miércoles, 24 de agosto de 2022

Tradicionalismo y fascismo (I) : una coincidencia



Folletón de EL SIGLO FUTURO

por José Luis Vázquez Dodero (noviembre-diciembre de 1934)

UNA COINCIDENCIA

Utinam frigidus esses, aut calidus! Sed quia tepidus es, et nec frigidus nec calidus, incipiam te evomere ex ore meo. (Apoc. III, 15-16)

No recuerdo haber leído en ninguno de los muchos libros que se han dedicado al fascismo lo que éste supone en relación con la filosofía pura. Cualquier régimen político es la aplicación de unos principios que pertenecen al reino de la filosofía. Así como no hay hecho artístico sin una estética que lo informe, así tampoco hay política sin una metafísica que le sirva de basamento. Basta asistir a una discusión parlamentaria o escuchar un debate político para echar de ver al punto que la política, por mucho que quiera hacérsela ciencia práctica, ciencia y arte de realidades, tiene fundamentos especulativos, razones, principios, «porqués», instancias superiores adonde se acude como suprema justificación de los actos de gobierno.

Nada escapa al imperio de la Idea, porque la Idea rige al mundo, como luego se explicará al hablar de
la doctrina fascista.

Según sea la metafísica profesada, así será la política que se propugne. Y más en concreto puede decirse que toda política depende, en principio, de una cuestión que en cualquier tratado de filosofía aparece entre otras muchas sin que reparemos con facilidad en su trascendencia. ¿Tiene el entendimiento humano aptitud para conocer la verdad? ¿Existe la certeza? He aquí un título previo que hay que discutir en política también, aunque muchos la crean ajena a él.

No es cosa de hacer una larga divagación histórica sobre este punto. Me parece a mí que todas las políticas que han gobernado al mundo pueden dividirse con arreglo a este criterio sencillo y elemental: políticas que creen en la Verdad y políticas que no creen en ella; regímenes basados en la certeza, y regímenes escépticos respecto a la aptitud humana para alcanzarla.

La Edad Media, era de fe, es un gran período histórico de creencia en la verdad objetiva. La misma creencia religiosa y metafísica, el mismo ímpetu genesíaco, nacido de la confianza del hombre en sus propias fuerzas, animan las cuestiones de la «Suma», y los títulos de las «Partidas», y los versos de la «Divina Comedia» y la imponente canción de piedra de las catedrales. Y así la política. Política de sillar de catedral y de terceto dantesco, sin vacilaciones en la perfección de sus once sílabas por verso.

Cuando la Reforma en lo religioso y la filosofía criticista en lo metafísico hicieron vacilar el pilar intelectual de la política, surge lo que con nombre abarcador y sintético llamaremos Revolución. Entonces la política se basa en la igual impotencia de todos los hombres para conocer la verdad. La Igualdad de la Revolución era ésta; no la antinatural igualdad de condiciones en lo social.

En las políticas de la Verdad todo descansa, por el contrario, en la igualdad potencial de todos los hombres para conocerla.

Desde los Reyes Católicos hasta el siglo XVIII España tuvo esa política que conoce la Verdad y si es necesario la impone, porque la Verdad en política es el Bien al hacer aplicación de sus principios, y el Bien es el objeto a cuya consecución deben tender, como las flechas al blanco, todos los actos del mando. Llevada de esta filosofía optimista y vital, Isabel la Católica hizo una limpia temerosa al tomar posesión del trono, y después, absorbiendo y transformando la corrupción del Renacimiento pagano y de la Reforma disolvente, sus sucesores perpetuaron su política dotando a España de un Renacimiento y una Reforma privativos y autóctonos.

El liberalismo se engendró de la fuga del alma propugnada por el luteranismo y del pesimismo de la filosofía criticista de Kant.

La tragedia de esta política de verdades subjetivas y parciales, donde, una vez declarado incapaz el entendimiento, nadie tiene derecho al monopolio de lo verdadero, consiste en que la noción de lo verdadero, el concepto de verdad, va impreso en lo más hondo de la naturaleza humana.

