viernes, 25 de diciembre de 2015

Feliz Navidad

El Círculo Tradicionalista de Granada General Carlos Calderón desea a sus amigos y correligionarios una feliz y santa Natividad de Nuestro Señor.

La Adoración de los Reyes Magos, por Gabriel Yoly (1520).
La Seo del Salvador, Zaragoza.

sábado, 19 de diciembre de 2015

La llegada a Granada de S.A.R. Don Javier de Borbón Parma

Tal día como hoy, un 19 de diciembre de 1937, en plena Cruzada de Liberación, llegaba a Granada el augusto caudillo de la Comunión Tradicionalista, S.A.R. el príncipe Don Javier de Borbón Parma (padre del actual abanderado de la Comunión Tradicionalista, Don Sixto Enrique). Fue precisamente en nuestra ciudad donde Su Alteza recibió la orden del General Franco de abandonar España, mostrando así el Generalísimo su particular «agradecimiento» a los requetés. Así es como narraba el acontecimiento el día siguiente la prensa local:

Conforme estaba anunciado, ayer tarde llegó a nuestra ciudad el príncipe don Francisco Javier de Borbón Parma. Una compacta muchedumbre que había salido a recibirlo en automóvil al kilómetro 464 de la carretera de Málaga a Granada, empalme con la de Moraleda de Zafayona, prorrumpió en aplausos y vítores a la llegada del príncipe, a quien le fueron presentadas a su llegada varias personalidades granadinas. Venían con el augusto viajero desde la ciudad vecina don Antonio Garzón, el marqués de Valdespino, don Diego Zuleta, don Rafael y don Jaime Olazábal, don Juan Palomino y los señores Arrué y Pries.
El príncipe, después de agradecer vivamente el entusiasmo de los presentes, en atención a las numerosas señoras que en plena carretera habían acudido a esperarle —no obstante lo desapacible de la temperatura—, dispuso que se continuara la marcha a Granada, donde seguirían las presentaciones, y la dilatada caravana se puso en marcha, siguiendo al coche de Su Alteza. A la entrada de los pueblos del tránsito, numerosas personas, a pesar de no saberse con anticipación el momento preciso de la llegada del príncipe, se agolpaban para contemplar el desfile de la comitiva y correspondían con entusiasmo a las canciones religiosas y patrióticas de las numerosísimas «margaritas» que figuraban en el cortejo.
Don Javier (1889-1977): Abanderado de la
Comunión Tradicionalista como Regente (1936-1952)
y Rey legítimo de España (1952-1977)
El príncipe se dirigió al palacio de doña Francisca Pérez de Herrasti, donde tenía preparado alojamiento. Don Javier, después de ser recibido por la distinguida familia de don Ramón Contreras Pérez de Herrasti, conversó brevemente con doña Dolores Valero, don Alberto Gómez Matarín y don José Gómez Morales, con los cuales se mostró encantadísimo de la cordial acogida que se le había tributado, y al hablar con el citado sacerdote, señor Gómez Matarín, le manifestó que por parte de la Prensa extranjera enemiga de nuestra causa se propala que uno de los propósitos de los defensores de la España auténtica, es restablecer la Inquisición.
Acto seguido comenzó un interminable desfile de personas que estrecharon la mano que el príncipe les ofrecía con llaneza sin igual, entre las cuales figuraban, como nota pintoresca, numerosos «pelayos». Durante el desfile, que duró largo rato, porque el príncipe don Javier conversó afabilísimamente con la mayoría de las personas que acudieron a saludarlo, numerosos boinas rojas daban guardia en el amplio zaguán y en la señorial escalera de los señores Pérez de Herrasti, y la banda dirigida por don Julio Vidal (*) interpretó trozos de zarzuelas españolas. Terminado este homenaje de gran parte de los granadinos al príncipe, éste se retiró a las habitaciones que le estaban destinadas.
A la hora de la cena se sentaron a la mesa con el príncipe don Javier, a más de la familia del señor Contreras Pérez de Herrasti, los señores antes citados como acompañantes de S. A. en su viaje a Granada, y doña Dolores Valero de Rojas, doña María Zabala, don Tomás López Luque, don José Gómez Morales, don Joaquín Dávila e hijo, don Antonio Rojas, don Rafael Moreno González Anleo, don Ramón Garzón, don Julio Muñoz Chápuli y don Julio Vidal. 
Hoy asistirá el príncipe don Javier a la misa de comunión que mensualmente se celebra en la Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, a las nueve, para impetrar del Altísimo la salvación de España. Después marchará a la Capilla Real y al Monasterio de San Jerónimo. 
A las once y media de la mañana dará comienzo en el palacio de doña Francisca Pérez de Herrasti, Puentezuelas 35 y 37, la recepción de todas aquellas personas que deseen saludar al príncipe, quien después del almuerzo partirá para la Alhambra y el Generalife y a continuación visitará el estudio del ilustre pintor don Gabriel Morcillo. A la caída de la tarde será obsequiado con un té en el carmen-estudio de don José Maria Rodríguez Acosta.


Extraído de Hoja oficial del lunes (20/12/1937)


(*) Juan Vidal murió en 1962. Dio todo a la Causa. Era recordado por su gracia chispeante, sus enardecidas canciones y Salves a la Virgen, en el frente avanzando, a la bayoneta calada contra los rojillos. Fue leal hasta en su lecho del dolor, cuando le proponían no buenos amigos que, como ellos, traicionara a la Causa legítima (véase la revista Montejurra, n.º 23).

viernes, 18 de diciembre de 2015

La Comunión Tradicionalista ante las elecciones


La Comunión Tradicionalista ante las elecciones
del 20 de diciembre de 2015


La triste farsa de las elecciones generales se repite en España este domingo 20 de diciembre. Los medios y los partidos políticos del régimen se esfuerzan por arrastrar a las urnas a cuantos votantes puedan: lo cual puede servir de indicación a los españoles responsables.

No hay una sola candidatura católica. Ni una sola defensora de la verdadera España. Ni una cuyos integrantes proporcionen siquiera el atisbo de una mejoría en las tristes circunstancias de nuestra Patria.

Tampoco existe el deber moral de ejercer el voto, por más que algunos así lo prediquen. Hay otras formas de hacer política, verdadera política, que no pasan por los espejismos electorales. En ellas estamos empeñados los tradicionalistas. Sin que excluyamos volver a presentar candidaturas en el futuro: pero sólo como un instrumento más en la reconstrucción de España y de sus regiones, una reconstrucción que conducirá necesariamente a la desaparición de los partidos políticos, de los candidatos irresponsables y del sufragio universal inorgánico.

¿Cuál será el resultado de estas próximas elecciones? Las variables han aumentado por la presencia de (supuestamente) nuevos partidos y candidatos respaldados por gran ruido mediático. Entre los que hay revolucionarios de salón, o de aula, que buscan su oportunidad, y oportunistas varios que buscan incorporarse a la casta del régimen oligárquico vigente. Cabe incluso en lo posible que ese resultado sea indeciso e inestable, y que pronto vuelvan a ser convocados los españoles a las urnas.

En ese momento, quizá (sólo quizá) aparezcan candidaturas tradicionalistas. La mejor preparación para ello será una gran abstención en estas elecciones generales. Rechacemos la farsa.

En varias localidades españolas se celebran también este domingo elecciones a juntas vecinales. A éstas, en cambio, animamos a la participación, para evitar la desaparición de instituciones tradicionales verdaderamente representativas.

Madrid, diciembre de 2015.


Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón
Comunión Tradicionalista
Apartado de Correos 50.571
E-28080 Madrid
http://www.carlismo.es/


jueves, 17 de diciembre de 2015

CL Aniversario de D. Pedro de la Hoz, pionero del periodismo tradicionalista

Se cumple hoy el 150 aniversario de la muerte de D. Pedro de la Hoz, director que fue del periódico LA ESPERANZA (1844-1874), considerado el principal ariete de la España católica y contrarrevolucionaria, que llevaría por subtítulo periódico monárquico y fue fundado para defender la Santa Religión Católica y la monarquía tradicional una vez acabada la Primera Guerra Carlista.

En LA ESPERANZA, que fue órgano oficioso del carlismo y el diario de mayor circulación en España durante la década de 1850, escribió su director numerosos artículos durante veinte años, sirviendo como ejemplo a seguir para los abundantes y brillantes periódicos y redactores tradicionalistas que aparecerían a partir de la nueva agitación liberal de la Revolución de Septiembre de 1868.

D. Pedro de la Hoz fue además autor de los manifiestos que firmó María Teresa de Braganza, viuda de Carlos V, como la Carta a los españoles de septiembre de 1864, en la que acusaba a quienes «se dicen católicos» de aceptar «como fundamento social el fantasma de la opinión pública».

