones y de heroísmos.

El veterano tampoco se avino a la inactividad guerrera, y ya que sus piernas, cansadas por un duro caminar de ochenta años, no le permitían montar la guardia, cara al enemigo, en los picos de Sierra Nevada, solicitó con tan insistente fervor un puesto de armas en la retaguardia –aquella gloriosa retaguardia granadina que, en algunos momentos de trágica inquietud, llegó a enlazarse, en tensa vigilia armada, con la vanguardia que defendía la ciudad a unos metros de la Vega– que fue forzoso concedérselo. Y en él probó, una vez más, el acero de su alma, templado en las más duras acciones bélicas de la anterior guerra de liberación. Por su comportamiento ejemplar en ellas y por su labor obstinada en los días de una paz difícil para el Ideal, Francisco Guerrero Vílchez podía ostentar en su pecho las más preciadas insignias de las Ordenes que la Realeza proscripta creó para premiar las virtudes de excepción de sus leales: la de Lácar, la de Somorrostro, la de Montejurra. Y la más alta de todas, reservada al mérito superior de la Legitimidad.

¡Descanse en paz!

ANGEL PUENTE

Hemeroteca del periódico La Verdad (1899 - 1941)

viernes, 22 de noviembre de 2013

El general carlista granadino Don Carlos Calderón y Vasco

DON CARLOS CALDERON EN MONTEJURRA, cuadro al oleo por E. Esteban

Este precioso cuadro al óleo del notable pintor D. E. Estevan, cuya fotografía proporcionó a la revista El Estandarte Real el General D. Antonio Brea, constituye un glorioso recuerdo de la campaña de 1872-76.

El hecho a que se refiere es el siguiente:

El 17 de Febrero de 1876 se vio atacado el Brigadier Calderón por dos divisiones en la parte de la Solana y una brigada en la de Esquinza; para hacerlas frente sólo contaba con los batallones 1º y 12º de Navarra y algunas compañías alavesas; no obstante, sostuvo todo el día un rudo combate en el que hizo 400 bajas al enemigo; aquella noche atacó a éste a la cabeza de dos compañías, desalojándole de Arellano y haciéndole numerosos prisioneros. Reanudada la acción al día siguiente, viose el Brigadier Calderón atacado por tres puntos a la vez; pero el Coronel Barón de Sangarrén en unas zanjas; el 1º de Navarra sobre Monverde y Calderón con el 12º en el bosque de Arellano, hicieron retroceder cinco veces al enemigo con otras tantas cargas a la bayoneta, hasta que al verse completamente rodeados y abrumados por tantas fuerzas, y fatigada ya la gente de Calderón, mientras que el enemigo era reforzado con ocho batallones al mando del General Tassara, empezaron los carlistas a despeñarse huyendo hacia Estella.

Siguió, a pesar de todo, batiéndose el Brigadier Calderón ordenando otra nueva carga (en la que cayó herido su jefe de Estado Mayor D. Ricardo Suarep) y se retiró ordenadamente al fuerte aprovechando el desorden que acababa de introducir en los batallones liberales. Cesó el fuego, pero rehechos al fin los enemigos al cabo de una hora, se lanzaron por varios puntos sobre el fuerte, defendiéndolo bravamente por espacio de media hora los pocos voluntarios que en él habían quedado, pero viéndose desbordados y acosados por todas partes, se apoderó de ellos el pánico y huyeron hacia Estella, dejando solo con su Ayudante Sr. Henestrosa al Brigadier Calderón, quien, aunque ya había sido herido, no quiso abandonar el fuerte, cayendo éste así, huérfano de defensores en poder de las tropas liberales, al frente de las cuales felicitaron los Generales enemigos Primo de Rivera y Cortijo al Brigadier D. Carlos Calderón, por la heroica defensa que había hecho, devolviéndole la espada, así como a su Ayudante, y dejándoles prisioneros bajo su palabra.

Don Carlos de Borbón premió el brillante comportamiento de Calderón con la faja de Mariscal de campo.

Pocos han tenido ocasiones como nuestro infortunado amigo, de hacer simpático y respetable el nombre español fuera de nuestras fronteras, y pocos se han dedicado a esta tarea con éxito aproximado, pues la nota saliente de su personalidad era el más acendrado patriotismo.