Así como los actos del entendimiento son siempre afirmativos, y no puede haber negación más que en cuanto al objeto sobre que versa la operación intelectual, así, por mucho que el hombre quiera huir de la Verdad, su concepto siempre le sigue, le acosa, le posee y le subyuga. Por eso el signo trágico del liberalismo consiste en la asombrosa paradoja de que mientras declara que no hay Verdad absoluta y sí sólo verdades relativas y subjetivas (con los mismos derechos, por consiguiente), está declarando implícita y explícitamente que hay una Verdad absoluta, que es él mismo: que es la verdad de que la Verdad no existe, y está reclamando para su tesis los privilegios y prerrogativas de la Verdad absoluta que niega. Es una tesis que se devora a sí misma, es un principio que devora sus consecuencias, como Saturno devoraba a sus hijos.

Saturno devorando a un hijo, pintura de Francisco de Goya

Pues bien: he aquí que después de dos siglos de liberalismo, comienza a hablarse de su fracaso y comienzan sobre todo a percibirse síntomas evidentes de un saludable retomo a la Verdad objetiva.

Rusia es uno de ellos. Rusia es el gran bofetón a la política agnóstica, porque siendo la última consecuencia lógica de sus postulados, ha sido escuela de absolutismo en lugar de espejo de agnosticismo, como era natural que fuera. La política de los soviets es en cierto modo política de Verdad objetiva, porque es política de Error absoluto. ¿No es significativo el hecho de que cuando un sistema llega al ápice de su desenvolvimiento se eche mano de sus principios antagónicos?

Pero entre los novísimos movimientos, ninguno como el fascismo significa el deseo y la necesidad de volver por los fueros de la Verdad perdida. Bajo esos términos tan frecuentes de «Estado fuerte», «movimiento integral», «Estado totalitario», palpita la Verdad, que quiere otra vez sacudir sus alas y mostrar al mundo su faz radiante. «Estado fuerte» no es otra cosa sino un Estado en que Bien y Mal, Verdad y Error, Patria y Antipatria no tengan los mismos derechos ni reciban de una ley cruzada de brazos un trato idéntico. Es la enunciación de que la Verdad debe estar tutelada, protegida como el supremo bien social, contra cualquier asalto.

Lo «totalitario» es, sencillamente, la expresión del deseo de que «todos» se agrupen estrechamente en torno a la Verdad, que es la Religión, que es la Patria, que es el Orden, que es la Propiedad.

Esta parece una coincidencia digna de señalarse entre Fascismo y Tradicionalismo. El Tradicionalismo español no ha sido otra cosa sino una «Comunión» —«Comunión» se llama y no partido— que ha defendido frente a todos los accidentalismos, las fragmentaciones y los subjetivismos, la necesidad de salvar «totalitariamente» las esencias de lo español, el contenido de la civilización hispánica que ahora llamamos, con un vocablo perfecto, Hispanidad.

El Tradicionalismo (1) es por esencia una política de Verdad objetiva. Por eso el Tradicionalismo ha propugnado siempre que frente a la doctrina de la Revolución, ya descarada y clara, ya disfrazada y en pequeñas dosis, no cabía más que oponer íntegra, perfecta y pura toda la Verdad y sólo la Verdad.

La doctrina de la libertad que de aquí se deriva es sustancialmente la que informa la política fascista. Para cuanto redunde en beneficio de la Verdad y por consiguiente del Bien, libertad plena; para el Error y el Mal, cadenas.

«La libertad del individuo —dice expresando estos conceptos un poco vagamente uno de los acuerdos del Congreso fascista de Roma— encuentra un doble límite en la libertad de las otras personas jurídicas y en el derecho soberano de la nación a vivir y desarrollarse.»

Los partidos políticos desaparecen lo mismo en el Fascismo que en el Tradicionalismo, porque los partidos implican una concepción del Estado en que los supremos intereses de la Verdad se posponen a sus propios mezquinos intereses.