La siguiente reseña biográfica, que extraemos del artículo que le dedicara José María Carulla con motivo de su muerte, omite la destacada militancia carlista de D. Pedro de la Hoz —un secreto a voces— al estar prohibida la significación legitimista durante el reinado de la llamada Isabel II:

Reseña biográfica de D. Pedro de la Hoz (1800-1865)

El Sr. D. Pedro de la Hoz nació en Espejo, provincia de Córdoba, el día 17 de mayo de 1800. Fueron sus padres D. Vicente, corregidor de varias villas y ciudades, como también caballero maestrante de Ronda, y doña María Tecla de la Torre. Restituidos a los pueblos de Penagas y Anaz, de la provincia de Santander, de donde eran respectivamente naturales, pasó en 1808 al colegio de Escolapios de Villacarriedo, en el cual hizo sus primeros estudios, saliendo de allí para la universidad de Valladolid, en la que cursó jurisprudencia.

Seducido por las ideas liberales que a la sazón reinaban ya en las universidades y academias, abrazolas con inexperiencia, siendo nombrado en su virtud secretario del gobierno político de León, y después de otras provincias. A tener entonces los veinticinco años que la ley exigía, hubiera desempeñado la jefatura política.

Ya en 1822 comprendió la impotencia a que se hallaba reducida la autoridad bajo el régimen parlamentario. Su conversión a las sanas doctrinas fue un hecho poco después, cuando, unido en matrimonio con una hija del valerosísimo general Liniers, muerto en defensa de su Rey, observó, por la lectura de los periódicos extranjeros, la prepotencia que la Revolución había logrado en el imperio vecino.

Desde ella no faltó ni en un ápice a la gloriosa causa de la monarquía. Pareciéndole muy bien al Monarca algunos de sus escritos, fue nombrado, sin saberlo. Director de la Gaceta de Madrid. En 1831 se le designó para la fiscalía general de correos, a cuyo cargo estaban anejos los honores y antigüedades del extinguido Supremo Consejo de Hacienda.

Fallecido Fernando VII, dimitió el cargo, a pesar de las vivas gestiones de casi todos los nuevos ministros para que lo conservase. Previendo que no podrían contener las ideas revolucionarias, aun cuando quisieran, lo renunció, y con él a un porvenir brillante, a trueque de no ponerse en contradicción con sus últimos actos, y deshonrarse políticamente. Pasó después al extranjero, volviendo en 1840, y fijando su residencia en Burgos, donde se dedicó con gran éxito al ejercicio de la noble profesión que tiene por objeto pedir justicia.


Ofreciósele algunos años después la Dirección de LA ESPERANZA, que iba a publicarse desde el 10 de octubre de 1844, y no quiso aceptarla por tener quebrantada la salud; mas al fin juzgó conveniente acceder a las nuevas instancias que le hicieron los co-fundadores del periódico. Este atestigua lo que ha sido su vida posterior.

Director de LA ESPERANZA, consagrose a ella con una fe verdaderamente inextinguible y con un ardor verdaderamente infatigable. Para saber lo que fue el periódico, pueden leerse los elogios que tributaron a LA ESPERANZA los mismos liberales, a pesar de que éstos rara vez hacían justicia a sus adversarios. La Patria, diario al cual LA ESPERANZA combatió con frecuencia enérgicamente, consignó en su número del sábado 16 de diciembre de 1865 las siguientes palabras:

Un periódico se publica en Madrid muy importante, ya por ser el decano de la prensa de la corte, ya por consecuentísimo en la predicación de sus doctrinas, y por hábil hasta lo sumo, al atravesar las mas difíciles circunstancias, sin plegar nunca su bandera. Dirigido por un hombre de gran capacidad y de experiencia consumada, y de espíritu y corazón de buen temple, para no ceder a temores, ni dejarse nunca tentar por halagos, siempre fue y va a su objeto en derechura; y así se ha granjeado legítimo ascendiente y grande respetabilidad entre los que profesan sus opiniones.
Este periódico se llama La Esperanza; D. Pedro de la Hoz es su Director inteligente y dignísimo de todo elogio, por cuya salud elevamos nuestras plegarias al cielo. Con adversarios de esta categoría es honroso medir las armas, según buena ley de caballería, sin que lo cortés quite a lo valiente, y aspirando a la victoria, no con vocerío de palabras, sino a fuerza de sólidas razones.


Calle del Pez n.º 6 de Madrid, lugar en el que tuvo sus oficinas el periódico LA ESPERANZA hasta ser clausurado por Francisco Serrano en enero de 1874.

Mientras infinidad de períódicos, principalmente liberales, dejaron de publicarse, no obstante la protección de todo género que recibían, LA ESPERANZA subsistió robusta y prepotente, a pesar de las recias sacudidas de todo linaje asestadas contra ella. La gloria de tal resultado correspondió entera por riguroso derecho al Sr. D. Pedro de la Hoz, que dirigió el periódico desde su fundación.

Que el Sr. D. Pedro de la Hoz aceptase en 1844 la dirección de LA ESPERANZA, es cosa que no debe maravillarnos. Aunque su salud ya se había entonces grandemente resentido, se hallaba, sin embargo, en el pleno de su energía intelectual, pudiendo, por consiguiente, dedicarse con ahinco a las tareas de su nueva misión, tan importante como delicada. Lo asombroso y digno de loa es que persistiese en dirigirla a los sesenta y cinco años de edad, cuando sus fuerzas se iban extinguiendo por instantes, Algunos do sus amigos, considerando que la enfermedad le tenía sumamente débil, y viendo que Dios le había hecho merced de un hijo, continuador de su preclara inteligencia, de su buen criterio, y de su fe ardorosa, le proponían con frecuencia que la dejase, o al menos que se ciñese a lo puramente preciso para su marcha. Jamás pudieron conseguirle. No satisfecho aun, ocupábase también en recibir a los que venían con el objeto de conocerlo; en responder a los que lo consultaban sobre innumerables asuntos políticos y de diversa índole; en meditar una obra de Religión que por su muerte no pudo publicarse; en dirigir la educación de su familia; en atender, para concluir, a esos héroes cuyo elogio no puede hacerse por falta de palabras bastante expresivas, que, a trueque de conservar inmaculado su honor, sufrieron toda clase de privaciones, renunciando a toda suerte de comodidades.

Alguna vez pensó seriamente en trasladarse al Escorial, a fin de terminar allí sus días, entregado a la meditación de las eternas verdades. No puso en práctica su pensamiento. Además de sus dolencias habituales, impedíanselo su amada familia que no quería desatender, LA ESPERANZA, de que no quería prescindir, y la comunión monárquico religiosa, que no quería por ningún concepto abandonar.

Poco antes de morir trabajaba, si cabe, con más celo y satisfacción que en años anteriores. Es que veía confirmadas sus opiniones políticas de la manera más absoluta. Veía completamente desacreditado el orden de cosas que constantemente impugnó; veía que los hombres de buena fe que lo habían sostenido se agrupaban denodadamente alrededor de su bandera inmaculada; veía en lontananza a los nuevos Constantinos que han de regenerar a nuestra desdichadísima patria; veía, en fin, cercana o inevitable la realización de sus dulces consoladoras esperanzas.

Extraído en su mayor parte del artículo que le dedicó con motivo de su muerte José María Carulla en LA ESPERANZA (18 de diciembre de 1865)

(...) nunca más que hoy ha sido conveniente que permanezca inhiesta la bandera de LA ESPERANZA (...)
(...) Dos cosas, únicamente, son las que debo recomendarte y te recomiendo. Una, la de que perseveres hasta la muerte en la defensa de nuestra Santa Religión; y otra, la de no faltar nunca a las prescripciones del honor. (...)
(...) Como católico sabes no te es permitido sino repeler la fuerza con la fuerza, y eso cuando no está a mano la autoridad para acudir a ella. (...)
De la carta de D. Pedro de la Hoz a su hijo, D. Vicente de la Hoz y de Liniers.


Obras relacionadas:

martes, 15 de diciembre de 2015

La profanación de la tumba del Gran Capitán

Entre las notables «aportaciones» de la invasión invasión francesa y la revolución liberal para Granada se cuenta el descomunal expolio a la Iglesia que dejó, durante más de un siglo, el monasterio de San Jerónimo en estado ruinoso, dando lugar a que la tumba del ilustre capitán Gonzalo Fernández de Córdoba fuese profanada y sus huesos exhumados. No fue hasta 1857 que se ordenó su nuevo enterramiento. Así lo narraba la prensa de la época:

