Fernando II de Aragón y V de Castilla «el Católico» (1452-1516) |
No cabe en los estrechos límites de un breve artículo periodístico esbozar siquiera la gigante figura del más grande y glorioso, quizá, de los reyes que en el trono de San Fernando se han sentado. El nombre de Fernando el Católico, inseparablemente unido por los vínculos del matrimonio y por los no menos íntimos del espíritu, del genio, de la virtud y de la grandeza moral al de aquella singularísima Reina universalmente admirada que se llamó Isabel la Católica; el nombre de Fernando, decimos, se enlazó con los más sublimes hechos de nuestra patria Historia y sintetiza, compendia y cifra los más culminantes momentos de la vida de España.
Maravillosa disposición y designio de la Divina Providencia fue la feliz conjunción de aquellos dos portentosos luminares, Fernando e Isabel, que, al unir sus cetros y coronas, confundieron también los resplandores de sus almas, completándose mútuamente y prestándose entre sí aquellas excelsas cualidades, que hicieron de su Gobierno y reinado la época de mayor esplendor y gloria de nuestra Patria. Porque si de un lado estaban en aquella regia pareja la intuición prodigiosa, la sugestiva delicadeza, la sublime generosidad, el sentimiento que avasalla y cautiva, del otro lado se hallaban la prudencia exquisita, la madurez razonadora, la diplomacia discretísima, el juicio sereno que todo lo analiza y somete a la luz de detenida y profunda reflexión.
El alma de Isabel se completa con el alma de Fernando, y viceversa. La una apenas se concibe sin la otra. De la fusión y hermosa compenetración de ambas resulta ese todo armónico, encantador y maravilloso, que hace del reinado de Fernando e Isabel como un oasis delicioso en las páginas de oro de nuestra Historia.
¿Habrá que recordar empresas sublimes como el término y fin de nuestra gloriosísima Reconquista de ocho siglos, la rendición de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo, las guerras y conquistas de Italia, el afianzamiento del orden y paz interior de España, el florecimiento de nuestras célebres Universidades... empresas deslumbradoras y magníficas, que forman diadema de luz inmortal en las sienes del Católico Rey Don Fernando?
¿Y será posible que España contemple con indiferencia el curso de este año sin exteriorizar de alguna manera su gratitud, su admiración y su cariño al Monarca excelso, que tantas glorias y prestigios y grandezas dio a la Patria? ¿Podríamos dejar en el olvido al que es como el astro rey, en torno del cual giran y del que reciben su luz todos los grandes personajes de la colosal epopeya española de fines del siglo XV y principios del XVI?
Injusticia imperdonable fuera semejante olvido. El pueblo, que frecuentemente ignora los méritos u hazañas de los muertos ilustres cuya memoria celebra la posteridad, está familiarizado con el nombre del Rey Católico Fernando y, por escasa que sea su ilustración histórica, algo sabe de sus proezas, de su admirable genio, de su vida gloriosísima. Procede, pues, un homenaje verdaderamente popular, hondamente sentido y de un sabor tan esencialmente españolista, que la nación entera deba asociarse a él con patriótico entusiasmo.
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