El Fascismo es obra de un «partido» que sigue impropiamente llamándose tal, puesto que el nombre más adecuado dada la ideología que lo nutre, sería el equivalente al de Comunión, que usa el Tradicionalismo español.

El asco, la repulsa más violenta hacia los partidos arranca a Mussolini apostrofes virulentos contra la política que ellos representan, como arrancó a la elocuencia de Mella magníficos acentos de indignación patriótica.

«Los partidos de oposición —dice Goad acertadamente justificando la actitud fascista— con sus objeciones artificiales y sus tergiversaciones de los fines del gobierno mediante una Prensa partidista subvencionada, sólo crean dudas y desconfianzas, oscureciendo y debilitando la voluntad nacional. No hay nación, como no hay individuo, que pueda prosperar si tiene el ánimo constantemente debilitado y embargado por tales consideraciones secundarias. Además, el gobierno de partidos, por su misma esencia, contribuye a crear una actitud mental de oposición y de crítica, estorbando la confianza y la cooperación constructiva.»

D. Juan Vázquez de Mella (1861-1928)

Y en este mismo sentido había dicho ya Vázquez de Mella que la única aspiración de los partidos era el Poder, y por eso en las discusiones se pone de manifiesto que no separan, a los que en él turnan, diferencias substanciales de principios, sino sólo de procedimientos y de práctica; de manera que la bandera y la enseña común a todos —la de la Patria— no existe, porque la destrozan con sus intrigas, matando todas las grandes unidades morales.

En fin, Mussolini en su «Dottrina del Fascismo» escribe esta frase: «Un partido que gobierna totalitariamente una nación, es un hecho nuevo en la historia».

Lo que prueba que el partido fascista no quiere ser, aunque se llame tal, «partido», sino «Comunión» patriótica y nacional cuyos intereses se confundan con los intereses de la patria.

Coinciden, pues, Tradicionalismo y Fascismo en ser políticas que rechazan el escepticismo como principio informativo, partiendo de la aptitud humana para conocer la Verdad, y para conocerla con certeza. Probada esta aptitud y admitida esta certeza, nace la «seguridad» en que determinados principios son salvadores, y de esta «seguridad» se engendra la negación de beligerancia a los principios contrarios, «seguro» germen de mal y de ruina.

Es decir, para los dos movimientos hay un depósito sagrado de cosas intangibles que no pueden jamás, en nombre de una teoría o una opinión cualquiera, quedar a merced de las veleidades de los que las sustentan.

Para el Fascismo como para el Tradicionalismo, la democracia es irracional, porque somete la calidad al número y porque concede pretendidos derechos de opinión sobre que no constituyen materia opinable. Se puede turnar sobre lo accidental; sobre lo sustancial, nunca afirman ambos. Se puede «opinar» sobre el estilo artístico que convenga a una determinada casa; pero en cuanto a que los cimientos estén arriba, no hay opinión posible, porque edificar «sobre» cimientos es un principio arquitectónico sustancial e inderogable.

Fascismo y Tradicionalismo se basan en el fracaso de los dogmas revolucionarios: de la «Libertad», que no es un fin, sino un medio; de la «Igualdad», que no existe más que espiritualmente, pero en modo alguno en lo social y en lo político; de la «Fraternidad», que es un mito si antes se suprime a Dios como fundamento de la moral, pues sólo en Él, como Padre común, somos los hombres hermanos.

El Tradicionalismo se adelantó al Fascismo y supo profetizar las consecuencias de un sistema que le haría nacer.

El nacimiento del Fascismo fue una necesidad biológica elemental Sólo cuando se habían apurado las consecuencias del liberalismo y cuando la nación estaba a punto de aniquilarse, se pensó en instaurar la firmeza de lo inconmovible.

Marcha fascista sobre Roma (1922)

Por el contrario, el Tradicionalismo tiene una línea clara e ininterrumpida de admoniciones y advertencias desde que comenzó lo que Maeztu llama la «dispersión de la Hispanidad», es decir, cuando empezaban a instaurarse los «principios» y no habíamos apurado todavía las «consecuencias».