En un periódico se lee lo que sigue:
«S. M. la Reina se ha enterado con dolorosa sorpresa de que los restos del Gran Capitán Gonzalo Fernandez de Córdoba, encerrados en dos cajas de madera ordinaria, están depositados en el archivo del gobierno civil de Granada. Instruido al punto el oportuno espediente, resulta: Que la duquesa de Sesa y Terranova, viuda del Gran Capitán, obtuvo del Rey D. Carlos I permiso de edificar la capilla mayor de la iglesia de San Gerónimo, en aquella capital, para enterramiento de su marido y de la misma señora, y que en efecto, la obra se llevó a cabo con la mayor suntuosidad por los mejores artífices de su tiempo, habiendo sido depositados ambos cuerpos en la bóveda sepulcral de dicha capilla, en sendas cajas de madera encerradas en otras de plomo, encubriéndose la bóveda con una lápida. Allí permanecieron respetadas tan preciosas reliquias cerca de tres siglos, hasta que á consecuencia de los disturbios políticos de estos últimos tiempos, y por un lamentable abandono de las autoridades, la iglesia y el panteón fueron torpe y sacrílegamente profanados, desapareciendo las cajas que guardaban tan nobles cenizas.
Recogidas estas intactas por algunos españoles amantes de nuestras glorias, y celosos del buen nombre de su patria, vinieron por fin al sitio donde hoy se hallan. Para conservar tan gloriosos restos con el decoro y la seguridad que merecen, ha dispuesto S. M. que se encierren en una urna de madera fina, resguardada por otra de plomo; que se repare el panteón de la capilla mayor de San Gerónimo de Granada, cerrándose al extremo inferior de la escalera con una verja de hierro con llave, que se depositará en el archivo de dicho templo, bajo la responsabilidad del cura párroco, á fin de impedir ulteriores profanaciones; que se trasladen en seguida á dicho panteón las cenizas con toda pompa y solemnidad; que interinamente, y hasta que se lleve á cabo otra reforma, se cierre la obra con la lápida antigua, si se conserva en buen estado, o renovándola en igual forma e idénticas inscripciones; y que en la iglesia de San Gerónimo se construya un sarcófago con las estatuas yacentes del Gran Capitán y su esposa, labrado al estilo del primer renacimiento, llamando á público certamen á los escultores nacionales y extranjeros para su construcción.»
La Esperanza (21 de enero de 1857)

Iglesia del Monasterio de San Jerónimo de Granada, hoy restaurada,
donde se halla la tumba de Gonzalo Fernández de Córdoba
Lápida del Gran Capitán

domingo, 13 de diciembre de 2015

Ángel Ganivet: la tradición e hispanidad en su obra literaria

A los 150 años de Ángel Ganivet, reproducimos este interesante artículo de la Revista Verbo sobre su obra:

ÁNGEL GANIVET: LA TRADICIÓN E HISPANIDAD EN SU OBRA LITERARIA 
POR 
CRISTIÁN GARAY 

Ángel Ganivet y Siles (Granada, 1865 - Riga, 1898)

Virtualmente un desconocido, Ángel Ganivet y Siles (1865- 1898), es un escritor ameno y sugerente, que amaba con telúrica pasión su Granada y su España. Su obra literaria, si bien con las reservas doctrinales del caso, contiene innegables reflexiones que preceden a la generación de Acción Española, y aun al propio Maeztu en su Defensa de la Hispanidad. Desde esta perspectiva se nos hace evidente su vinculación a lo que más tarde se denominará Hispanidad.


PRESENTACIÓN

Nació Angel Ganivet en Granada el 13 de diciembre de 1865. Su familia, de panaderos y campesinos, vivía del molino familiar; Ganivet los recordará por su elevada cultura. A su padre dedicará su Idearium español y a su madre Granada la bella. Contrariamente a la costumbre familiar, el joven Ganivet preferirá el cultivo de las letras al negocio de sus padres. En una carrera brillante conquistará diversos grados académicos; en 1885 bachiller de Filosofía y Letras, en 1888 licenciado y en 1889 el doctorado, en Madrid. Ganará por oposición las plazas de archivero, arqueólogo y bibliotecario en 1889, y en 1892 concursará infructuosamente a la cátedra de griego, ganada por Unamuno. Sin embargo, conseguirá, por oposición, el puesto de vicecónsul en Amberes. En 1892 se licenciará en Derecho. Cerca de 1892, inspirado por su reciente amistad con Unamuno, concibió su personaje Pío García del Cid, o simplemente, Pío Cid,  reflejo caballeresco de sus propias convicciones. En 1895 comenzó a publicar sus cartas de viajes que serán el inicio de su breve obra literaria, en la que destacan su Idearium, La conquista del Reino de Maya, Los trabajos de Pío Cid, cartas y poemas diversos. Cónsul en Helsingfors y Riga (Finlandia), Ganivet entra en un período de intensa nostalgia y manía depresiva y persecutoria. Angustiado por un amor imposible, se lanzará a los 33 años al río Duina con fatídica determinación, falleciendo en ese acto el 29 de noviembre de 1898.

En 1895 Miguel de Unamuno publicó En torno al casticismo, conjunto de ensayos que dieron origen a cierta literatura regeneracionista en la cual encontramos a Ortega con su España invertebrada, al primer Maeztu de Hacia otra España y Debemos a Costa, a Giménez Caballero con Genio de España. Ganivet, angustiado por el destino de España, impulsado por aquello que él llamaba «el espíritu territorial» y que no era más que la vieja virtud del patriotismo, se enfrentará a la crisis de su país, despreciando las ideas liberales y socialistas tan en boga ayer como hoy... Ganivet se dio cuenta, reflexionando, sobre una política exterior adecuada a España, del sentido del hispanismo. Es célebre la anécdota, siendo cónsul en Amberes, que le sucedió en el Hospital Stuyvenber, a donde fue llamado de urgencia por el caso de un moribundo, enfermo de fiebre amarilla y que deseaba hablar con un compatriota. Ganivet relata así aquella postrera conversación:
«Yo no soy español; pero aquí no me entienden y al oirme hablar español han creído que era a usted a quien yo deseaba hablar.
—Pues si usted no es español lo parece y no tiene por qué apurarse.
Yo soy de Centroamérica, señor, de Managua, y mi familia era portuguesa; me llamo Agatón Tinoco.
Entonces —interrumpí yo— es usted español por tres veces...» (1). 
Impresionado por el aspecto demacrado de aquel hombre, Ganivet exaltó su ánimo, en especial cuando supo de su azarosa vida, construyendo primero el Canal de Panamá y luego yendo a colonizar el Congo, donde contrajo la fiebre amarilla fatalmente:
«eso que usted ha hecho revela que el temple de su alma es fortísimo, que lleva usted en sus venas sangre de una raza de luchadores y de triunfadores, postrada hoy y humillada por propias culpas, entre las cuales no es la menor la falta de espíritu fraternal, la desunión, que nos lleva a ser juguete de poderes extraños...» (2).

DECLINACIÓN Y DESVARÍO DE ESPAÑA

Mientras era estudiante en Madrid, Ganivet escribió España filosófica contemporánea. En este temprano escrito, Ganivet desarrolló sus ideas sobre las relaciones entre una filosofía «ambiental» y la proliferación de corrientes filosóficas, puramente académicas, lejanas al alma y al sentir español. Ganivet criticó, quizás con no entera justicia, la filosofía neoescolástica, teniéndola por excesivamente especulativa, en disonancia con las necesidades de España. El desprestigio de la filosofía, como modelo o norma de conducta social, llevó según Ganivét la desorientación y el escepticismo, dos caminos que transitados por largo tiempo se volvían irreversibles:
«Nace aquí (de su falta de relación con la vida), a la vez que el desprestigio de los estudios filosóficos un grave daño para la sociedad misma, porque van muy descaminados los que pretenden corregir los vicios sociales en su manifestación exterior y con medios puramente externos, olvidando que los individuos y las colectividades obran guiadas por una idea directiva, en la cual radica la causa de todos los males...» (3). 
España sufre a la sazón, según nuestro autor, una postración, fruto, entre otras causas, de la inexistencia de una filosofía vulgar capaz de imprimir «cierto sello de unidad a cada época histórica» (4). Ganivet percibe, en la España de la Restauración, cierta incomodidad e impostura, producto de la desnacionalización liberal.