Este sentimiento puede decirse que fue el que exclusivamente le trajo a nuestro campo y creó entre Carlos VII y él una indestructible intimidad que por igual honra a ambos.

Cosmopolita por su educación y por sus hábitos, pero español rancio por su corazón, tenía la evidencia de que sólo la Monarquía representada por Don Carlos podía, y eso en poquísimo tiempo, sacar a España del lugar secundario a que está relegada y elevarla rápidamente a potencia de primer orden.

¿Don Carlos podía efectuar ese milagro? Calderón estaba seguro de ello, y esa certeza le bastaba para ofrecer a Don Carlos su vida, sin alambicar ni sus principios ni sus derechos por más que fuera respetuoso y defensor de los unos y de los otros.

En el destierro fue Calderón acaso el más asíduo visitante de su Rey proscripto, a quien iba a ver a lo menos una vez cada año, a París, a Londres, a Frohsdorf, a Venecia, a donde quiera que estuviese, causando siempre sus visitas singular regocijo a Don Carlos que estimaba en alto grado todas sus condiciones personales, la nobleza de su carácter afable y abierto, su bravura como soldado, su exquisita cortesía como hombre de mundo, su actividad infatigable como trabajador y su fidelidad a toda prueba como carlista.

Llórale hoy, no sólo como General, sino como amigo muy querido y probablemente los primeros sufragios que se habrán celebrado por el ilustre difunto, serán los que don Carlos ordenó en el momento de saber su muerte inesperada, dando la coincidencia providencial de que la primera Misa dicha por su alma en Venecia, se celebró precisamente el día 10, fiesta de San Andrés Avelino, protector de los cristianos en las muertes repentinas.

La noche antes de su muerte, el General Calderón obsequió, en su casa en París, con regio banquete y recepción a SS. AA. II. el Gran duque y la Gran Duquesa Wladimiro, al Gran Duque Alejo y a los Duques de Leuchtemberg... y a las pocas horas de retirarse a descansar, una angina de pecho acabó en breves instantes con su preciada existencia.

Los funerales han sido espléndidas manifestaciones de duelo y generales simpatías.

En las exequias de París presidieron el Duque de la Unión de Cuba y el Conde de Adanero, en representación de la familia, el General Mergeliza de Vera, en representación de Don Carlos, y el Sr. Angulo, en representación de la Compañía Trasatlántica, de la que era Director así como de los caminos de hierro mejicanos nuestro entendido y bizarro general. Entre la concurrencia, tan numerosa como brillante, figuraron el Gran Duque Wladimiro, los Duques de Leuchtemberg, de Almenara Alta, de Lerma, de Fernán Núñez, de Montellano, de Tamames y de Croig; los Marqueses de la Torrecilla, de la Mina, de la Romana, de Casa-Riera y de Salamanca, los Príncipes Orloff y Troubeskoi; los Condes de Bressón, de Lambertye, de Pradire, de Peralada, de Estrada, de Santovenia y de Torres de Luzón y el barón de Rothschild.

En los funerales de Madrid, la concurrencia fue tan numerosa que no cabía en la extensa nave de la Iglesia de Santa María. Allí estuvieron brillantemente representados todos los partidos políticos, el clero, la aristocracia, la banca, las letras, las artes y las industrias, sin faltar tampoco generales, jefes y oficiales del ejército, algunos de uniforme, y entre ellos el que le hizo prisionero en Montejurra, el General Primo de Rivera, al lado de nuestro Jefe Delegado el Marqués de Cerralbo, a quien acompañaban D. Pablo Morales y el General Brea (hermano, más que amigo, de Calderón), el Dipudado por Tolosa don Benigno Rezusta, los Condes de Balazote y de Casasola, el Sr. Herrero, en representación de El Correo Español, e innumerables correligionarios nuestros, entre ellos muchos voluntarios de los batallones guías del Rey y 2º de Navarra.

Todas las clases sociales, altas y bajas, han rendido el último homenaje de cariño y de respeto al cumplido caballero.

¡Descanse en paz el General Calderón!

Extraído de la revista El Estandarte Real. Diciembre de 1891.

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