La Iglesia no quiere la guerra. Pero la Iglesia no rehuye la realidad. Desde su fundación, salvo raros y cortos intervalos, ha tenido ante sus ojos maternales el mismo cuadro desgarrador que tuvo la primera madre en la primera tragedia de la humanidad: un hijo asesinado y un hijo asesino. Cuando en uno de los combatientes el objetivo es claro, la intención limpia, determinadamente buena y justa, y los daños de la guerra quedan sobradamente compensados con las ventajas a obtener, nunca ha vacilado en predicar ese nuevo modo de guerra en que, a despecho de las condiciones materiales, es la Fe quien decide la victoria de las lides: la CRUZADA.
Pero en este caso sólo Ella tiene derecho a decidir su actuación, que viene regida por principios sobrenaturales. Así lo definió claramente Pío XII en el Mensaje de Navidad de 1950: "Tomar posiciones por parte de la Iglesia, aun en cuestiones políticas, no puede ser nunca una actuación puramente política, antes debe ser siempre "sub specie aeternitatis" a la luz de la ley divina... el juzgar no es en Ella salir de una neutralidad mantenida hasta entonces; porque Dios no es nunca neutral respecto a los acontecimientos humanos, ni ante el curso de la Historia".
Además, para perpetuar el recuerdo de las victorias obtenidas por la Fe, y para que cada año sea renovado este recuerdo, en muchos casos crea o incorpora al año litúrgico una fiesta especial que las conmemora. Sólo a título de ejemplo consignamos en rápido guión los hechos característicos de algunas de ellas.
Exaltación de la Santa Cruz
Cosroes, rey de Persia, se había apoderado en el año 615 de la reliquia más preciada para los cristianos: la Santa Cruz. Cuando Heraclio fue proclamado Emperador a la muerte de Focas, por dos veces se la pidió al monarca persa. Cosroe, acabó aceptando, pero bajo condiciones inaceptables: Todos habían de apostatar de Jesucristo y adorar al sol, suprema divinidad de los persas. La guerra era inevitable. Heraclio firmó una tregua con los ávaros, y al frente de un reducido ejército comparado con la multitud de las tropas de Cosroes, presentó batalla, diciendo antes a sus soldados: Ea, hijos, por Dios combatimos, cada uno de vosotros vencerá a mil. La situación se agravó porque los ávaros rompieron la tregua invadiendo el imperio, pero los soldados de Heraclio, en vez de desmoralizarse, pelearon con fuerza sobrenatural. Tal fue la derrota de Cosroes, que se vio abandonado por todos; incluso fue decapitado por su propio hijo, que inmediatamente pidió la paz. La condición impuesta por Heraclio fue la devolución de la Cruz que guardaban los persas con los sellos intactos en Ctesifon, sobre el Tigris. Al año siguiente el mismo Emperador devolvió la Cruz a la ciudad santa de Jerusalén.
En conmemoración de esta batalla, la Iglesia estableció la fiesta de la "Exaltación de la Santa Cruz" el 14 de septiembre, fecha en que fué devuelta a Jerusalén (1).
Clavijo
No es cosa de entrar en polémica histórica sobre la certeza o falsedad del tributo de las cien doncellas y la aparición visible de Santiago en esa batalla. Lo que sí es indudablemente cierto que, en tiempos del cobarde y lúbrico Mauregato, se había apoderado de los cristianos la molicie y todos los vicios que trae consigo. Como es natural, las exigencias musulmanas estaban en razón directa de la debilidad cristiana. Las fuerzas de Don Ramiro no tenían comparación con las de Abderramán TI, y el orgullo del moro no sufría demora en el pago de los tributos, sean cuales fueren. El uno exigía y el otro no pagaba. Ambos sabían que el pleito había de resolverse en una batalla. Entonces, el castellano hizo levas en sus Estados; Abderramán recibió refuerzos de África. En la comarca de Albelda tuvieron el encuentro, y sólo la noche libró a los cristianos de una completa derrota. Ramiro juntó en un calvero próximo el resto de sus tropas; menguado por el gran número de muertos y heridos; mohino por la derrota sufrida. En la semivela producida por el insomnio vio al Apóstol Santiago que le ofrecía ayuda. Al día siguiente comunicó el sueño a sus soldados, que enardecidos, se lanzaron al ataque al grito de ¡Santiago, cierra España!, que desde entonces fue el grito de guerra de todos los españoles. Una victoria tan completa como inesperada puso en sus manos Albelda y Calahorra. La materialidad del voto de Santiago es el mejor testigo de la batalla (2).