Ya en sus Cartas finlandesas reclama para los mecanismos políticos y pedagógicos un realismo nacional, porque lo que hay que hacer «es conocer el espíritu de cada nación y desembarazarle el camino» (5). El desvarío de España consiste en la adopción de esquemas extranjeros, lejanos a la tradición católica y a la actitud que él denomina el «senequismo español». El escepticismo reina, porque las creencias han sido disueltas, producto esto de los avatares dé la Reforma protestante y de la Revolución francesa:
«La Reforma no fue más que la manifestación de la rebeldía latente en espíritus que acaso nunca fueron verdaderamente cristianos, que no podían comprender el verdadero sentido del cristianismo, porque no tenían aún el convencimiento propio de la impotencia del esfuerzo racional, y que al proclamar el libre examen eran tan lógicos a su manera como lo eran los herederos del espíritu grecorromano al defender la sumisión ciega y absoluta a la fe» (6). 
La Reforma preparó el terreno a la acción de la Revolución, la cual fue más coherente en aquellos países ganados a la nueva concepción de la fe; de allí proviene la singularidad de la cultura española en su lucha contra el libre examen y la Ilustración:
«Esta es la causa originaria del estado anormal por que atraviesan hoy los pueblos europeos, especialmente los que no habían aceptado la reforma religiosa...» (7).  
Para España los principios revolucionarios, esto es, el liberalismo y el socialismo, significaban la inestabilidad, porque no existía en ella un fondo religioso e ideológico apto para aquellas ideas:
«El principio revolucionario, que a la vez que elementos destructores llevaba en su seno el germen de una nueva y completa organización, no podía llegar a constituir nada definitivo...» (8). 
«Si la tradición no pudo destruirlo ni contrarrestarlo, en cambio produjo una reacción que no fue bastante para borrarlo por completo, pero sí para impedir que continuara su marcha y para ahogar las consecuencias que de él nacían como de ovario inagotable, resultando de esta lucha unas veces la oposición entre las instituciones antiguas y la tendencia nueva, otras entre las instituciones nuevamente creadas y el espíritu tradicional». 
«Resultado de esta pequeña contracción, que llega hasta nuestros días y que amenaza prolongar su existencia por mucho tiempo, es el escepticismo social» (9). 
El papel de la Revolución francesa se reduce, para Ganivet, a haber perpetuado un estado de permanente inconsistencia, puesto que:
«removió también los hondos cimientos de la fe, sobre los cuales había sido edificado el gigantesco edificio de la Edad Media y las modernas nacionalidades, no pucftendo echar otros nuevos, fundó en el aire sus nuevas instituciones que por esto ofrecen también escasa estabilidad» (10). 
«Es España, donde cuanto llevamos dicho tiene aplicación exacta, el mal se infiltra, germina y se desenvuelve en el último tercio del pasado siglo, pero no se manifiesta claramente hasta nuestros días, merced a las circunstancias especiales porque ha atravesado nuestra patria» (11).  
A esto se suma la confusión babélica de las nuevas filosofías, oscuras tanto por su enrevesado lenguaje como por su irrealismo:
«capaces de producir un organismo armónico, un edificio de construcción sorprendente y maravilloso, pero falto de cimientos sólidos o completamente vacío en su interior, como acontecen los sistemas idealistas modernos que son producto de unas abstracciones, o en el positivismo y materialismo que, reducidos a la observación de los fenómenos y a la investigación de sus leyes, sólo pueden engendrar conocimientos particulares, nunca una verdadera filosofía» (12). 
Contra el escepticismo social se requiere, según Ganivet, la presencia de una filosofía vulgar y de una pedagogía nacional. El se irritaba con el neotomismo} puesto que en éste, nacido y desarrollado a la sombra de la encíclica de León XIII, Aeterni patris (1879), se embarcaron muchos católicos que no estaban en un nivel intelectual adecuado para la delicada tarea de la confrontación de ideas produciendo un tomismo «envasado», infantil, modesta copia del neotomismo romano o francés. En el fondo el español no era más que traducción de aquéllos, se caractizaba por su excesiva simpleza y muchas veces reeditaba los mismos errores revolucionarios:

«Una legislación, un arte cosmopolita, son nubes de verano; y una filosofía universal, como pretendió serlo la escolástica es contraproducente, Someter a la acción de una ideología invariable la vida de pueblos diversos, de diversos orígenes e historia, sólo puede conducir a que esa ideología se transforme en una etiqueta, en un rótulo, que den una unidad aparente...». «La filosofía más importante, pues, de cada nación es la suya propia, aunque sea inferior a las imitaciones de extrañas filosofías: lo extraño está sujeto a alternativas, es asunto de moda, mientras que lo propio es permanente...» (13). 
Lo peculiar de nuestra época —dice Ganivet— es la tendencia a la uniformidad y, veloces, los europeos se apresuran en construir unidades ficticias en el positivismo, en el materialismo, en el socialismo, que sin duda son el resultado final de este proceso (14). Si el escritor se queja del partidismo y de las consecuencias intrínsecas del sistema parlamentarista, no menos se queja del socialismo. En su parodia de La conquista del Reino de Maya, novela ubicada imaginariamente en Africa, continente cuyo simbolismo es patente en el regeneracionismo de Ganivet, cuenta la historia de Pío Cid, elegido consejero del rey de Maya y de las reformas que emprende con los salvajes. Pío Cid, para aumentar las rentas del rey considera toda la propiedad como del soberano, de la cual los habitantes de Maya son simples concesionarios:
 «y veía asomar por todas partes, rudimentariamente también, sus funestas consecuencias. El rey poseía más de lo que necesitaba para sus atenciones, y no estaba interesado en hacer prosperar sus haciendas; los concesionarios se limitaban a obtener lo preciso para el día...». «Existiendo un poder nivelador de la riqueza, y faltando estímulos permanentes para adquirir, los únicos móviles del trabajo eran el hambre y el amor» (15). 
Así se desarrolla un sentimiento de dependencia, que en realidad —en el pensamiento de Ganivet— retrata más a España que al imaginario reino de Maya; la vida se esfuma en el centralismo burocrático y la política cotidiana se transforma en unos rituales que «sólo merecen desprecio» (16). Se desarrolla una vida parasitaria, en la cual todo depende dél exterior; en las provincias toda iniciativa se espera de la capital, en la capital todo se anhela del exterior...

Contra la leyenda negra sobre Rusia, Ganivet alaba la autonomía en que el zarismo deja a la dominada Finlandia. El régimen autonómico finladés se construye sobre Cortes estamentales que al cónsul le parecen útiles:
«lo que yo pienso es que hay muchos modos de servir a Dios, y que debemos desechar el concepto ridículo de que el buen Gobierno está vinculado en esta o en aquella forma (de gobierno), en este o en aquel régimen» (17). 
Nuestro escritor cree que las verdaderas y más útiles revoluciones son aquellas en que una filosofía logra constituirse como ambiente o sello de una época, dejando a sus habitantes y al tiempo su decantación. Es, en este sentido, un tradicionalista que desconfía de los apriorismos brillantes y que prefiere la opaca pero necesaria consistencia de lo tradicional. Los españoles, dice Ganivet, hemos perdido el respeto por nuestras instituciones a cambio de la «libertad». Pero un pueblo depende, precisamente, de su estado de salvajismo o de cultura; sin cultura (aunque sobre la libertad), los españoles retroceden y no avanzan:
«un pueblo culto es un pueblo libre; un pueblo salvaje es un pueblo esclavo, y un pueblo instruido a la ligera, a paso de carga, es un pueblo, ingobernable. Las libertades las tenemos dentro de nosotros mismos: no son graciosas concesiones de las leyes...». «A cambio de la libertad de las ideas, nos dejamos despojar de una libertad más bella y más noble, la de la forma; y nuestra aspiración parece hoy por cifrarse en que todos los hombres unidos en un coro inmenso y fraternal, entonen un himno a la libertad, puestos previamente de frac y corbata blanca» (18). 
El escritor granadino rechaza las revoluciones:
«la mayor parte de las revoluciones son engendros de la ambición o de la vanidad de los hombres que, no contentos con seguir la evolución natural de las cosas, se precipitan a dirigirlas para cargar con la gloria de haber salvado a la Humanidad. El verdadero revolucionario no es el hombre de acción: es el que tiene ideas más nobles y más justas que los otros, y las arroja en medio de la sociedad para que germinen y echen fruto, y las defiende, si el caso llega, no con la violencia, sino con el sacrificio» (19). 
En el Reino de Maya, pintado en el interior de África está representado el «salvajismo» de los españoles, o si se quiere el afán de absoluta libertad que predica el parlamentarismo:
«Estudiando de cerca estos pueblos más primitivos, se ve claro que el gobierno de las naciones no exige hombres de Estado, ni legistas, ni soldados, sino poetas, comediantes, músicos y sacerdotes» (20). 
Su novela es, pues, una parodia de la demagogia, que Ganivet considera connatural al parlamentarismo de su época. Los gobernantes españoles discuten sobre exterioridades, mientras las grandes cuestiones son postergadas incesantemente.

