El conservador es el genio del mal en este mundo; es un monstruo anfibio, sin cola ni cabeza, porque ha abandonado aquella entre los demagogos, y ésta entre los católicos, para concentrar toda su vida en el estómago. Colocado entre los socialistas, que combaten par la verdad lógica derivada de la libre razón, y los católicos, que mueren por la verdad eterna, que es Dios, el conservador, incapaz de morir por nada, pretende defender el justo medio, y se cierne en el aire como el alma de Garibay, sin punto de apoyo donde fijarse. Vive de las desgracias de los que se baten por sus derechos y de los que luchan por sus deberes. No cree en Dios, pero se une á los católicos para indignarse contra los demagogos que lo niegan, y se reúne también á los demagogos para reírse de los católicos, que lo adoran. Dícese católico, y profesa la libertad de cultos; llámase monárquico, y proclama al pueblo rey. Si el católico le arguye en nombre de la Religión, responde que la Religión no tiene nada que ver con la política. Si el patriota saca las consecuencias de la libertad, se declara ante todo conservador del orden. Búrlase de los que defendemos el derecho divino y el divino origen de la autoridad, oponiéndonos el dogma infalible de la soberanía popular; pero al mismo tiempo lanza sus rayos contra los que gritan que el gobierno del pueblo es la república con todas sus consecuencias. Cuando el populacho exaltado pone en peligro su existencia, saluda al sacerdote y acoge á la Iglesia, dándose golpes de pecho para que la demagogia no triunfe. Cuando los católicos triunfan, únese al exaltado populacho, y quema iglesias y degüella frailes.
El es el mismo que, tratándose de una manifestación contra los demócratas, se alía con los carlistas para iluminar por el Papa; el mismo que en las jornadas de Somorrostro, en que amenazaban los carlistas, reunía á las damas de la aristocracia para que fabricasen hilas para los soldados de la república; el mismo que ahora fabricará balas para aplastar á los republicanos y a los carlistas. No creyendo en Dios ni en el diablo, en la monarquía ni en la república, y uniéndose, ya a los carlistas para batir á los republicanos, ya a los republicanos para batir a los monárquicos, siempre está dispuesto a ser hipócrita en religión y traidor a la libertad, con tal de que el estómago esté satisfecho. Cujus Deus venter est.
Es el tipo más siniestro, más odioso, más pérfido, más corrompido en política; pero el más hábil, toda vez que al egoísmo de esos miserables, incapaces de sentir y creer, se llama hoy habilidad. A estos argumentos que nosotros le dirigimos, y a otros que le puedan dirigir los defensores de la democracia, este cobarde, que a falta de armas nobles esgrime siempre su única arma, la mentira, responderá solapadamente que él es católico, pero no fanático; que es liberal, pero no demagogo. Y así seguirá su brillante carrera, prosperando, conservando siempre la fortuna que ha amasado con la sangre del pueblo que le deja vivir en sus entrañas. Y así, esos vampiros continuarán coadyuvando a que en la infeliz España medio pueblo se degüelle con el otro medio, por conservarse ellos en el poder. Y en el poderse mantendrán, pretextando, por un lado, que el tiempo de la monarquía legítima pasó para no volver, y, por otro, que el pueblo no está todavía bien educado para la libertad... ¡Y así lograrán su doble infernal objeto de explotar al pueblo y de corromperle; de matar su virilidad, pudriendo su alma, para mejor dominarle y manejarle!
¡Oh, no! Eso no será siempre ni por mucho tiempo; no puede ser. Cuando España entera ha enviado lo más llorido de su juventud, lo más sano y honrado de su población, a morir por la santa idea de nuestros padres, y no ha tenido un solo pueblo, una voz sola que haya salido a los campos a aclamar y a derramar su sangre por el hijo de doña Isabel; cuando para desplegar al viento su bandera el alfonsismo ha aguardado al momento en que el carlismo triunfante amenazaba a la revolución impotente, para aprovecharse de un motín y hacer causa común con ella, es que está bien convencido de que solo por sorpresa, en última extremidad, y como remedio desesperado para prolongar la agonía de la desacreditada revolución, puede ser tolerado por la fatigada opinión pública. Su bandera, en efecto, es la misma bandera revolucionaria, reforzada de hipocresía y de maldad.
Los carlistas de España entera la conocen bien desde ha cuarenta años. Aquello que cayó seis años ha por corrompido y funesto, no puede sostenerse hoy con los mismos hombres e iguales procedimientos. Solo puede servir para aumentar más y más la discordia en el campo enemigo, y bajo este punto de vista nos tenemos que felicitar de lo que está sucediendo estos días.
Empezamos la guerra cuando reinaba D. Amadeo, y D. Amadeo cayó, y cayó la república, y ha caído la dictadura. Caerá también, y pronto, el hijo de doña Isabel, si por ventura llega a Madrid. Ellos son siempre los mismos hombres, con el mismo ejército y las mismas ideas, y con los mismos procedimientos.
Nosotros también somos los de siempre, siempre leales, siempre honrados, siempre carlistas hasta morir. Ellos, o nosotros. No hay medio. Hasta aquí hemos dicho: ¡vencer ó morir! Desde hoy, seguros de que el enemigo, cambiando de postura y de careta, revela su impotencia incurable, haremos como los soldados de Fabio, que no juraron morir o vencer, sino volver vencedores, y vencieron en efecto.
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