Las Navas de Tolosa
Inocencio III acogió con benevolencia la demanda del rey Alfonso VIII de Castilla y proclamó la Cruzada contra los almohades, cuyo empuje amenazaba seriamente los reinos cristianos de la Reconquista. Los extranjeros que habían tomado la Cruz malgastaron sus energías combatiendo a los judíos de Toledo, que por entonces ninguna muestra daban de hostilidad, y, por último, abandonaron el país sin haberse enfrentado con el enemigo. Las fuerzas que con ello se perdieron fueron compensadas por la ayuda de los Reyes de Aragón y Navarra. En vista de ello, el caudillo de los almohades movilizó los pueblos de Africa, llegándole auxilios de Fez, de Marruecos, de Mequinez, de las orillas del Muluca, de las llanuras de Etiopía. Los reyes cristianos quedaban en manifiesta desigualdad numérica y, a pesar de su valor, les imponía el paso por el desfiladero de la Losa, por el peligro de ser destruidos sin poderse defender. Un guía misterioso, un pastor desconocido, les situó frente al enemigo, sin que éste le hubiera previsto. Con todo, confiaba vencer. Su vanguardia estaba formada por los voluntarios de las tribus del desierto, a retaguardia iban los moros de Andalucía y en el centro los propios almohades. La tienda del Miramamolin estaba, además, guardada por 10.000 negros, que formaban a su alrededor una empalizada infranqueable con sus lanzas hincadas en el suelo. En condiciones tan inferiores estaban los españoles, que el propio Rey dijo al Arzobispo de Toledo que peleaba a su lado: "Arzobispo, yo e vos muramos"."Non —contestó animoso el Arzobispo—, non quiera Dios que aqui murades antes habedes de triunfar de los enemigos". Se multiplicaron los hechos de heroísmo, y sin que nadie supiera explicarse cómo, vieron que el estandarte de Castilla flotaba al viento dentro de la empalizada que formaban los negros. Animados los jinetes, la fuerza a la vez por varios lados, y al entrar encuéntranse ya dentro al Rey de Navarra. El Miramamolín Maommet huyó a caballo cuando un creyente le dijo: "Señor, este animal te salvará la vida. Conocido se ha el juicio de Dios: hoy es el fin de los muslines" (3)
Batalla de Belgrado
En 1456 Mahomet Il mandó un mensaje al déspota de Servia diciéndole: "La tierra que dominas no te pertenece; déjala; voy por ella". Era la declaración de guerra. Belgrado, único baluarte que aún podía detener la invasión turca, quedó muy pronto cercado por 400.000 hombres; el estruendo de las enormes balas de piedra que lanzaban los cañones se oía desde Szegedin; el hambre y las enfermedades causaban tantas bajas como la guerra.
La voz del Papa Calixto III, que a los 77 años, lleno de ardor juvenil, había llamado a la Cristiandad para que liberase a Europa de los turcos, se perdía en el vacío. Sólo HUNGRÍA, consciente de su misión de ESCUDO y FORTALEZA DE OCCIDENTE, opuso a la triunfante Media Luna, un santo y un héroe. Hunyade y San Juan de Capistrano al frente de un ejército de cruzados, que habían reclutado entre su pueblo, rompieron el cerco de Belgrado por el río barrenando y hundiendo las galeras otomanas. Furioso Mahomet con el inesperado contratiempo, ordenó el asalto de la ciudad. Nadie podía resistir el arrollador empuje: un gigantesco genízaro izó la bandera turca en la muralla, y cuando Mahomet ya se prometía las más terribles represalias, H unyade y Capistrano se lanzaron como flechas atacando por la retaguardia a los que escalaban las murallas. Cundió el pánico. Los turcos volvieron la espalda y huyeron a la desbandada. Con un crucifijo como bandera y al grito de "Jesús", Capistrano lanzó su caballo en persecución de los fugitivos. La batalla más sangrienta se libró en el propio campamento turco, mientras Mahomet, el héroe de los muslines, huía a uña de caballo sin detenerse hasta Sofia (4).
Lepanto
En 1571 el poderío naval turco se consideraba invencible. El Papa Pío V, Venecia y España formaron la Santa Liga, para ver de atajarlo definitivamente. En España revivió el espíritu de lucha con la Media Luna y hubo más voluntarios de los que se precisaban. El mando se dio a Don Juan de Austria, que antes de partir hizo una peregrinación a Montserrat para implorar el auxilio de la Virgen. En Santa Chiara, de Nápoles, el Legado del Papa le entregó el bastón de mando y el sagrado estandarte: La figura de Cristo en campo de damasco azul. El 7 de octubre se hallaba reunida en el Mediterráneo oriental la mayor escuadra que se había visto desde el tiempo en que Octaviano peleó en Accio contra Antonio. A la vista de todos, el joven Almirante se arrodilló en su buque implorando de Dios la victoria, y dio la señal de combate. Doria mandaba el ala derecha, Barbarigo la izquierda por Venecia, Don Juan el centro con la nave Almirante. La escuadra turca, con sus proas adornadas de oro, avanzaba, dispuesta en forma de media luna, para copar a los cristianos. Casi lo lograron por los flancos. Ocho galeras de Barbarigo fueron hundidas, y Doria, para evitarlo, alargó demasiado la línea de su flota, debilitándola. Viendo el peligro por ambos lados, Don Juan acometió a la nave almirante turca mandada por el propio Alí Pascha. Dos veces acometieron los del Real (barco
de Don Juan) penetrando en el de Al1a (barca de Alí Pascha), y dos veces fueron rechazados. Pero el tercer intento de abordaje se logró. El sagrado estandarte de la Cruz fue izado inmediatamente en el buque almirante turco y el grito de ¡Victoria! resonó a lo largo de toda la línea de batalla. El poderío marítimo de Turquía quedó deshecho para siempre (5).