Ante el sufragio «universal», Ganivet se muestra escéptico. Si bien no lo cree completamente inútil agrega —con salero sin duda— un comentario:
«Hay una porción de gentes sin una idea en la cabeza ni en otra parte del cuerpo, que se morirían sin haber sido nada real y concreto en el mundo, si no existiese el sufragio» (21). 
Ganivet cree que sólo deben votar aquellos que estén capacitados para hacerlo y únicamente si es necesario:
«No nos queda más recurso que resignarnos y, a lo sumo, cuando vemos que un hombre es decididamente incapaz para constituirse en familia, aconsejarle que no lo haga y esforzarnos en persuadirle. Este es mi criterio en la cuestión del sufragio...» (22).
Para el escritor, la cuestión del parlamentarismo está limitada por las tendencias uniformadoras. Si hoy existen partidos de clase, sostiene, ¿por qué no terminar con la ficción e intentar unas Cortes estamentales como las medievales? Estas constituyen:
«un organismos basado sobre la realidad de los intereses colectivos», no en una «concepción arbitraria» (23). 
Es obvio que Ganivet considera que los prejuicios liberales y parlamentaristas no producen automáticamente un mejor gobierno, pese a los lugares comunes al respecto (24).
«Los que desean aún derramar su sangre generosa por introducir un cambio en las exterioridades del Gobierno, que tengan la bondad de reservarla para empresas más nobles, en las que se ventile el interés de "toda la Nación"; y si la sangre les bulle tanto que no pueden aguantar más, que llamen a un sangrador y que se sangren y dejen en paz a sus conciudadanos» (25). 
Su Pío Cid desiste de dar una Constitución escrita en el reino de Maya, trasuntando su propio parecer sobre la inutilidad de los textos escritos:
«en Maya, las leyes se establecen por medio de la acción, no de la palabra ni por escrito. Un decreto no significa nada si no le acompaña la ejecución inmediata de sus preceptos...». 
«Júzguese, pues, de lo aventurado que sería dictarles una Constitución que hasta aquí constaba de 117 artículos y que tendría probablemente el doble; era cosa de temer que ni los súbditos la leyeran...», «ni que las autoridades la aplicaran, lo cual era menos digno de disculpa. Dejando en suspenso mis trabajos de redacción para época más oportuna, decidí acomodarme a las costumbres mayas e implantar de una manera tangible reformas parciales bien combinadas, cuyo conjunto sería una Constitución de hecho...» (26). 
Por último, Ganivet se pronuncia contra el parlamentarismo, al que califica de estado patológico de la nación española:
«Cuando en el seno de las asambleas legislativas predomina el interés particular sobre el general; cuando las parcialidades que por necesidad y conveniencia se forman en los sistemas representativos están desunidas y excesivamente fraccionadas; cuando el tiempo debido al estudio y discusión de las leyes convenientes se dedica a los torneos de la palabra...» «surge un estado anormal que se llama parlamentarismo...» (27).
«¿Cuál es la causa del ateneísmo de los partidos? El escepticismo. Sólo por él se explican la inconsecuencia diaria, el cambio continuo de opinión y las perpetuas disidencias...», «la falta de una sólida educación filosófica afirmativa...» (28).
El espera que los jóvenes se lancen a un programa de ideas y que rechacen la política partidista, como un intermedio fatuo:
«Si alguna esperanza nos queda todavía, es por que confiamos en que estos hombres nuevos, que no han querido entrar en la política de partido, estarán en otra parte y se presentarán por otros caminos más anchos y mejor ventilados que los de la política al uso» (29).
Estamos, pues, en el umbral del regeneradonismo que Ganivet anhela. Y es que el granadino, al tratar la cuestión de los remedios de España, fija su atención en su política internacional, porque sabe que la crisis interna de España ha tenido como punto de referencia el panorama vecino. La ausencia de una política exterior sólida, expresa, está fundada sobre la ausencia de convicciones internas. Porque una nación que sabe cuál es su tradición, proyecta también con indeleble trazo su política exterior:
«La transformación psicológica de una nación por los hechos de su historia es tan inevitable como la evolución de las ideas del hombre, merced a las sensaciones que va ofreciéndole la vida. Y el principio fundamental del arte político ha de ser la fijación exacta del punto a que ha llegado el espíritu nacional. Esto es lo que se pregunta de cuando en cuando al pueblo en los comicios sin que el pueblo conteste nunca, por la razón ooncluyente de que no lo sabe ni es posible que lo sepa. Quién lo debe saber es quien gobierna...» (30).

ESENCIA Y CONTINUIDAD DE ESPAÑA.

Ganivet, que hace germinar la nación por el espíritu territorial, le otorga al tiempo, a la tradición, un papel fundamental en la verificación de una memoria colectiva, capaz de reconocerse idéntica pese a los cambios. Nuestro escritor explica que la fuerza más íntima de una nación es su vinculación a la tierra, aún más que la religión —dice—, porque los países temperan el rigor de las religiones con el carácter particular de cada pueblo. El divide a los pueblos en insulares, peninsulares y continentales. Los insulares, argumenta, desarrollan el sentido de la agresión, persuadidos de que el mantenimiento de su aislamiento depende de la rapidez de su ofensiva. Los continentales, en cambio, acostumbrados a las invasiones inscriben en su espíritu la regla de la resistencia. Los peninsulares desarrollan, ante todo, el espíritu de independencia. Fruto de esta curiosa clasificación psico-geográfica, Ganivet ve transcurrir la existencia de España como la típica de un pueblo sin previsión porque, debido a su espíritu de independencia, se ha impedido, asimismo, trabar relaciones con sus propios congéneres. Cada español es en sí una república, y la divisa que debiera llevar, dice, es que cada cual haga lo que le parezca conveniente (31). La política inglesa ha sido la de una nación agresiva, imperialista, cuyo más refinado arte es librar sus guerras ofensivas en cualquier punto del planeta que no sea la propia Albión. La de Francia, exhibe, en cambio, un inconmovible patriotismo, señal de su política de resistencia contra los demás países que la circundan, sin distinguir las épocas de paz o de guerra. Las guerras napoleónicas, agresivas, imperialistas, son, a su juicio, la expresión de la mentalidad de un insular (32). Coincidiendo con el juicio de Taine sobre la concepción «marítima» de estrategia napoleónica, «fue —dice— una isía que cayó en el continente» (3 3) . En cuanto a España, ésta se encuentra en el otro de dos caminos que deshacen la ilusión de su insularidad. Ella está encerrada entre dos obstáculos más aparentes que reales: los Pirineos, fáciles de atravesar y el Estrecho de Gibraltar, puerta que seduce a los conquistarores para intervenir en su territorio; por ello, la historia española constituye:
«una serie inacabable de invasiones y de expulsiones, una guerra permanente de independencia» (34).
Fue la esperanza de guardarse de estas invasiones, de continuar la guerra de independencia religiosa, la que llevó a los españoles a los cuatro puntos cardinales del mundo entonces conocido. Al norte, por presión de Roma contra Inglaterra; al sur y al oeste, hacia Africa y América, para anticiparse a los infieles; el este, aragoneses y catalanes que ejercitaron en el Oriente el primer impulso colonial. Cada reino—catalanes, aragoneses, castellanos, portugueses— se lanza a los cuatro puntos cardinales en competencia con sus vecinos. Ganivet sostiene que dichas empresas bélicas no tuvieron por causa la abundancia de fuerzas, sino, más bien, un impulso desesperado de adquirir fuerza y gloria en otras tierras.

España es un país guerrero, y por guerrero entiende Ganivet algo totalmente distinto del militar, debido al contenido heroico e individual del guerrero, arquetipo nacional de una misión, de una identidad, antes que de una simple profesión mecánica:
«A primera vista se descubre que el espíritu guerrero es espontáneo y el espíritu militar reflejó: que el uno está en el hombre y el otro en la sociedad; que el uno es un esfuerzo contra la organización y el otro un esfuerzo de organización...», «un país que confía en sus fuerzas propias desdeña el militarismo, y una nación que teme, que no se siente segura pone toda su fe en los cuarteles. España es, por esencia, porque así lo exige el espíritu de su territorio, un pueblo guerrero, no un pueblo militar» (35).
Del mismo modo, Ganivet poseía una visión romántica de la guerra, y se pronunciaba contra la creciente deshumanización de la misma:
«un ejército que lucha con armas de mucho alcance, con ametralladoras de tiro rápido y con cañones de grueso calibre, aunque deje el campo sembrado de cadáveres, es un ejército glorioso; y si los cadáveres son de raza negra, entonces se dice que no hay tales cadáveres. Un soldado que lucha cuerpo a cuerpo y que mata a su enemigo de un bayonetazo, empieza a parecemos brutal...». «No nos fijamos en el hecho, nos fijamos en la apariencia...» (36).
Aquí, Ganivet nos presenta la figura del guerrero o guerrillero como prototípica del alma nacional española, reflejo del espíritu de independencia, que se contrapone al mercenario, para el cual la Patria y la honra nada significan. Aun más, el guerrero español es representante del heroísmo individual, contraponiéndose así a la fría imagen del soldado moderno. Este es el sentido del caudillo en la historia española: de un Viriato, un Cid Campeador, un Cortés o del sentido militar de la Compañía de Jesús en el siglo XVI...
«Así, la guerra civilizada, que parece más noble por que coloca a gran distancia a los que matan y a los que mueren, es una guerra profundamente egoísta y salvaje, porque impide que se muestre piedad; el que ludia desde lejos, mata siempre que acierta a matar; el que lucha cuerpo a cuerpo, unas veces mata y otras veces se compadece y perdona. Los españoles son tenidos por guerreros duros y crueles y acaso sean los que han ofrecido más ejemplos de piedad y de magnanimidad...», «porque han peleado siempre muy cerca del enemigo» (37).
Para Ganivet, la evidencia del carácter estoico del español consistía básicamente en su inalterable dignidad y en la persistencia de su individualidad, ajena a los azares de la fortuna, que no añade —como dirá en otro lugar— a la derrota, la vergüenza de la traición.