De Forner a Maeztu, pasando por el «Rancio», Donoso, Balmes, Mella y el incomparable Menéndez Pelayo, una legión de cíclopes ha puesto sus espaldas para apuntalar la España que se cuartea.

Como al Tradicionalismo en España, al Fascismo italiano no le han valido las fórmulas medias de transacciones y acomodamientos. Ambos tienen la mirada puesta en la consecución íntegra del bien de las naciones. La transacción y el pacto sólo son buenos en circunstancias especialísimas. Erigirlos en sistemas es empequeñecerse y hacer ganar terreno al adversario.

A Fascismo y Tradicionalismo les resulta igualmente extraña la candidez con que Dom Sturzo escribe estas palabras que cierran su libro sobre Italia y el Fascismo:

«En Italie aussi, l'heure sonnera de l'avenèment d'une démocratie généreuse et progressive qui, par les methodes de liberté», reconciliera tous les partis et rendra au pays, vis a vis de l'Europe, son vrai caractère de grande puissance pacifique.» (2)

Está en boga hablar de la vuelta a la Edad Media. Son ya lugar común las citas de Berdiaeff en esta materia. Berdiaeff en su «Nueva Edad Media» no ha descubierto nada nuevo. Su éxito se debe a que ha puesto de relieve unas cuantas verdades filosófico-histórico-políticas con extraordinaria brillantez.

Pero ¿qué significa la vuelta a la Edad Media? Es inevitable tocar este punto al hablar de Fascismo y Tradicionalismo. Nos suministrará una prueba más de esta «coincidencia» general que venimos examinando entre ambos movimientos.

Ruiz del Castillo concibe los términos Edad Media y Renacimiento como términos genéricos o modos vitales que se repiten en el curso de la historia. Las Edades Medias son épocas constructivas, de ordenación, jerarquía y trabajo; épocas de fe y de entusiasmo. Los Renacimientos son, por el contrario, eras de dispersión y particularismo destructivo en que el hombre derrocha paganamente y sin norte fijo, con escepticismo destructor, los tesoros acumulados en las edades de parsimonia
y cordura. (3)

Por consiguiente, como dice Pemán, cuando se habla de vuelta a la Edad Media no se debe entender la vuelta a todo lo que en esa Edad se aceptaba, sino al ideal genérico y al «modo» vital que la Edad Media encarna y representa. (4)

He aquí por qué, de un modo amplio y general. Fascismo y Tradicionalismo son movimientos coincidentes. Uno y otro nacen al final de una gran orgía renacentista. Uno y otro son una llamada de atención al hombre, para que, recogiéndose en sí mismo, contemple las cosas, otra vez, «sub especie aetemitatis». Uno y otro miran, como dioses términos hifrontes, con una cara al pasado y con otra al porvenir.



(1) Aunque no es necesario, se hace la salvedad de que siempre que nombro Tradicionalismo me refiero única y exclusivamente a la doctrina política española, que no tiene nada que ver con la escuela filosófica francesa del mismo nombre.

(2) Dom Sturzo: «L'Italie et le Fascisme». Traducido al francés por Marcel Prebot.

(3) Esta bella teoría recuerda, por su ritmo cíclico uniforme la famosa de los «corsi e ricorsi», de Juan Bautista Vico. Es sabido que Vico cree que tres especies de edades alternan periódicamente en la Historia: la «divina», la «heroica» y la «humana», a las cuales corresponden politicamente la «teocracia», la «aristocracia» y la «democracia».

(4) El ilustre jurista Giorgio del Vecchio, uno de los más autorizados tratadistas contemporáneos de Filosofía del Derecho, ha publicado un interesante artículo: «Estado fascista y viejo régimen», en el que defiende al Fascismo de la acusación de reaccionario. Tomando la expresión «medievalismo», no en sentido lato como acabo de emplearla, sino estricto, presenta al Fascismo como un movimiento original y «sui géneris» ajeno a la concepción jurídica medieval. (Vid. «Acción Española», número 45).

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