Batalla de Viena
En Lepanto había acabado el poderío marítimo de los turcos, pero su ejército continuaba amenazando a la Cristiandad por el Oriente europeo. En 16 de junio de 1683 una horda arrolladora se dirigía contra Viena. Su marcha, era un torrente de muerte y desolación: desde la ciudad se veía el resplandor de las hogueras que señalaban los pueblos incendiados a su paso. En Viena, no quedaron más que los héroes conscientes de que en el formidable choque con el enemigo que se acercaba, iba a ventilarse, no sólo la suerte de su patria, sino la de toda Europa. Muy pronto la ciudad quedó completamente cercada. El continuo cañoneo convirtió las murallas en escombros, que se usaban como parapetos. Estaban solos para defenderse. La oposición de Francia neutralizaba los esfuerzos de Inocencio XI que había proclamado la Cruzada. Ante la falta de recursos y ayudas humanas, la ciudad unánime imploró el auxilio sobrenatural, confiando su suerte a la ayuda de la Virgen María y el auxilio no se hizo esperar. A los pocos días las tropas imperiales y los bravos polacos acamparon en un monte que dominaba la ciudad. El 12 de septiembre, Sobiesky, después de haber oído Misa con los brazos en cruz, sabiéndose ayudado por las oraciones del Papa y de la Cristiandad, inició la batalla. Los turcos sucumbieron al empuje de los húsares polacos y el botín fue inmenso. Pocos días después, por las canes de Roma, el pueblo llevaba el estandarte de brocado y oro bordado de plata y verde que había adornado la tienda del gran Visir y ahora se abatía ante la Cruz, en Santa María la Mayor, porque la descalificación del ejército turco se debió a la invocación del nombre de MARÍA (6).
Es verdad que en el confusionismo actual la Iglesia 110 ha hecho todavía ningún llamamiento directo a la Cruzada. Pero no por esto han dejado de ser las cosas como son, ni el valor de la Fe ha perdido su eficacia. Hoy, como ayer, y como será siempre, Dios es "el Señor de los ejércitos" y la Virgen Santísima puede ser también, para defender a sus hijos, "terrible como un ejército en orden de batalla".
MARÍA ASUNCIÓN LÓPEZ
(1) En la Misa de este día leemos: "En la Cruz de Nuestro Señor está la salud ... por ella somos salvados y
liberarlos" (Introito).
"Protege, Señor, a tu pueblo por la Señal de la Santa Cruz, contra las asechanzas de todos los enemigos" (Ofertorio).
"De nuestros enemigos, líbranos, Señor" (Comunión).
"A los que proporcionas el gozo de honrar la Santa Cruz, defiéndelos, Señor" (Postcomunión).
(2) La Iglesia la celebra el 23 de mayo, y en la Misa de ese día leemos: "...estaba siempre viva la fe y la esperanza de que Dios había de dar socorro... exhortaba a los suyos a que no temiesen a las naciones que venían
contra ellos... armó a cada uno de sus soldados no con lanza y escudo, sino
con excelentes exhortaciones... invocó al Señor que obra prodigios... que no según las fuerzas de los ejércitos, sino según Su voluntad, da la victoria ..."
(Epístola, del libro de los Macabeos).
"El Señor envió socorro del cielo" (Introito).
(3) La liturgia conmemora esta batalla con el nombre de "Triunfo de la
Santa Cruz", y en el propio de la Misa del día 17 de julio, día de la batalla,
leemos:
"Por medio de tu Cruz quisiste conceder al pueblo que en ti creía, el
triunfo contra sus enemigos"
(Oración 1.ª).
"La diestra del Señor ha revelado su poder" (Ofertorio)
"La diestra del Seííor me ba riada la victoria" (Gradual).
(4) La fiesta de la "Transfiguración del Señor" que desde hacía tiempo venía celebrándose en algunas Iglesias de Oriente y Occidente el 6 de agosto, la extendió el Papa Calixto III a toda la Iglesia, para conmemorar esta victoria, cuya noticia llegó precisamente a Roma el 6 de agosto.
(5) La fiesta que venía celebrándose el 7 de octubre a Nuestra Señora de
la Victoria desde el año en que, ese mismo día, se dio la memorable batalla
de Lepanto, mientras Pío V rezaba el Santo Rosario, fue también la fiesta
de "Nuestra Se.ñora del Rosario".
(6) La fiesta del "Dulce Nombre de María" ya se celebraba en España en
la diócesis de Cuenca, desde 1513, por concesión especial. En recuerdo de la victoria de Viena, obtenida por la invocación a MARÍA, Inocencio XI la hizo obligatoria y extensiva a toda la Iglesia Universal.
CRISTIANDAD, Feb 1957
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