Indisoluble al espíritu territorial se halla el catolicismo, religión que modera los restos bárbaros y paganos que existen en los españoles, heredados de las múltiples invasiones. Ganivet defiende esa herencia católica porque «España se halla fundida con su ideal religioso» (38).
«Uno de los errores que con más apariencia de verdad recorren por el mundo es que las naciones adheridas a la Reforma hatí llegado a adquirir mayor cultura, mayor prosperidad, mayor influencia política que las que han permanecido fieles al catolicismo Yo he vivido varios años en Bélgica y puedo decir que es una nación tan adelantada como la que más en todos esos órdenes de cosas en que hoy se hace consistir la civilización (en que por desgracia se concede más importancia a los kilómetros de ferrocarril que a las obras de arte)» (39).
Lo que se requiere para reunificar espiritualmente a España es la restitución del Catolicismo español, universal como Catolicismo pero español en tanto aclimatado y encarnado en una historia particular, con sus derrotas y victorias contenidas en inescrutables signos por el gobierno de la Providencia. Repetidamente Ganivet solicita una pedagogía católica para restaurar España. Ganivet posee, por así decirlo, tina visión cervantina, quijotesca, de la misión apostólica de los españoles, y así se imagina frente a un comerciante —no español, por supuesto— en el corazón del reino de Maya discutiendo acerca de la conveniencia de evangelizar o no a sus habitantes:
«aunque hubiera que lamentar la pérdida de tantas vidas humanas no vacilaría en darlas, y les daría gustoso, en cambio de las del último y más despreciable antropófago, sacrificado en nombre de la civilización...», «aquel que blasone de apóstol y se lance resueltamente a la predicación de su fe, cuide más de probarla con su propio sacrificio que con la conquista de gran número de adeptos, y no esperé que éstos sean leales, si los ha catequizado desde una fortaleza» (40).
Y, párrafos antes, ha recordado, imaginariamente por cierto, cómo Pío Cid ha emprendido su aventura en el reino de Maya sin retroceder, porque le resguarda el ejemplo de su sangre:
«Justo será que los mercaderes, que no buscan más que su ganancia material, cuiden de salir a salvo con la vida, sin la cual sería poco apetitosa la riqueza...» (pero el héroe debe) «concebir una empresa de tal modo ligada con su vida que o ambas sean glorificadas en la victoria o perezcan juntas en el vencimiento» (41).
En Las doctrinas varias sobre el concepto de causa que han tenido los filósofos, escrito en 1890 para el premio extraordinario de doctorado, Ganivet sostiene que la filosofía cristiana se corona en el realismo tomista, dando origen a la Escolástica. Curiosamente, si bien es antieoescolástico, Ganivet ve, a final de cuentas, el valor del pensamiento aristotélico-tomista.
«La doctrina de Aristóteles tiene su feliz coronamiento en la filosofía escolástica, que poseyendo, con la firmeza que inspira la palabra revelada, el dogma de la creación ex nihilo, destruyó el dualismo para siempre (entre la matería y el primer motor inmóvil), alcanzando una noción exacta de la causa...» (42).
Nuestro escritor pide que la dirección de las gimas, la verdadera y más profunda educación sea dada a la Iglesia en razón del cuidado solícito que establece con los fieles. Porque no basta, como dice en España filosófica, la simple instrucción del maestro para ensenar.


EL DESTINO DE ESPAÑA.

a) América.

Para Ganivet es un hecho que la diferencia que separa a la anglo-América de la América española se debe a su proceso de colonización. Los españoles, dice, llegaron a América para colonizarla e integrarse, para cumplir un papel ecuménico de evangelización —a veces por la fuerza, es cierto— y como elemento integrador a la plurimonarquía hispánica. Como bien dice un historiador chileno, Chile (y toda América) entró a Occidente por el verbo imperial de España. Y he aquí que Ganivet escruta esta forma de colonización y la enfrenta a las «modernas» emprendidas por Bélgica, Francia e Inglaterra. Ellas son factorías, y los colonizadores se repliegan sobre su fe, sobre sus creencias, sectarios, decididos a trabajar por sí mismos, para lo cual lo nativo estorba. Y dado que la colonización se produjo sembrando la simiente de la cultura española, Ganivet concluye que los colonizadores se han fundido al territorio que ocupan y han dado origen a las diferentes naciones hispanoamericanas: Chile, Argelina, Brasil, México, Perú, etc., son producto de las determinaciones geográficas en que se desarrolló la colonización:
«Una nación no es como un hombre; necesita varios siglos para desarrollarse. Las naciones hispanoamericanas no han pasado de la infancia, en tanto que los Estados Unidos han comenzado por la edad viril, ¿por qué? Porque las unas, al recibir la influencia de sus territorios han retrocedido y han comenzado la evolución como pueblos jóvenes « y la otra ha continuado viviendo con vida artificial, importada de Europa, como pudiera vivir en cualquier otro territorio, por ejemplo, en Australia» (43).
' Para nuestro escritor es significativo que el gentilicio de estadounidense —comúnmente americano— carezca de determinación, sea puramente externo y no defina una personalidad territorial: es que no pasa de ser un injerto de Europa en.América...

Ganivet no se desalienta por las continuas luchas fronterizas ni por revoluciones ni golpes palaciegos; él cree que es difícil el parto de los pueblos que han decidido constituir una fisonomía propia y que dan tanteos inexpertos sobre el acontecer. Además, se complica «por el espíritu de rebelión» que los españoles infunden a sus relaciones, de modo que si la América hispana se desintegró después del proceso independentista americano, dio estaba, en cierto modo, contenido en el individualismo español; simplemente, el acontecimiento se apresuró.

Establecida esta realidad de la colonización española y de su asentamiento en América, cabe preguntarse qué tarea ella impone a las políticas exteriores de los nuevos y viejos países hispanos. Ganivet rechaza las uniones iberoamericanas, puramente jurídicas y sumatorias. La unión iberoamericana posible, expresa, surgirá de un lazo espiritual, sin coacción o ritualidad alguna:
«ésta exige: primero, que nosotros tengamos ideas propias para imprimir unidad a 1 á obra y, segundo, que las demos gratuitamente para facilitar su propagación» (44).
El papel de España ha de ser el de volverse sobre sí misma, de replegarse para tomar fuerzas y difundir la unidad hispanoamericana:
«Necesitamos reconstruir nuestras fuerzas materiales para resolver nuestros asuntos interiores, y nuestra fuerza ideal para influir en la esfera de nuestros legítimos intereses externos, para fortificar nuestro prestigio en los pueblos de origen hispánico» (45).
«Hay quien espera aún la herencia milagrosa, como si tuviéramos muchos tíos en las Indias» (46).
La peculiaridad de la colonización española en América, es que ella responde, para Ganivet, a la idea de que colonizar es misión:
«Hay quien confía en las colonias, como si no supiéramos que con nuestro sistema de colonización las colonias nos cuestan más que nos dan; y esto no admite reforma, no necesita reforma tampoco. La verdadera colonia debe costar algo a la metrópoli, puesto que colonizar no es ir al negocio, sino civilizar pueblos y dar expansión a las ideas. Dejemos a otros pueblos practicar la colonización utilitaria...» (47).
En su esencia, esta forma de colonizar es parte de la tradición española y copiar otra, dice Ganivet, sería actuar «sin discernimiento» (48), porque:
«No hemos podido formar un concepto propio sobre la colonización a la moderna; atengámonos al antiguo, prosigámoslo con tenacidad, aunque choque con las ideas corrientes; porque si nosotros no tenemos fe en las obras que creamos, ¿quién la tendrá por nosotros y cuál será nuestra misión en la historia futura?» (49)
La misión de España pasa por «cerrar con cerrojos, llaves y candados todas las puertas por donde el espíritu español se escapó de España» (50) y ensimismada construir su regeneración.
«Nuestro pasado y nuestro presente nos ligan a la América española; al pensar y trabajar, debemos saber que no pensamos ni trabajamos sólo por la Península e islas adyacentes, sino para la gran demarcación en que rigen nuestro espíritu y nuestro idioma» (51).
Por último, Ganivet disentía de la interpretación dada por Unamuno. Porque las naciones que hacen las políticas exteriores se mueven por ideales, a veces nada nobles, pero —en todo caso— superiores a los intereses de los individuos. Confundir el interés pecuniario de los colonos con el fin trazado por la nación es un grave error. España se movió por un ideal, un ideal católico:
«Durante la Reconquista se formó en España ese ideal, fundiéndose las aspiraciones del Estado y la Iglesia y tomando cuerpo la fe en la vida política. La fe activa, militante, conquistadora, fue nuestro móvil, la cual creó en breve sus propios instrumentos de acción; ejércitos y armadas, grandes políticos y diplomáticos; todo esto apareció sin saber cómo en una nación oscura y desorganizada, que algunos años antes, en el reinado de Enrique IV, era un semillero de bajas intrigas» (52).
b) El simbolismo de Africa en la futura política exterior de España

Dice Ganivet que cuando España estaba dispuesta a proseguir la guerra religiosa contra los musulmanes en Africa, apareció la noticia del descubrimiento de América desviando las fuerzas impetuosas del suelo ibérico hacia otros derroteros. Este hecho marca para el granadino una permanente interrogante sobre el destino «africano» de España; ese camino futuro no es otro que el de la regenración de España, es decir, Africa encarnaría el repliegue español sobre sus propias fuerzas.

En esta perspectiva Ganivet juzga errónea la política de Felipe II, estimándola superior a las fuerzas reales, pero separando en ella lo bueno de lo poco conveniente. Y si Felipe II cayó, dice, no fue por sostener ideas católicas, sino por estar ligado a otros intereses. España tiene, pues, frente a Europa, África y Asia un interés mediterráneo, y dos vertientes, una referida a la cuestión romana y otra referida a la cuestión, turca.

No se trata, pues, de considerar que España debe pensar en África como una nueva posesión; al contrario, Ganivet cree que esto es pesimista porque radica la «grandeza» del país en añadir nuevos territorios. Nuestro autor espera el futuro en Africa, pero un futuro de ensimismamiento, de contemplación y de mesura frente a lo que debería ser una política remozada en la tradición para España.
«En materia de colonización africana, España no ha podido hacer más materia de colonización africana, España no ha podido hacer más que reservarse el dominio de aquella parte del litoral africano que, en manos extranjeras, pudiera ser un vecinazgo peligroso para nuestras posesiones tradicionales. No estaba en su mano acometer nuevos trabajos de colonización, máxime si había de colonizar por el sistema absurdo y censurable empleado hoy en África» (53).
En vez de acometer conquistas invocando el testamento de Isabel la Católica, Ganivet propone fundar un centro activo de estudios africanistas en su natal Granada. Y aunque Ganivet deje cerrada las puertas al. ánimo de aventura de los españoles en su Idearium, en su Porvenir de España (título bien significativo por lo demás), escribe que la deja entornada hacia África. Alguna escondida misión proyectaba o anhelaba Ganivet con un «escudero árabe» para un nuevo tipo de política exterior hacia África. España, escribe en el Porvenir..., necesita soñar y preparar nuevas empresas, pero no despertar apetitos extraños sobre sí mismas y, en ese incógnito «destino» africano, Ganivet cree hallar algún punto de apoyo.
«para mantener ante Europa nuestra personalidad y nuestra independencia» (54).
Respecto de la unidad ibérica, Ganivet explica que él mismo ha dudado, a la vista de tantas uniones forzadas, si conviene o no unificar la Península, habida cuenta que. el origen real de la separación entre España y Portugal no radica más que en la antipatía lusitano-castellana. La unidad ibérica, dice, pasa por la convergencia entre los intereses castellanos y los portugueses en paz y por el acuerdo, que no hay otro método para reunificar a los peninsulares.

La política felipista consistió en derramar a España sobre territorios lejanos y defenderlos todos a la vez; Ganivet, con el peso del fracaso, propone mirar desde casa y de reojo a África. Alguna nueva misión espera a España..., claro está, el «fracaso» de Felipe II es relativo, ya que Ganivet se refiere únicamente al equilibrio europeo; pero la obra hispana se perpetuó.

c) Reflexiones fútales sobre el Hispanismo y la Tradición.

Quizás más de alguno se preguntará, revolviéndose sobre el asiento y frunciendo el ceño: ¿Qué importancia tiene Ganivet para el pensamiento tradicional? Desde luego —y separando las razones puramente históricas que dejaré para el final, porque son accidentales—, lo esencial del legado de Ganivet, que pasa a través de Maeztu a Acción Española (1931-36), es la revalorización del mundo hispánico. Ganivet, al meditar acerca de qué había sucedido' para que España cayera en los tristes acontecimientos por todos conocidos —decadencia, invasiónes, guerras civiles y extranjerización— percibió que su país era mucho más que la España metropolitana. Que era también esa gran competidora, Portugal; que eran sus hijos, los países de habla española y lusitana en América; que era Filipinas en el Asia sudoriental; e incluso, el reino de las dos Sirilias (aunque nuestro autor no lo cite expresamente) en el ámbito mediterráneo.

Ganivet, y Vázquez de Mella (55), que formuló sus Tres ideales entre 1897 y 1921, en el cual llama a formar los Estados Unidos Españoles, son los dos intelectuales que, reflexionando sobre el sentido de la historia de España, acertaron a considerar lo americano como un hecho macizo y futurista, y no como una simple aventura de desheredados. Ni el docto Mercelino Menéndez y Pelayo se atrevió a traspasar los límites de su España peninsular, cuando redactó su monumental Historia de los heterodoxos españoles. Algo hizo Unamuno, siempre contradictorio y genial, y nada (excepto algunos artificios verbales) Ortega y Gasset, que no se arrugó en lo más mínimo cuando el El espectador, tomo VII, en el ensayo «Hegel y América», concuerda con las aseveraciones del enrevesado filósofo germano que relega a América a un accidente geográfico y que debe ser eliminada del cuadro histórico porque «el Espíritu» no se manifiesta en las jóvenes repúblicas. «Un primer capítulo tenebroso o libido», dice Ortega, siguiendo a Hegel (56).

Contra esa corriente de desprecio o de cegamiento, reacciona nuestro escritor. Ganivet, que amaba a su patria, se da cuenta que el desprecio a las. naciones hispanoamericanas es el suicidio, porque éstas —México, Perú, Argentina o Chile— son también, a su manera, partes de España. Partes diversas, pero también lo diverso conforma unidades y ésta no lo es menos porque carezca de homogeneidad política directa y se base en sentimientos, herencias culturales y rasgos históricos comunes. Y si lo americano constituye parte fundamental de la dimensión existencial de España, no se puede arrancar de este papel ecuménico de los pueblos hispanos el acendrado sentido católico de su historia; verificado que el Catolicismo no es sólo un rito sino una forma existencial distinta. Ganivet explicaba esta dimensión del Hispanismo de la siguiente manera; cada pueblo engendra, debido a sus peculiaridades, expresiones diversas sobre una misma cosa. Dos pintores que trabajen con el mismo ardor y piedad en un cuadro de la Virgen, pintarán dos cuadros distintos de la Virgen. Tal como en el arte, en política y en toda actividad donde el sello personal o colectivo deja su huella, en política el «fondo del arte» (la raza) vivirá el Catolicismo de cierta manera, que diferirá en sus manifestaciones accidentales, adjetivas, circunstanciales. El instrumento de este sentido nacional está condicionado por el espíritu territorial. En suma, el Catolicismo hispano es, por tanto, el producto de una manera específica de radicar el ejercicio del Catolicismo, y encello consiste la peculiriaridad de la misión de España en el mundo.

Por cierto, Ganivet no recogió plenamente el sentido católico de la Hispanidad, ni tampoco fue capaz de darle un nombre propio, ya que su texto más significativo se denomina, todavía, Idearium español. Dentro de la revisión impulsada por la Generación del 98, fue Ganivet quien concentró su atención que se trasmite —por aquél— al Maeztu postrero de 1936. Este último, lo mismo que Ganivet, sostendrá que las únicas ideas españolas que poseen valor universal son aquellas que parten de la Tradición (57).


Extraído de la Revista Verbo, Fundación Speiro


(1) Idearium Español, I, págs. 253-254. Las citas provienen de la edición Aguilar de sus Obras Completas, Madrid, 1961, dos tomos, con prólogo de Melchor Fernández Almagro.
(2) Idearium..., I, pág. 255.
(3) España filosófica contemporánea, II, págs. 580-581.
(4) España..., II, pág. 581.
(5) Cartas finlandesas, I, carta III, pág. 683.
(6) Idearium..., I, pág. 168.
(7) España..., II, pág. 640.
(8) España..., II, pág. 640.
(9) Cfr. España.
(10) Cfr., págs. 639-640.
(11) Cfr., págs. 640-641.
(12) Cfr., pág. 643. Ganivet apoya, sin embargo, a Balmes en su crítica a Kant y se manifiesta tomista.
(13) Idearium..., I, pág. 167.
(14) Ibid., pág. 167: «faltos de dama para encomendar esta obra al tiempo nos apresuramos a construir unidades aparentes...» (El subrayado es nuestro).
(15) La conquista del Reino Maya, I, págs. 504, 505.
(16) Idearium..., I, pág. 282.
(17) Cartas finlandesas, I, carta 4, pág. 691.
(18) Cartas..., I, carta IV, pág. 692.
(19) Cartas..., I, carta IV, pág. 693.
(20) La conquista..., I, pág. 345.
(21) Cartas..., I, carta IV, pág. 695.
(22) Cartas..., I, carta IV, pág. 696.
(23) Ibíd., pág. 698.
(24) Ibíd., pág. 698.
(25) Ibíd., pág. 699.
(26) La conquista..., I, págs. 462-463.
(27) España..., II, pág. 600.
(28) España..., II, pág. 600.
(29) El porvenir de España, II, pág. 1.080.
(30) El porvenir..., II, pág. 1.062.
(31) Véase Idearium..., I, págs. 176 y sigs.
(32) Se refiere, lógicamente, al origen corso de Bonaparte.
(33) Idearium..., I, pág. 180.
(34) Idearium..., I, pág. 181. (35) Idéarium..., I, pág. 187.
(36) Idearium..., I, pág. 191.
(37) Idearium..., I, pág. 193. (38) Idearium..., I, pág. 171.
(39) Idearium..., I, pág. 171.
(40) La conquista..., I, pág. 639.
(41) La conquista..., I, pág. 638.
(42) Ideariam..., I, pág. 246.
(43) Idearium..., I, pág. 246.
(44) Idearium..., I, pág. 249.
(45) Idearium..., I, págs. 266-267.
(46) Idearium..., I, pág. 67.
(47) Idearium..., I, pág. 267.
(48) Idearium..., I, pág. 268.
(49) Idearium..., I, pág. 268.
(50) Idearium..., I, pág. 276.
(51) Porvenir..., II, pág. 1.081.
(52) Porvenir..., II, pág. 1.093.
(53) Idearium..., I, pág. 274.
(54) Porvenir..., II, pág. 1.079.
(55) Remito a mi tesis de grado, cap. IV: «La ventura de un concepto: el Hispanismo», págs. 112 y sigs. de El grupo de Acción Española y los orígenes del Franquismo (1927-1937). Tradicionalismo y Nacionalismo a comienzos del siglo XX, Universidad de Chile, Lic. en Historia, 1984, Santiago. En ese trabajo no toqué de lleno la herencia de Ganivet, pero sí el aporte de Vázquez de Mella y Maeztu.
(56) Página 26. El subrayado es nuestro. En general, Ortega en este período —hasta 1936— no se ocupa del tema americano. Mucho más provechoso es leer a Unamuno.
(57) Defensa de la Hispanidad, Ramiro de Maeztu: «Desde que España dejó de creer en sí, en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacer recuperar su propio ser. Ni su Salmerán, ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo Iglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido», págs. 15-16. Editorial Gabriela Mistral, Santiago, 1975.


martes, 8 de diciembre de 2015

Romería a la Virgen de los Labradores con motivo de la fiesta de la Inmaculada Concepción


Soneto

¿Veis el jazmín en la enramada umbría,
la fragante azucena inmaculada,
y la preciosa perla nacarada
que oculta entre la concha su hermosura?

¿Veis la nieve que cubre tersa y pura
la cima inaccesible, nunca hollada,
y la paloma cándida y nevada,
y el armiño de nítida blancura?

Pues no existe tan pura ni tan bella
criatura entre todos los mortales
cual la santa y castísima Doncella

que exenta de las manchas terrenales
tuvo de la impureza sin la huella
a Dios en sus entrañas virginales.

PILAR DE CABIA
La Verdad (8/12/1910)

Nuestra romería la Virgen de los Labradores

Con motivo de la festividad de la Inmaculada Concepción de María, varios tradicionalistas y simpatizantes del Círculo Tradicionalista de Granada «General Carlos Calderón» hemos querido honrar a la Purísima en una romería a la Virgen de los Labradores de Quéntar.

Durante el camino hemos rezado tres rosarios, deleitándonos con el hermoso paisaje de la zona. A medida que nos acercábamos a la imagen de la Virgen, hemos leído con gran interés las devotas frases en azulejos e inscripciones que en su día dejaron los romeros y que nos hablan de la España piadosa que queremos recuperar. A los pies de la imagen de Nuestra Señora, encuadrada en la Cruz redentora del Salvador y ante un sol de cara que aparecía fulgurante entre las nubes a medida que aumentaban nuestras preces, hemos rezado una letanía y pedido a la Purísima que interceda por nosotros y por nuestra maltrecha España.

¡Viva la inmaculada Madre de Dios!








lunes, 7 de diciembre de 2015

Nuestro voto

El veinte próximo..., ¡elecciones!...
No está mal, qué caramba, no está mal,
aunque yo, por muchísimas razones,
no creo en el sufragio universal.

Hombre dado a las grandes emociones,
no me alegra la gaita electoral.
A mi sólo me alegran los cañones
a los acordes de la Marcha Real.

Afanosos de lauros y conquistas,
nuestros padres, los ínclitos carlistas,
votaron, sí, señor; pero con «be»;

porque sabían que el honor de España
depende, muchas veces, de una hazaña
que tenga por contera un puntapié.

SAGITARIO
El Siglo Futuro (4/11/1933)

Desde el Círculo Tradicionalista de Granada General Carlos Calderón, siguiendo el ejemplo de nuestros correligionarios de Albacete del Círculo Marqués de Villores —cuyo vistoso cartel reproducimos abajo— pedimos la abstención para la farsa electoral del próximo 20 de diciembre.

¡NO A LA DEMOCRACIA LIBERAL!


miércoles, 2 de diciembre de 2015

V Centenario del Gran Capitán

El«Gran Capitán» durante la batalla de Ceriñola frente al cuerpo sin vida del francés Luis de Armagnac

BIOGRAFÍA

Con los mejores auspicios diose a conocer en la Corte de Castilla Gonzalo de Córdoba, puesto que atendiendo a las dotes de gentileza, habilidad, patriotismo y bravura de que ya había dado pruebas, mereció en temprana edad el dictado de Príncipe de los Caballeros. Inauguró sus campañas en la lucha que sostenía la Reina Católica, contra las pretensiones de Alfonso V de Portugal. En la batalla de Albuera sostuvo el honor de las armas castellanas arrostrando los mayores peligros, y en la conquista de Granada fue igualmente uno de los que mas se distinguieron, no solo en el campo de la lucha sino también en los tratos que mediaron para estipular las bases de capitulación. Pero donde le estaba reservada su gloria militar era en las guerras que en Italia sostenía Fernando el Católico contra Carlos VIII de Francia y su sucesor Luis XII.

Al frente del ejército de Aragón, acudió allí nuestro heroico capitán y en unión del almirante Requesens, rindió las plazas de Santa Agata, Seminara y Monópoli; penetró en Cefalonia, Tarento, Ruvo, Ceriñola, Seminara de la cual habían vuelto a apoderarse los franceses, y de Nápoles; les derrotó en el rio Garellano y obtuvo la rendición de Gaeta, con lo cual puso término a la guerra franco-aragonesa. La fama del afortunado vencedor, a quien desde estos triunfos podemos ya distinguir con el sobre nombre de Gran capitán, hizose universal; todo el mundo citaba las proezas por él llevadas a cabo y ensalzaba su valor.

Hasta el mismo Luis XII hubo de invitarle a comer para oir de sus labios la narración de los hechos, y traspasando los limites del entusiasmo, le envió un rico presente. Por el contrario el rey don Fernando, el mas beneficiado en aquella campaña, dejó sin recompensa tan relevantes servicios, efecto de la poca simpatía que entre ambos existía por la diferencia de caracteres, y que la envidia de otros procuró extremar harta el punto de que le tratara con el mayor desdén y le pidiera cuenta de las sumas invertidas en atenciones de la guerra.

A la vista de estos y otros ultrajes, adoptó Gonzalo la resolución de abandonar la arte, y lleno de amargura se retiró a la villa de Loja, que el rey le donó, en unión de su esposa María Manrique y de su amada hija Elvira. Próximo ya a morir, pasó a Granada con el fin de encontrar alivio a sus achaques, y a los sesenta y dos años de edad sucumbió en esta ciudad.

El Castellano (02/12/1904)

Estatua del Gran Capitán en Córdoba

















CANTO AL GRAN CAPITÁN

¡Caudillo, levanta la faz imperiosa
de bravo titán;
remueve ese polvo que guarda tu fosa
y sal, como lava de inmenso volcán!

El haz de los siglos tu paso resista
y taña sus viejas trompetas el viento,
cual si hoy retornaras de alguna conquista
que diera a tu nombre mayor valimiento.

Levanta, caudillo;
ya el sol de tu España no tiene aquel brillo
que antaño le daba
el oro que tanto por ella abundaba.

Mas quedan en alto los brazos nervudos,
los brazos que un día
con gran valentía
doblaron los bronces de extraños escudos
y queda la entraña
que esconde la sangre viril de tu España

Levanta, gigante; tus ojos fulminen
y viento tu acero
mil caras plebeyas a un tiempo se inclinen
y digan mil voces en son placentero:

–¡Victoria, guerrero!

Y al firme rendaje
del fuerte caballo que en rudas batallas
rugió de coraje
y no lo atajaron ni cercas ni vallas,
garridas matronas
enlacen coronas
y ramos de flores;
y el beso de alguna doncella sensible
te de, como ofrenda, sus dulces rumores
con una esperanza de amor imposible.

Y esparzan sus sones alegres campanas
brindando un grandioso concierto a la tierra,
y vibren e inunden regiones lejanas
los cantos que digan tus triunfos de guerra.

Cuadro de José de Madrazo sobre el asalto del
«Gran Capitán» en Montefrío





















–Al héroe que en lucha fue raudo ciclón,
que siempre al contrario deshizo los planes,
brindemos las notas de nuestra canción
como un estruendoso bramar de huracanes.

Miradle, cercadle con gran frenesí;
su labio parece que dice: ¡Vencí!

Y en alto la espada, terror de los viles,
como un buen manojo de rayos de sol,
moviendo el penacho de plumas gentiles
va encima del ágil caballo español.

************************************

¡Victoria, victoria, valiente coloso
que a reyes tiranos quitaste los fueros
y siempre a tu patria volviste gozoso
al frente de rudos y fieles guerreros;
entre un torbellino de picas y espadas
y nobles banderas por fuerza ganadas
y flores fragantes y tronos deshechos
y fuertes corazas mostrando en los pechos
de los vencedores,
sus manchas de sangre, de polvo y sudores!

¡Oh genio que fuiste forjado en la lid,
retoño del genio sublime del Cid!

Si llega a tu lecho de muerte el murmullo
del pueblo, que canta tu gloria y su orgullo,
buscando la cima de honor y de fama,
buscando la cumbre
donde hecha fiel llama
por siempre tu propia grandeza te alumbre,
¡oh, Gran Capitán,
levanta, levanta la faz imperiosa
cual bravo titán,
remueve ese polvo que guarda tu fosa
y sal, como lava de inmenso volcán!

FRANCISCO ARÉVALO

Diario de Córdoba (02/12/1915)

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